– ¿Se trata de un suicidio? -preguntó Falcón, que aún no captaba bien la idea-. ¿Puerta no se había tomado bien la ruptura?
– Nada bien. Se vino abajo en picado -dijo Ramírez-. Sus amigos yonquis decían que cobró unos derechos de un contrato de grabación y se lo metió todo por el brazo. Cuando lo interrogaste con Tirado estaba en las últimas, después de tres meses de farra.
– ¿Cuánto dinero cobró? -preguntó Falcón-. Tres meses es mucha farra.
– Ése es un punto interesante -dijo Ramírez-. Por alguna razón creo que no lo sabemos todo de Puerta.
Falcón asintió, dijo que llegaría a la oficina lo antes posible. Colgaron. Consuelo llamó a su hermana, habló con sus hijos Ricardo y Matías, les dijo que se reuniría con ellos al cabo de una hora. Sin noticias.
El desayuno fue una escena de estupor, dirigida por autómatas que se entendían sin palabras. Ella llevaba una camisa de Falcón y unos calzoncillos tipo bóxer. La tostada se empapó de aceite de oliva virgen, pulpa de tomate rojo, jamón finamente cortado. Comieron y tomaron café negro en tazas pequeñas. El sol brillaba en el patio, el agua de la fuente estaba lisa como un cristal, los pájaros descendían en picado entre los pilares. No pudieron comer lo bastante despacio para que el desayuno durase más de veinte minutos.
El parabrisas del coche enmarcaba su visión de la ciudad, un documental tan anodino, de gente que se dedica a sus cosas, que sus espectadores no podían creer que eso fuera todo. Debía de haber algo más que gente de compras, cortándose el pelo o pintando una puerta.
– ¿Ocurrió de verdad? -preguntó Consuelo.
– Sí -dijo Falcón, y le dio la mano.
– ¿Y ahora qué?
– Tengo que pensar en qué punto me equivoqué -dijo Falcón-. Tengo que repasar mis pensamientos hasta encontrar el punto de desviación.
– ¿Qué le digo al inspector jefe Tirado?
– Deja que siga adelante -dijo Falcón-. Tendrá su propia manera de hacer las cosas, y probablemente tiene tantas probabilidades de éxito como nosotros.
– Puede que se concentre demasiado en los rusos.
– Yo me encargo de corregirle en ese punto.
Salió de la avenida Kansas City y entró en Santa Clara, encontró la calle de Consuelo.
– No puedo dejar de pensar que te he arruinado -dijo ella.
– Ya dijiste eso ayer, Consuelo, y te dije…
– Te corrompiste por mi culpa. Yo te forcé a darle la mano a los gánsteres y te hice cómplice del tipo de aberración que te pagan por investigar, y no sabes cuánto…
– Francisco Falcón y yo jugábamos al ajedrez juntos -dijo Falcón-. Recuerdo que una vez me llevó a una posición en la que el único movimiento posible que me quedaba me metía todavía más en el problema y, después de mover ficha, su respuesta me situaba en una posición aún peor. Y así siguió la cosa hasta el inevitable jaque mate. Eso es lo que ha pasado aquí. En cuanto cometí el error de creer que los rusos tenían a Darío, te arrastré conmigo a una serie de movimientos inexorables. Tú no me arruinaste. Yo me arruiné con un enfoque de anteojeras. Me entró pánico porque…
– Porque Darío significa casi tanto para ti como para mí -dijo Consuelo-. Y creo que te recordó también el horror de lo que ocurrió con Arturo, el hijo de Raúl. Fue entonces cuando me enamoré de ti, hace cuatro años, cuando nos preguntamos: ¿qué será de ese niño? Y eso es en parte lo que te pasó: recordaste todas esas cosas terribles.
Falcón pisó el freno. El coche se detuvo en medio de la calle. Falcón se quedó con la mirada perdida en la calle resguardada del sol. La calle donde vivía Consuelo.
– ¿Cómo pude olvidarlo? -se dijo- ¿Cómo demonios pude olvidarlo?
Un coche paró detrás de ellos y, cuando su conductor vio que nadie iba a salir, empezó a tocar la bocina. Falcón arrancó.
– Ocurrió en la plaza San Lorenzo -dijo-. Recibí la llamada justo antes de que nos reuniéramos en el bar La Eslava. La voz dijo: «Ocurrirá algo. Y cuando eso suceda, sabrá que la culpa es suya, porque lo reconocerá. Pero no habrá conversaciones ni negociaciones porque no volverá a saber nada de nosotros».
– ¿Lo reconocerá? -repitió Consuelo-. ¿Y qué creíste que quería decir en aquel momento?
– Creo que no lo pensé mucho en ese momento -dijo Falcón-. Era otra llamada amenazadora más. Había tenido varias.
– Habías estado en algún lugar aquella noche.
– En Madrid. En el tren. Recibí una llamada en el AVE en la que me dijeron que no metiera la nariz en los asuntos ajenos.
– ¿Y qué asuntos ibas a tratar en Madrid?
– Sí -dijo Falcón lentamente-. Asuntos de policía y… otro asunto.
– ¿El mismo asunto que fuiste a tratar en tu viaje a Londres, cuando secuestraron a Darío?
– Exacto -dijo Falcón-. Pensé que la llamada que había recibido en el AVE era porque estaba presionando a Marisa Moreno para que hablase conmigo. Así que cuando volví a Sevilla fui a verla antes de reunirme contigo, sólo para que supiera que no me asustaban las llamadas. Hasta le dije que esperaba una llamada de su gente. Así que cuando recibí esa llamada, nada más llegar a la plaza San Lorenzo, ni lo pensé. Mi cerebro hizo la asociación automática con Marisa.
– Pero no era la gente de Marisa.
– Y al ir a Londres desobedecí las órdenes de no meter la nariz en los asuntos de la gente en cuestión.
– ¿Y quiénes son?
– No estoy muy seguro -dijo Falcón-. Déjame que use tu móvil.
– ¿Pero sabes por qué se llevaron a Darío?
– Creo que lo hicieron para desviar mi atención hacia otra parte -dijo Falcón, mientras tecleaba un mensaje de texto a Yacub.
– Dices cosas sin decir nada, Javier.
– Porque no puedo -dijo, y envió el texto.
«Necesito hablar. Llámame. J.»
– ¿Pero crees que sabes quién se llevó a Darío? -preguntó Consuelo.
– No estoy muy seguro de quién hizo el trabajo, pero sé qué grupo lo ordenó.
– ¿Y son? -dijo Consuelo, agarrándole la cabeza para girarla hacia ella-. No quieres decírmelo, ¿verdad, Javier? ¿Qué puede ser peor que la mafia rusa?
– Esta vez voy a informarme bien -dijo Falcón-. No voy a cometer dos veces el mismo error.
* * *
Reptando por la avenida Kansas City en busca de una cabina. El calor opresivo. Falcón ahora solo. El mensaje de respuesta de Yacub le había dicho que estaba en un hotel de Marbella y le dio un número de móvil español para que lo llamase allí. Falcón desistió de buscar, fue a la estación de tren.
– ¿Qué haces en Marbella? -preguntó Falcón.
– Negocios. Quiero decir, ropa -dijo Yacub-. Es un desfile de moda poco importante, pero siempre consigo mucho trabajo para la fábrica aquí.
– ¿Abdulá está contigo?
– No, lo dejé en Londres. Vuelve a Rabat -dijo Yacub-. ¿A qué vienen todas estas preguntas?
– Han pasado algunas cosas. Necesito hablar cara a cara.
– No sé cómo puedo llegar a Sevilla -dijo Yacub-. Son tres horas de coche.
– ¿Y si quedamos a mitad de camino?
– Ahora estoy en la carretera de Málaga.
– ¿Podrías acercarte a Osuna? -preguntó Falcón-. Está a ciento cincuenta kilómetros de Málaga.
– ¿Cuándo?
– Te llamaré para decirte la hora. Todavía no he llegado a la oficina.
Cuando salía de la estación recibió un mensaje de Mark Flowers, donde le pedía un encuentro en el lugar habitual. Falcón se desesperaba por llegar a la oficina, pero el río quedaba de camino.
Al cabo de diez minutos aparcó junto a la plaza de toros, cruzó el paseo de Cristóbal Colón y bajó corriendo las escaleras para llegar al banco donde solían verse. Flowers le esperaba.
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