Siguieron las indicaciones a través de hierbas altas y encinas bajas y amplias. Siguieron así varios kilómetros hasta que atravesaron un portal abierto de una casa de una sola planta. Los faros rozaron los muros encalados, las ventanas con postigos y barrotes, la puerta con pintura roja desconchada.
– Guarden el coche en el granero -dijo la voz-. Dejen las llaves en el contacto. Salgan con las manos en alto… sostengan los discos en alto. Quédense de pie delante del garaje, con las piernas separadas.
En el granero había una excavadora amarilla oxidada. Consuelo sintió la irradiación del calor de la máquina.
Javier y ella permanecieron a escasos metros de la parte posterior del coche, con las manos en la cabeza. Dos hombres con gorras de béisbol, indiscernibles tras el foco de sus linternas, se acercaron al coche. Tenían la cara cubierta con pañuelos. Uno entró en el garaje mientras el otro ponía a Falcón un antifaz de dormir en los ojos. Oyó que abrieron el maletero y, al cabo de unos segundos, lo cerraron. El segundo hombre se acercó a Consuelo, se agachó por detrás. Debería haberse puesto pantalones. El hombre empezó por los tobillos, con la linterna de bolsillo en la boca.
– Como verá, no escondo nada ahí abajo -dijo Consuelo.
No hubo respuesta. Las manos continuaron palpándole la falda de abajo arriba. Ella se apretó los dientes mientras los dedos y el pulgar le alcanzaban la entrepierna, las nalgas, manoseándola arriba y abajo varias veces. La parte baja de la espalda, el vientre, le agarró los pechos, un leve gruñido en el hombro. Y le colocó también un antifaz en los ojos.
– Venga conmigo -le dijo, y se llevó a Consuelo del brazo.
El otro hombre se ocupó de Falcón. Se dirigieron a la alquería de planta baja. Les bajaron la cabeza para pasar por una puerta de escasa altura.
– Siéntense.
Los presionaron para sentarlos en las sillas. El que hablaba era el cubano con el que habían conversado por teléfono. Falcón tenía ahora la caja de discos sobre las piernas. No le gustaba el antifaz, no estaba preparado para eso.
– No sé cómo voy a ver a mi hijo con esta cosa -dijo Consuelo-, así que me lo voy a quitar.
– ¡Espere! -dijo el cubano.
– Cuidado, Consuelo -le advirtió Falcón.
– No voy a hacer esto con los ojos vendados -dijo, y se quitó el antifaz.
Falcón se quitó el suyo también, para que los hombres tuvieran más ocupaciones simultáneas y se quedasen indecisos. Dos de los rusos ya tenían un pañuelo sobre la cara, los otros dos llevaban pasamontañas con agujeros para los ojos y la boca. Uno de esos hombres dio un paso al frente con una pistola y apuntó a Consuelo en la cabeza. Le temblaba levemente la mano, pero más de rabia que de miedo. Tenía el dedo en el gatillo y el seguro no estaba puesto. Los globos oculares de Consuelo temblaron y se le tensó el cuello, agazapado en el hombro, mientras sentía el roce del cañón en la piel. El cubano habló en ruso. Hubo un diálogo violento y el hombre dio un paso atrás.
– Si quiere permanecer con vida para ver a su hijo, tiene que hacer lo que le digamos -dijo el cubano-. A estos hombres les da igual lo uno o lo otro, que sobreviva a esto o no. Para ellos, matarla sería tan sencillo como encender un cigarrillo.
El cubano dio la vuelta para quedarse de pie delante de ellos. Era el único de los hombres de la sala que no resultaba físicamente intimidatorio. Llevaba gafas encima del pañuelo.
– No hagan nada por propia iniciativa. Si les pido que hagan algo, muévanse despacio. Lo más importante: mantengan la calma.
Los cuatro rusos alineados detrás de él eran de complexión robusta y Falcón sabía, sólo con mirarlos, que, aunque les lanzase un puñetazo con la máxima potencia, no les causaría el menor efecto. Tenían la solidez de los peones de albañil. No lucían un físico de gimnasio, aunque dos llevaban chándal sin camiseta, de manera que el pelo del pecho sobresalía por la cremallera. Los músculos parecían forjados en varias décadas de palizas, no sólo propinadas, sino también recibidas. Todos llevaban relojes de oro macizo en sus gruesas muñecas; las manos llenas de tatuajes parecían endurecidas por la ruptura de huesos faciales.
– ¿Vamos a conocer al señor Donstov? -preguntó Falcón.
– Llegará a su debido momento -dijo el cubano-. Primero tenemos que ver los discos.
– Antes de que hagan nada, quiero ver a mi hijo.
– Verá a su hijo en cuanto veamos si los discos son auténticos -dijo el cubano-. Supongo que lo comprenderá.
El cubano sacó una de las cuatro sillas de rafia, se sentó delante de la mesa y abrió un portátil. Falcón le entregó los discos. Había una sala detrás de donde estaba sentado el cubano, con la puerta cerrada, y otra detrás de los cuatro rusos, que ahora estaban fumando. No había electricidad. La habitación estaba iluminada por un surtido de lámparas de gas y queroseno, que proyectaban una luz blanca intensa y amarilla aceitosa bajo la techumbre de madera. El suelo era de baldosas de arcilla sin esmaltar, unas claras y lisas, otras oscuras y curtidas por el salitre que penetraba desde el exterior. Las paredes eran gruesas y no se habían encalado desde hacía años, por eso se desconchaban y las baldosas más próximas estaban cubiertas de un polvo blanco.
El cubano examinó los veinticinco discos e iba tomando notas en un bloc. Tenía el volumen bajo para que no hubiera gemidos y gruñidos de fondo mientras reproducía los vídeos, le daba al botón de avance rápido, reproducía, volvía a avanzar.
– ¿Qué va a pasar aquí? -preguntó Falcón, que no se había perdido ni un detalle de los rusos, incluido el hecho de que se mantenían totalmente separados de sus cautivos. No sabía exactamente lo que significaba esta distancia, pero sabía que le intranquilizaba.
– Paciencia, inspector jefe -dijo el cubano-. Todo se revelará a su debido momento.
– Mi hijo no está aquí, ¿verdad? -dijo Consuelo, mientras la histeria sé elevaba en su voz-. Algo me dice que no está en este lugar. ¿Dónde está? ¿Qué han hecho con él?
– Su instinto maternal se equivoca. Está aquí -dijo el cubano, mirando la habitación que estaba detrás de los rusos-. Está sedado. Tuvimos que ponerle una inyección. No se puede mantener quieto o en silencio a un chaval así.
– Entonces déjenme verle. Ya tienen lo que quieren. Ha estado examinando todos esos discos, pero saben que están todos.
– Yo sólo hago lo que me han dicho que haga -dijo el cubano-. Si me desvío de las órdenes, las cosas saldrán mal.
– Voy a verle -dijo Consuelo, que se levantó de la silla y atravesó la habitación.
Los rusos tiraron los cigarrillos. El que estaba más cerca de la puerta sacó el arma que tenía detrás de la espalda. Dos le impidieron el paso. Ella les pegó con los puños, les pegó patadas. Eran inmunes, ni siquiera cerraron los ojos ante sus manotazos, no hicieron siquiera el más leve gesto de incomodidad. El cubano habló en ruso. La levantaron del suelo. Consuelo sacudía las piernas. La llevaron en volandas por la habitación y la sentaron de golpe en la silla. Uno le levantó una mano espantosa. El cubano habló de nuevo en ruso.
– Les estoy pidiendo que sean amables con usted -dijo, ahora en español-. Si le pegasen, dudo que se despertara antes de dentro de una semana, o podrían romperle el cuello accidentalmente. Estos hombres no controlan la fuerza que tienen.
– Esto no me gusta -dijo Consuelo, con miedo en los ojos por primera vez, un miedo que no era por su propia vida-. Esto no me gusta nada.
– El único motivo por el que está contrariada es que intenta ir contra corriente -dijo el cubano-. Sé que es difícil, pero relájese.
– Entonces díganos lo que va a ocurrir -dijo Falcón-. Se tranquilizará si le dice cómo van a proceder.
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