Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– El chico está allí… habitación a mano derecha al entrar, pero…

– Dijeron que estaba sedado.

– No respira. Almohada en la cara. Hará dos horas -dijo el hombre-. Vaya a verlo antes que ella. No tiene buena pinta.

– ¿Lo mataron?

– ¿Usted conocía al niño? -preguntó el hombre, asintiendo.

– ¿Lo asfixiaron con una almohada? -dijo Falcón, de nuevo, totalmente perplejo.

– Hace horas. Antes de que llegasen ustedes. No se podía hacer nada.

– ¿Por qué lo hicieron? -preguntó Falcón; el inspector jefe, que nunca había visto la lógica del asesinato, cuyo trabajo consistía en aportar sensatez a lo rotundamente ilógico, estaba anonadado-. No tenían ningún motivo para hacerlo.

– Esa gente no piensa así -dijo el hombre-. Váyase ya. La mujer está muy triste.

Consuelo gritaba de impotencia en los brazos de los dos hombres. No luchaba contra ellos, toda su lucha se había reducido a un grito histérico de animal herido. Él corrió a su lado. La tumbaron en el suelo. Ella se detuvo como ahogada cuando la cara de Falcón apareció en su campo de visión.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, débilmente-. ¿Qué han hecho?

– Voy a entrar ahora para echar un vistazo -dijo Falcón-. Cuando esté listo, dentro de un minuto o dos, entonces entra tú. ¿De acuerdo?

Ella lo miró como si fuera un médico que acabara de decirle que iba a morir, pero que había probabilidades de que fuese una muerte pacífica.

– Dime -dijo, con excesivo cansancio emocional para hablar adecuadamente.

– Voy a echar un vistazo -dijo Falcón, acariciándole la cara-. Te llamaré para que entres. Dos minutos. Cuenta los segundos.

Falcón atravesó corriendo el terreno irregular hacia la alquería, se agachó para pasar por la puerta. A la izquierda, el portátil y los discos seguían en la mesa, tres sillas volcadas, los restos de una granada de mano en la esquina. Al otro lado de la mesa, detrás de la puerta, el cubano, desnudo, atado a una silla, con los brazos enganchados sobre el respaldo alto, los tobillos atados a las patas, los muslos abiertos, los genitales al aire, miedo animal, salvaje, en sus ojos.

– No es para usted -dijo una voz de fuerte acento a su derecha-. Aquí dentro.

Se dirigió a la puerta, se limpió el sudor de los ojos, intentó calmarse. Buscó el distanciamiento profesional. No lo encontraba. La puerta estaba entornada. Un ruso fornido, con la cara pintada y una pistola con un grueso silenciador cilíndrico adherido, le indicó por señas que entrase. Falcón traspasó la puerta con la garganta obstruida de dolor, cuando sólo un momento antes había respirado en la tierra húmeda con alivio. Al traspasar el umbral, la imagen de Darío jugando al fútbol con él en el jardín se filtró por la puerta de su mente, y no sabía si podría soportarlo.

La habitación estaba iluminada por una lámpara de queroseno. La luz era de un tono amarillo lento, fluido. Había una sola cama, de estructura metálica, pegada a la pared. Las ventanas tenían los postigos cerrados: estaban trancadas con una barra metálica y cerradas con candado. Darío estaba tumbado boca arriba, con la cabeza todavía bajo la almohada asfixiante, el pecho desnudo. Tenía el brazo derecho a un lado, el izquierdo formaba ángulo recto, el puño cerrado junto a la cabeza. Tenía una sábana sobre el torso, las piernas torcidas debajo, sobresalían los pies. El pie derecho estaba vendado. Había una mancha oscura en la zona donde la sábana se había impregnado de sangre.

«Flaco, el chaval», pensó Falcón, empujándose hacia delante. «Siempre moviéndose.»

Falcón comprobó el pulso en la muñeca, pero reconocía un cadáver nada más verlo. Le puso rectas las piernas, colocó los brazos a los lados del chico, reorganizó la sábana sobre el cuerpo, y entonces lo vio. Una gran cicatriz, como de una operación de apendicitis chapucera. Miró debajo de la axila en busca de la «fresa» de que le había hablado Consuelo, pero no había buena luz en la habitación. Y por primera vez se decidió a mirar debajo de la almohada. La levantó despacio, resistiéndose, como si fuera a ver algo con lo que no quería toparse. La cara que lo miraba fijamente, con los ojos bien abiertos y los labios morados, no era la de Darío.

– Tráigame una linterna -dijo.

Entró el ruso corpulento. Falcón señaló su cinturón. Él le pasó la linterna. Falcón iluminó la cara del chico. No era Darío.

– ¿Qué pasa? -preguntó el ruso.

– No es el chico.

– No entiendo.

Falcón salió a la oscuridad. Esta vez estaba enfadado, era un enfado casi delirante. Llamó a Consuelo y la soltaron, la ayudaron a levantarse. Caminó renqueante hacia Falcón por el terreno irregular. Él fue a buscarla.

– No es Darío -dijo-. Darío no está muerto.

– ¿Quién es? -preguntó, totalmente confusa.

– Un niño muerto -dijo Falcón-. Un niño sin nombre, muerto.

Se agacharon para pasar por la puerta, entraron en la habitación. Falcón cerró la puerta de golpe con un puntapié. Consuelo se arrodilló junto a la cama, cogió al niño por el brazo y sollozó mientras miraba fijamente el rostro inerte, incrédula.

Falcón quitó el vendaje del pie del niño.

– Le cortaron el dedo -dijo, con gran rabia-. Al pobre niño le cortaron el dedo.

Consuelo se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la cama y se echó a llorar, con grandes sollozos convulsos como si vinieran de la pelvis, que físicamente la levantaban de las baldosas de arcilla.

Duró unos minutos hasta que al fin se controló.

– No entiendo nada de todo esto -dijo-. Tienes que explicármelo.

– No tenían a Darío -dijo-. Nunca tuvieron a Darío. Han jugado a un juego para ver si podían conseguir lo que querían.

– Pero Revnik tampoco tiene a Darío -dijo Consuelo-. Eso ya lo sabemos. Nos lo dijo.

– Por eso el hombre de Donstov nos volvió a llamar -dijo Falcón-. Tú tenías razón. Estaba nervioso. Se enfureció cuando le dijiste que Revnik decía que tenía a Darío, y por eso le cortaron el dedo a este niño. Luego se calmó. Volvió con el incentivo, por si tú le tomabas el pelo. No tenía nada que perder al fingir que tenía a Darío, y funcionó. Llevó todo adelante, hizo que todo el mundo trabajase bajo presión. Y existe, por supuesto, la posibilidad de que todavía tenga algún amigo en el grupo de Revnik.

– ¿Pero quién tiene a Darío? -dijo Consuelo.

– No lo sé.

Se oyó un grito ahogado procedente de la otra habitación.

– Sácame de aquí -dijo Consuelo-. Esta gente es demoníaca.

Salieron a la habitación principal. El hablante de español volvió.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó.

– El chico no es su hijo -dijo Falcón-. No sabemos quién es.

– Tiene que ser -dijo, mirando a la puerta.

– Conozco a mi hijo -replicó Consuelo.

– Quédense aquí. No se muevan.

El hablante de español entró en la habitación donde estaban interrogando al cubano, que seguía atado a la silla, pero boca abajo en el suelo y ensangrentado con un trozo de tela en la boca. La puerta se cerró. Preguntas en ruso. Gritos ahogados de dolor. Luego un susurro indiscernible. Se abrió la puerta.

– Dice que nunca tuvieron al niño, que la engañaron -dijo el hablante de español-. No sé si creerle. De todos modos, lo averiguaremos. Váyanse ahora. Esperen.

Cogió sus pantalones de combate, sacó dos discos metidos en fundas.

– Éstas son réplicas exactas de los discos protegidos números 26 y 27, pero con datos cifrados diferentes. Cambie éstos por los originales. Requieren la misma contraseña y el mismo software de encriptación para descifrarlos que los que tienen en la Jefatura. Tráiganos esos originales. Y ahora váyase. Ella se queda.

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