Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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Las tres personas que allí estaban, advertidas por los ruidos preliminares, miraban hacia la puerta. Plinio fingió sorpresa al verlos, quedó clavado en la entrada.

Los sorprendidos no acababan de reaccionar. Y más que asustados, pasada la primera impresión, dominaba en sus semblantes la desconfianza; el no saber quién era aquel hombre de traza pueblerina, ni lo que allí pintaba.

Las dos mujeres, sin moverse de su asiento, una con la baraja entre los dedos y la otra con las manos sobre la mesa, lo miraban sin pestañear; la boca entreabierta y las narices fuelleantes. El hombre, de pie, tenía francamente miedo. Un miedo antiguo, medular, inquitable.

– Les ruego que se tranquilicen… -dijo casi rezando el guardia, un poco tímido por la recepción-. Soy Manuel González, el que llaman Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, encargado de buscarlas, señoritas, aunque de momento me encuentre tan preso como ustedes,

Un recuerdo moroso pareció llegar al cerebro de las hermanas Peláez. Guiñaron los ojos y un amago de laxitud se apreció en sus caras.

El hombre, por ei contrario, seguía enconchado en su desconfianza, en su miedo zoológico.

– Plinio -le dijo al fin Alicia-. Recuerdo que papá hablaba mucho de usted.

– Papá y el periódico -añadió María casi jubilosa- ¿No fue usted el que el año pasado aclaró el caso de una chica extranjera que apareció muerta en La Hormiga? -Sí.

– ¿Y que le nombraron a usted algo importante?

– Sí, sí; el mismo.

– Nosotras -aclaró María con júbilo infantil- solemos recibir el diario de Ciudad Real y estamos muy al tanto de lo que pasa por aquellas tierras… Somos manchegas, mejor dicho, tomelloseras de adopción.

– Ya lo sé, ya. Por eso me han encargado a mí de buscarlas.

– Pero siéntese, Manuel, siéntese -le pidió Alicia, con cierto imperio risueño.

Plinio acercó una silla con aire confianzudo.

– ¿Usted se acordaba de nosotras, de nuestra familia? -le preguntó María con ternura.

– Perfectamente. Don Norberto era muy simpático… Muchas veces las vi con sus padres por los paseos de la Estación.

– ¡Qué tiempos aquellos! -suspiró María. Se hizo una breve pausa evocativa.

– ¿Y cómo ha dado usted con nosotras?

– Con paciencia y una serie de casualidades.

Plinio quedó mirando al hombre gordo y pálido, que parecía más tranquilo, aunque no exento de preocupaciones.

– ¿Y usted quién es, señor? -le preguntó con suavidad.

El hombre bajó los ojos hacia las Peláez, como consultándoles la respuesta.

– Es un antiguo conocido -intercedió Alicia cautelosa.

– Por favor, señorita, yo vengo a ayudarlas -dijo Plinio con gesto dulce y tranquilizador- Díganme su verdadera situación.

– Comprendo. Venía a libertarnos… y lo han encerrado también. De modo que la operación rescate ha resultado una birria -volvió Alicia incisiva y en su propósito de no responderle a Plinio.

– No opino lo mismo. Alguien sabe dónde estoy y lo más seguro es que esta misma noche nos saquen de aquí a todos… Quiero decir a ustedes dos y a mí. Porque el señor, no sé si es preso… o carcelero.

El aludido bajó los ojos, cada vez más nervioso.

– A ver si es verdad y salimos pronto de este mechinal -dijo Alicia limpiándose con menudencia unas motas de polvo que solamente ella veía y terne en no recibir las indirectas de Plinio-. Tengo ganas de volver a casa. Estará aquello manga por hombro.

– No crea -aclaró Plinio-, la Gertrudis lo tiene todo muy en orden. Salvo las cervezas que tenían en el frigorífico y unos tacos de jamón que nos sirvió en varias veces, todo está como lo dejaron ustedes.

– No me fío, no me fío. La Gertrudis, cuando no se está encima, es muy chapucera.

En vista de que no había forma de identificar al caballero gordo y pálido por vía directa, Plinio cambió de táctica. Y mientras manipulaba un caldo preguntó con severidad policiaca:

– ¿Y por qué motivo vinieron ustedes a parar a esta casa?

Las Peláez de nuevo se consultaron con los ojos. María, dubitativa. Alicia, con energía, imponiendo silencio. El hombre deschaquetado dio un paseo corto, mirando con extravío al suelo.

Plinio, sin perder aquella severidad de servicio últimamente adoptada, se puso de pie y apoyando ambas manos en el respaldo de la silla añadió con tono de sentencia:

– Si se obstinan en callar, me es igual. Mañana, si no puede ser esta noche mismo, tendrán que declarar en la Comisaría absolutamente todo… Yo, en lo posible, trato de ayudarlas y aliviarles los trámites más enojosos. Pero están en su derecho de no decirme nada. Ustedes sabrán por qué no hablan.

– Vinimos porque nos llamó él -dijo de pronto María en un arrebato infantil, al tiempo que miraba con los ojos lagrimosos al hombre gordo, que, desazonado por estas palabras, se fue hacia el ventanuco y se agarró con aire avergonzado a los barrotes.

– ¡María! -le gritó Alicia, descompuesta.

– ¿Y él quién es? -cargó Plinio con energía.

– Manolo Puchades, mi novio.

Plinio no se inmutó. Alicia se dio por vencida. Puchades apoyó la frente en los hierros.

– Las llamó, ¿para qué?

– Para que lo sacásemos de aquí, del poder de esas harpías.

Plinio, lentamente, avanzó hasta situarse detrás de Puchades, casi rozándole.

– ¿Y usted, Puchades, por qué está en esta casa? ¿Por qué lo retenían?

Mientras María, por fin ayudada por Alicia, empezó a resumirle a Plinio las causas y razones que pedía, Puchades, sin variar su postura, velozmente repasaba, una vez más, la curiosa historia de sus últimos casi cuarenta años.

«Se recordaba en el año 1932, en la Escuela de Veterinaria, miembro de la FUE. Su madre se empeñó en que tomase aquella carrera, porque un hermano suyo, veterinario muy acreditado en un pueblo de Toledo, había ofrecido traspasarle titular e igualas si seguía sus mismos estudios. Empezó medicina, y cuando la tenía casi mediada, presionado por aquellas promesas, incapaz de disgustar a la madre, pasó a la Escuela de Veterinaria. Era uno de los alumnos más talludos y menos avocados. Tampoco le apasionó la medicina. Su verdadera inclinación era la política. Mejor dicho, el periodismo político, el discurso, la propaganda. Porque la verdad es que reconocía su ingenuidad, su falta de dobleces y astucias para ejercer un cargo de poder. En la Facultad de Medicina fue miembro destacado de la FUE. En la Escuela de Veterinaria, mandamás desde el primer momento. Su madre pertenecía a una familia conservadora y muy religiosa. Su padre, sin embargo y a pesar de ser militar, era, como entonces se decía, un «republicano de placenta». La proclamación de la República resultó una verdadera fiesta en su casa. Todo fue exaltación y esperanza, sin otra sombra que los comentarios displicentes de la madre, que poco a poco se resignó a la nueva situación. Recordaba su ingreso en el partido de Azaña, sus soflamas en la Escuela, intervenciones en las reuniones de izquierda Republicana, sus artículos entusiastas, su vida tan vibrante y activa en aquellos años. Todos los días que le era posible asistía a las sesiones del Congreso… Un domingo en El Escorial, acompañado de otros dos correligionarios, tuvo la oportunidad de charlar con don Manuel Azaña, su esposa y Rivas Cherif, que pasaban allí el día. Fue concretamente, nunca lo olvidaría, en el edificio del Instituto Escuela, frente al Monasterio.

»En el bar Capitol tenía una tertulia después del almuerzo. Allí conoció a don Pío Baroja, y a Julián Ramales, alto empleado del Ministerio de Hacienda, natural de Tarancón, también republicano, aunque no militaba en ningún partido. Estaba recién casado con una ricacha de Tomelloso mucho más joven que él y de apellidos muy rimbombantes. Después de las elecciones de febrero de 1936, Ramales se mostraba algo reticente ante los entusiasmos de Puchades, pero nunca se aflojó su gran amistad.

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