Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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– ¿Y él, qué hizo al verlas?

– Hizo de todo. Primero se sorprendió. Después se alegró mucho. Hablamos y hablamos. Hasta la noche, que nos trajo de cenar la vieja, nos dejaron a nuestras anchas. Al día siguiente también. Él estaba un poco asombrado de que no pasase nada. Le dijimos que debíamos volver a casa, que hablase con aquellas señoras para que nos dejasen marchar a los tres, que no daríamos parte. Cuando aquella segunda noche volvió la vieja a traernos la cena, él le dijo que quería hablar con María de los Remedios… Se fue con ella y no volvió hasta el amanecer. Desde entonces estuvo raro. Daba paseos por aquí. Nos oía. A lo más sonreía. Pero ya era otro. Las noches siguientes, cuando nos creía dormidas, salía de puntillas. Todas menos una, que María de los Remedios pasó en Tomelloso. Pienso yo si cuando nos llamó por teléfono creía que el tiempo no había pasado por nosotras… como pasó por él.

– Lo tenían todo preparado -dijo María participando de pronto en la conversación-. Algo me presumía, pero no así, ¡qué sé yo!

Había ya un punto de resignación en su cara. Y siguió:

– Fui una niña ilusa.

– Fuimos.

– Seguro que ahora se casarán.

– Toda la vida fuimos unas niñas ilusas…

– Claro que cada cual se va con la que quiere. ¡Ay Jesús!

– Nada de lo pasado tiene remedio… -dijo Plinio con la voz persuasiva que convenía a aquel ambiente de intimidad y casi tiniebla- Todo ha sido un accidente más o menos triste que deben olvidar. Volverán a su casa, seguirán su vida pacífica y al cuerno las historias de antaño. Ya ha estado bien de historias de treinta años. No nos quedan otros treinta y es imposible vivir mordidos día a día, sin cesar, por la misma tarántula.

– ¿Qué dice, Manuel, de tarántula? -preguntó María un poco huida.

– Digo que nada importante ha cambiado para ustedes. Lo dieron por muerto, pues háganse la cuenta que muerto sigue. España está llena de muertos en vida como él.

– De muertos en vida, como nosotras también -recalcó la ex novia.

– No, ustedes no. Para ustedes la vida, con sus mayores tragedias, fue una especie de historia contada por la radio.

– He pasado toda la vida con su recuerdo, Manuel.

– Y puede seguir. Nada tenía que ver su antiguo novio con el que acaba de irse. Aquél era un hombre, éste una piltrafa de la historia, un residuo más de la tragedia, que jamás podrá volver a su ser.

– No le entiendo, Manuel -dijo de pronto Alicia.

– Es lo mismo señorita. No era nada importante.

Encendieron la luz. María pasó mucho tiempo de bruces sobre el tablero de la mesa. Alicia, de cuando en cuando, aburrida, hacía solitarios. Plinio paseaba incansable por la habitación, fumando pito tras pito.

A eso de las once, Plinio trajo de la bodeguilla medio jamón, queso, un racimo de uvas y vino. Alicia lo preparó todo sobre dos platos que halló. Comieron sin pan y en silencio. María siguió en su modorra.

– ¿Usted cree que vendrán esta noche a sacarnos de aquí? -preguntó varias veces Alicia.

– Seguro. No se lo que tardarán, pero seguro.

Acabado el tentempié, Alicia consiguió que María se echase en la cama. Plinio y ella hablaron de cosas del pueblo. Hacia medianoche pasada, volvió a sus solitarios. Él recordó que tenía en el bolsillo una carta que le dieron al salir del hotel. La abrió, se caló las gafas y leyó para sí:

«Querido padre: ¡Ay qué ver cómo es usted! Tantos días en Madrid y sin mandar una letra. Claro, que como dice madre: usted no es hombre de cartas salvo en caso de mucha precisión. El otro día, nos dio un arrebatillo y a punto estuvimos de ir a verle. Pero luego, ya sabe usted, a la hora de arrancar, da pereza. Además, ¿a quién dejábamos el cargo del averío y demás?

»Me encontré a la hija de Antonio el Faraón y me dijo que llamó su padre y le dijo que lo estaban pasando muy bien. Dice madre que tengan ustedes muchísimo cuidao con él, que ya sabe cómo las gasta y lo picantón que es.

»Ayer nos dimos un azagón a colgar uvas de gallo que para qué. Las saneamos muy bien, porque había algunas picadas y hemos cubierto las cuerdas con plástico como usted dijo. A ver si hogaño nos llegan a la Pascua.

«Dice madre que no deje usted de comprarse el traje, no sea que den ahora en llamarlo fuera para descubrir casos y tenga que ir siempre con la misma ropa.

«Como ya refresca por las noches, no salimos a la puerta, nos quedamos viendo la televisión. Algunas veces se viene la hija de la Hortensia y nos hace reír mucho contándonos cosas de la partición de sus tíos. Milagrillo será que no acaben a farolazos.

«Sabrá usted que Adolfo el de la Ignacia se ha comprado un auto de esos menudos, seguro que con los cuartos de la vendimia, y no quiera saber cómo están. Todo el santo día metidos en el bote dando vueltas por el pueblo con la mujer y los chicos. Y cuando vuelve, aunque sea a medianoche, toda la familia se pone en la mitad de la calle a lavarlo y a darle brillo como si fuera el vedriado. Le digo a usted que no caben en el pellejo de puro ensanchaos. Claro que si con eso son felices, hacen muy ricamente.

»Madre está muy bien. Pero aunque no dice nada, como siempre le pasa en los cambios de tiempo, tiene sus amaguillos de reuma. Yo bien que se lo noto. Pero no es cosa mayor.

»El otro día su compadre Braulio me trajo un periquito. Lo he puesto en la jaula del canario de Canuto que se nos murió. Canta poco y basto, pero es muy alegre, sobre todo por las mañanas. Nunca había visto un periquito de cerca y da risa como tiene el pico de chato y de pegado al redor de la cabeza.

»En fin, no hay más que contar, padre. Avise cuando llega para que le preparemos comida o cena a su gusto; y que sea prontico, porque ya estamos ezpizcás por tenerlo en casa. Recuerdos a don Lotario, muchas cosas de madre y un beso de su hija. A.»

Plinio, llevado por la suavidad de la carta, recordó a sus mujeres, el patio, la amplia cocina donde hacían vida y aquel tiempo de pueblo sin sorpresas. Aquel vivir enfrascado, casi sin accidentes, de quietud en quietud, sintiendo los días como una rueda de luces que ni pesa ni suena. Todos los días la misma torre, el mismo poniente e igual música de saludos en cada esquina. Todo quieto y lúcido. Sólo la carne padece. Sobre igual paisaje las carnes adoban y resecan hasta emprender la muerte. Todo es un juego de pequeñas vueltas, de idénticos círculos, de parejas sombras, palabras, caras, fachadas, historias y torre. La plaza, con el Casino, la Posada de los Portales y el Ayuntamiento es el eje de esa ruleta de luces isócronas, de parejos saludos, de risas, campanadas, ladridos, y petardeos de coches. Don Isidoro se asoma a su balcón a las doce, poco más o menos. Manolo Perona que llega al Casino. El relevo de los guardias, la gente que viene de la compra. Todos los días a la compra. Don Saturnino, que va de visitas, al pasar por la plaza saca la cabeza por la ventanilla del coche para ver la hora. Los señores curas pasean por la glorieta con revuelo de sotanas. Si se muere uno, o se va, viene otro y luego otro, pero siempre hay a la caída de la tarde curas paseando entre pliegues de sotana. Las tinajas de vino cada año se llenan, cada se vacían. Las lonas del mosto cada año se manchan, cada se lavan. Ya llega la noche, la plaza se queda vacía y todos a la cama con cara modorra. «Sus mujeres» duermen. La Gregoria suspira. ¿Y su hija, la Alfonsa? ¿Hasta qué hora mira el rayo estrecho de luz que filtra la ventana?

Guardó la carta. Se asomó al ventanuco otra vez. Como daba exactamente a la trasera de la casa era imposible ver o que los viesen, como no la rodeasen. Detrás de la casa unos pinos viejos, yerbajos y la tapia lindera mal cuidada.

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