Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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– En treinta años… en treinta años… en treinta años -decía María con terquería infantil- no tuvo tiempo de avisarme… ¿Usted lo cree, Plinio? Ahora ya, ¿para qué? Mire, Manuel, mire mi cara llena de arrugas… ¿Dónde voy ya? -gritó de pronto con un énfasis dramático-. ¡Los hijos que yo pensaba! -y cayó de bruces sobre la mesa llorando con una bronca, oscura y hondísima congoja de… treinta y cuatro años.

Plinio interrogó con la mirada a Alicia. Y ésta se limitó a encoger los hombros como diciendo: «Pobre, es natural… No es como yo». Luego puso la mano sobre la cabeza de María:

– Tranquilízate, Mary… tranquilízate. Nunca es demasiado tarde-

Pero María se incorporó con los ojos duros, inundada de lágrimas, la boca apretada de rabia, y dijo con una voz destempladísima, chillona, casi ridicula, mirando la espalda de Puchades:

– Manolo, júramelo, ¡júramelo por tus muertos!, que nunca la quisiste. Que fue ella. ¡Que fue ella, a la fuerza! Júramelo…

El hombre no contestó. No se volvió. Se limitó a poner ambas manos sobre los vidrios del ventanuco con sorda desesperación, como tal vez hizo miles de veces para expresar su impotencia durante treinta años.

– Por favor, María, ¡cálmate! -gritó Alicia incorporándose también, intentando sentarla-. Por la memoria de nuestros padres, cálmate.

Pero la pobre María, tan menuda, tan pelirroja, sacaba una energía tensa, invencible.

– Júramelo!

Puchades seguía inmóvil.

Alicia la tomó entre sus brazos, y llorando, desesperada también, empezó a acariciarla, a besarle la frente:

– Mary, por mamá te lo pido. Anda, cálmate, Mary… Mary… mi hermanita.

Y la besaba con tanta ternura, con lágrimas tan dolorosas, que Plinio sintió la garganta seca y los ojos húmedos.

– Mary… Mary… por mamá te lo pido. ¿Qué importa todo…? Tú y yo, como siempre, en nuestra casa, en la casa de nuestra vida, de nuestros muertos.

Hubo un momento en que se ablandó la tensión de María y suavemente se abrazó a su hermana. Permanecieron unos segundos así, llorando, con sus cabellos rojicanos mezclados, los tejidos de sus vestidos iguales, mezclados; sus caritas pimentonas mezcladas, sus acordes sollozos al unísono. Por fin consiguió volverla a su asiento y quedó a su lado de pie, acariciándole el pelo, intentando ponérselo en orden.

El hombre permanecía obstinadamente en su sitio. Plinio maquinalmente sacó el tabaco. El último sol entraba como una lanza rasando el ventano y daba al cuerpo de Puchades un halo sanguíneo.

Así estaban las cosas, cuando se abrió enérgicamente la puerta por donde llegó Plinio.

Aparecieron doña Remedios del Barón y su madre. Esta empuñaba una escopeta de dos cañones. Por primera vez se notaba en su cara cierto gozo, y regusto en sus ojos. La situación, o el abrazo con la escopeta, conseguían aquel alivio en su semblante esquinado y rencoroso. Plinio, más allá de la situación, sonreía para sus adentros ante las dos mujeres vestidas de calle, tan majas y con la escopeta de caza. La Barona estaba serena, aunque no sonreía, diplomática y melosa según su costumbre. La vieja encañonaba concretamente a Plinio.

– Usted, quieto. Usted nada tiene que ver en este negocio -dijo la madre con voz muy ronca, de una ronquez, ya digo, gozosa.

Plinio, que se había levantado al verlas aparecer, quedó con ambas manos sobre el respaldo de la silla.

Y en seguida habló doña María de los Remedios del Barón con tono persuasivo y mirando a Puchades, que desde que llegaron las mujeres, sin dejar la ventana, había girado un cuarto hacia la puerta:

– Ya es la hora. Si deseas venirte tenemos el tiempo justo. Pero elige libremente. Que estos señores sean testigos de que no es por la fuerza. Estás en el momento de darle a tu vida el camino que quieras. Te vienes, o te quedas con éstas -y dijo «éstas» con un tic despectivo por primera vez en su rostro siempre diplomático. Puchades la escuchaba sin emoción, pero también sin timidez. Estaba casi firme.

– Durante treinta años, en las condiciones que no podías evitar por tus dichosas ideas, viviste muy a gusto conmigo. Luego, de pronto, sin saber por qué, las llamaste. Aquí las tienes. Elige, vuelvo a pedirte.

Por la cabeza de Puchades en aquel momento debía trepidar la lucha de comparaciones, de recuerdos y deseos, de odios y aspiraciones, que durante aquellos días de encierro común le habían martirizado de manera menos atosigante. Continuaba inmóvil e inexpresivo, sólo atento a su película interior.

– Usted, Manuel, que es de la Justicia -siguió la Barona mirando a Plinio-, pregúntele si se viene o no… Si decide quedarse, mi madre y yo nos marchamos ahora mismo.

Sobre el cutis blanquísimo de la Barona, sobre su pecho undoso, sobre los leves pelillos rubios de su labio y en sus ojos oscuros se advertía ahora un pálpito de ansiedad, de miedo.

Plinio parecía dudar. No le gustaba ser juez en aquel extraño y triste pleito. Mucha lástima le daban las Peláez, tan pequeñitas, amojamadillas, rojicanas, cariñosas y recordadoras, pero él, desde luego, si fuera Puchades y se dejara llevar por los pálpitos de la sangre, seguro, fijo, que se iba con la caldosa Barona… Ya vería lo que hacía con aquel virago de la escopeta… Pero con la Barona, sin marrar. Y más llevado por la cosquilla de sus pensamientos que por el dramatismo de la situación, se notó sonreír, o casi sonreír, o estar en la misma linde de la sonrisa, y mirando a Puchades apenas musitó:

– Usted verá, amigo… Aquí mi autoridad no tiene papel.

El pobre, antes de que Plinio acabase su frase, había decidido. Con mucha pausa, procurando no encararse con las Peláez, se inclinó, tomó una gruesa cartera que parecía ya preparada debajo de la cama turca, y sin decir palabra, arrastrando un poco los pies, como ausente de todo, sin mirar a nadie, ni a las que enfrente tenía, llegó hasta la puerta. Ellas le hicieron lado. Salió. La Barona dudó un momento. Por fin dijo un poco azarada a la vez que profundamente satisfecha:

– Perdonen por todo. Se lo ruego. Siento dejarlos encerrados, pero no hay más remedio. Cuando sea oportuno me presentaré a la Justicia. Adiós, Manuel.

Y salió con premura. La madre, sin dejar de apuntar, reculó hasta la puerta, dio un paso atrás y cuando estuvo fuera, tiró de ella con energía. Luego se oyó echar la llave a la puerta lejana.

Durante toda aquella escena Plinio no se ocupó de mirar lo que hacían las hermanas coloradas. Sólo sabía que permanecieron calladas, absolutamente calladas. Posiblemente, durante aquellos minutos, el corazón de María estuvo a punto de descolocarse, de salir de sus ejes. O tal vez no, o tal vez anestesiada después del berrinche anterior, vio todo como una presentida procesión de sombras… Pero apenas dejaron de oírse pasos y ruidos, María recuperó el sonlloro entre imponente y protestón, con esta letra:

– Lo sabía… Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía. -Y lo decía con las manos puestas en el vientre y balanceándose de atrás adelante, como si le doliera, o tomase fuerza para lanzarse al otro lado de la mesa. O si, hecha un cucunete, tuviese mucho frío.

»Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía-continuaba sin quitar los ojos de los naipes esparcidos sobre la mesa.

»Lo sabía…, lo sabía…, lo sabía.

El sol se fue hacía tiempo y la habitación quedó casi en tiniebla. Alicia sentada y con la cabeza entre las manos, tenía la cara borrada por las sombras.

Como si continuase un soliloquio largamente interrumpido, Alicia, aprovechando una pausa de la rabieta de su hermana, dijo:

– … Claro que después de llamarnos debimos avisar a la policía… Vinimos solas. Aceleradas, inconscientes… Le preguntamos por él a la vieja, que nos salió a abrir. «Estas señoras que preguntan por Manolo», dijo a la amante. «Que las ha llamado por teléfono.» «Ah, con mucho gusto, que pasen, que pasen.» A mí me extrañó mucho aquella amabilidad, pero era tanta la ansiedad de María… «Que pasen, que pasen, hagan el favor de seguirme y las llevo a sus habitaciones…, pasen, pasen…» Llegamos hasta la habitación donde están los quesos y las cubas, y nos encerró… Qué infelices, qué incautas. Siempre fuimos unas incautas, Manuel.

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