– ¿Diga? -dijo la voz.
– Hemos hablado con la gente de Yuri Donstov -dijo Consuelo.
– ¿Y?
– Dijo que tendría que poner el dinero yo.
– ¿Cuánto tiempo le ha dado?
– Una semana.
– Interesante -dijo la voz-. Debe de estar sufriendo. ¿Y los discos?
– Los quiere antes de mediodía, y recalcó que quería los originales.
– Claro, en las copias pueden eliminarse cosas -dijo la voz-. ¿Ha podido hablar con su hijo?
– Cuando le pedí una prueba de que mi hijo estaba bien, respondió cortándole un dedo del pie.
– Probablemente sólo fue un poco de teatro -dijo la voz.
– Usted no oyó los gritos.
– ¿Esto significa que quiere que intercedamos en este negocio?
– Tengo unas preguntas -dijo Consuelo-. ¿Sabe dónde tienen a mi hijo?
– Todavía no, pero tenemos a nuestra gente dentro.
– ¿Y ellos no lo saben?
– Donstov tiene mucho cuidado con quién sabe cada cosa. Lo único que sabemos es que el chico no está en el cuartel general de Donstov en Sevilla. En cuanto intervengamos, averiguaremos la respuesta.
– ¿Cuál es la «pequeña recompensa» que mencionó antes? -preguntó Consuelo.
– Los discos originales.
– Espere -dijo Consuelo.
Puso el teléfono en espera, apagó el altavoz, apretó los puños y apoyó la frente en las muñecas. El tormento de las decisiones imposibles.
– Sé que me están dando tres opciones -dijo, antes de que Falcón pudiera decir una palabra-. El monstruoso Donstov, el impenetrable Revnik, o las lentas e indecisas fuerzas de seguridad del Estado. El primero es inaceptable. El tercero queda descartado por el primero, porque nos han dado menos de doce horas. Esto significa que tenemos que tomar la segunda opción con todas sus reacciones imprevisibles. Podemos agonizar, pero eso no nos servirá de nada.
Miraron el teléfono. Consuelo pulsó los botones de altavoz y espera.
– Les entregaremos los discos cuando tengan a Darío a salvo -dijo Consuelo.
– Necesitaríamos los discos con antelación -dijo la voz.
– Inaceptable -dijo Consuelo.
– No cuelgue.
Dejó de oírse la voz.
– Necesitarán los discos donde aparece la gente de I4IT y Horizonte antes de las seis de la tarde -dijo Falcón-. Sin ellos no pueden comprometer el pacto que se está cociendo entre el consorcio y la Alcaldía. Ofréceles una selección aleatoria de la mitad de los discos. A ver qué dicen.
Volvió la voz.
– Cada disco está numerado con rotulador del uno al veintisiete. Aceptaremos la mitad de los discos, del uno al ocho y del veintidós al veintisiete incluidos.
– ¿Cuándo prevén actuar? -preguntó Falcón.
– Vuelva a llamar a este número dentro de un cuarto de hora.
Colgó. Falcón volvió a sentarse, agotado.
– ¿Qué hay en los discos que han pedido?
Ramírez estaba en la cama cuando le llamó Falcón. Le dijo que lo único que recordaba era que el primer tío no identificado estaba en el primer disco y que los dos últimos discos estaban «bloqueados» y requerían una contraseña y un programa de encriptación. Los técnicos están trabajando para descifrarlo. Colgó.
Falcón y Consuelo reflexionaban sobre la naturaleza de los valiosos datos guardados en los dos últimos discos y volvieron a guardar silencio; la tensión era tan insoportable que la charla se había convertido en irritación. El ruido del restaurante se reafirmó como una broma subliminal, recordándoles que ésa era la vida que deberían estar llevando.
Sonó el móvil de Consuelo en su bolso.
– Debe de ser la gente de Donstov -dijo ella, y atendió la llamada.
– ¿Algún avance, señora Jiménez?
– Tendrá los discos a mediodía.
– ¿Entonces ya se ha puesto en contacto con el inspector jefe Falcón?
– Está aquí ahora.
– El señor Donstov quiere darle un incentivo para que actúe con rapidez -dijo la voz-. Si nos trae los discos antes del amanecer, el señor Donstov liberará a su hijo en cuanto reciba sólo cuatro millones de euros y seguirá teniendo una semana para conseguir el dinero.
– ¿Podré ver a mi hijo?
Falcón hizo una anotación en el bloc de notas, y se lo mostró a Consuelo.
– Sí -dijo la voz.
– Tiene que entender también que en tan poco tiempo no podremos suministrarle todos los discos. Los dos últimos están en un departamento diferente, al que el inspector jefe no tiene acceso.
– Espere.
Consuelo cogió un pañuelo de una caja que tenía en la mesa, se secó el sudor de los ojos y la cara.
– ¿Cuándo pueden conseguir los dos últimos discos? ¿A qué hora los tendrían? -preguntó la voz.
Falcón escribió en el bloc, subrayó una pregunta anterior que Consuelo no había formulado todavía.
– A las diez -dijo Consuelo-. ¿Y dónde nos encontraremos?
– Espere.
La hicieron esperar un tiempo que parecía interminable. No hablaban. La vida estaba suspendida. Consuelo se imaginó cómo un feto sin concepto del tiempo, esperando a nacer sin entender siquiera que en eso consistía esperar.
– En cuanto tengan los primeros veinticinco discos en su poder -dijo la voz- se dirigirá al norte de Sevilla por la carretera de Mérida. Hay una gasolinera donde se bifurca la N433 hacia la Sierra de Aracena y Portugal. Allí aguardará nuevas instrucciones.
* * *
El aparcamiento estaba vacío, la Jefatura oscura y en silencio. El calor del día seguía irradiando desde el asfalto cuando Falcón entró por la puerta de atrás del edificio. Subió las escaleras de su despacho, encendió todos los ordenadores, cogió la llave de la sala de pruebas y volvió a bajar las escaleras. Subió todos los discos a las oficinas del Grupo de Homicidios y empezó a hacer copias, de cinco en cinco, en todos los ordenadores.
Pensando que Donstov no captaría la diferencia entre el original y la copia de ninguno de los discos, fue en busca de un rotulador negro. El tiempo, que era insoportablemente lento cuando estaba con Consuelo, ahora corría a una velocidad incontrolable. Encontró un rotulador en el despacho de la secretaria de Elvira y bajó corriendo al departamento de Homicidios, casi se cae por las escaleras, ralentizó la marcha, no quería acabar con el cráneo roto, tumbado en el rellano, y que lo encontrasen allí las señoras de la limpieza por la mañana.
Al cabo de treinta y cinco minutos iba por la cuarta serie de copias. ¿Por qué no era más rápida la tecnología? Numeró los discos. Le corría el sudor por la cara. No había aire acondicionado y las temperaturas nocturnas seguían superando los treinta grados. Llegó un momento en que lo único que podía hacer era esperar. Maldijo horriblemente la indiferencia de los ordenadores. Se agarró a los brazos de la silla, pensó en lo que había ocurrido con él. Poco tiempo antes estaba tomando unas cervezas en la plaza, delante de Santa María la Blanca, y de repente iba a contravenir todos sus principios, sin que nadie le pusiera una pistola en la cabeza, sin que ningún lunático le amenazase con una navaja en el costado, sin que ningún fanático se atase una bomba a la cintura. Y sin embargo el infierno parecía inminente. Vibró su móvil.
– ¿Dónde estás? -preguntó Consuelo.
– Enseguida llego.
Últimas copias. Respiró para calmar el estrés. Puso bien los números con el rotulador. Volvió a bajar a la sala de pruebas. Guardó los originales en la caja fuerte, la cerró. Se guardó en el bolsillo la llave de la sala de pruebas. Corrió al aparcamiento. Se metió corriendo en el coche, con las manos resbaladizas de sudor, que se escurrían por el cambio de marcha y el volante. Encendió el aire acondicionado. La ráfaga fresca le dio en el pecho. Volvió al centro, se detuvo delante del restaurante. Consuelo abrió la puerta, entró en el coche. Falcón volvió a arrancar.
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