Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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Como no se aclaraba del todo con las indicaciones recibidas, Plinio volvió a la plaza y preguntó por Villa Esperanza a un guardia de la circulación. Lo enderezó bien y llegó en seguida. Era uno de los típicos chalets del Carabanchel de principios de siglo. Grandón, de ladrillo grana-humo, con una sola planta y sótano. Lo rodeaba un razonable jardín abandonado, con una murallita de tapial enjalbegada en sus lejanos tiempos, y cerrado por una verja alta con puerta de hierro pintada de verde desvaído. Plinio, primeramente pasó de largo para explorar el terreno. Su idea era buscar un lugar desde el que observar el chalet a su sabor, pero no halló dónde. Enfrente había un murallón de ladrillo medio derruido. A los lados y detrás, cascote, hierbas y papeles viejos. No veía otra solución que entrar directamente. Tocó un timbre muy alto que vio junto a la verja. Al rato se abrió la puerta del distante chalet y apareció una mujer vieja, con ademanes enérgicos y mal encare. Debía ser la madre de doña María de los Remedios.

– ¿Llamaba usted? -dijo casi a voces.

– Sí.

– ¿Qué quiere?

– Visitarlas. Soy del pueblo.

La mujer quedó indecisa, pero en seguida, tras ella, apareció doña Remedios. Miró entornando un poco los ojos hacia la verja y al reconocer a Plinio se sonrió. Y vino hacia él con aire de gusto.

– Manuel. ¿Y cómo usted por aquí? -decía mientras se acercaba.

La vieja se entró. Doña María de los Remedios abrió la verja con la llave que estaba puesta.

– Pase, pase… Nos vamos de viaje, pero todavía hay tiempo.

– Era por el solo gusto de saludarla.

– Pase…, pase.

– ¿Van al pueblo?

– No, a los baños. Mi madre tiene una artritis muy mala y siempre por estas fechas vamos a un balneario.

La señora, en efecto, iba muy vestida. Su cara parecía clara y despejada, sin aquellos sofocos que le vio en el viaje. Blanca la piel, negrísimo el pelo, siempre sonriente y un poco abultada sin llegar a gorda, a Plinio le seguía pareciendo que estaba muy buena a pesar de sus cincuenta corridos.

En el zaguán había varias maletas.

– Siéntese usted aquí un poco -le dijo ofreciéndole un sillón de mimbre del año que él fue quinto y que estaba en el mismo zaguán.

Plinio tomó nota del recibimiento tan provisional que se le hacía. Las dos mujeres de pie ante él, lo miraban cada cual con su gesto. La hija con sonrisa gachona y la madre con cara del que se enjuaga con vinagre.

– ¿Quiere usted una cerveza, una coca-cola o algo?

– Me conformo con un poco de agua.

– No faltaba más, le daré coca-cola.

Y las dos mujeres, un poco atropelladas, marcharon juntas a por la coca-cola. En el zaguán no había más luz que la que entraba por el montante de la puerta que daba al jardín. A su derecha, unas cortinas que debían comunicar con un comedor o sala de estar. Las seis maletas que estaban junto a él eran flamantes y de un corte tan moderno que desentonaban de aquel lugar y menaje, que muy bien podría parecer una casa de compromiso de la época de la Dictadura. También había dos maceteros de loza esmaltada, muy descascarillados. El silencio absoluto y campero sólo era interrumpido por el vientecillo que de vez en cuando movía unos cables flojos que asomaban por el montante.

Por fin apareció dona María de los Remedios, trayendo en un plato muy chico la botella del refrescante y un vaso. La madre volvió a quedar en segundo término.

– Tome, Manuel… ¿Cómo es que les ha dado a ustedes los de Tomelloso por venir a esta casa? Ayer estuvieron aquí don Lotario y ese corredor de vinos gordo que no me acuerdo cómo se llama. Me dio mucho gusto verlos. Y hoy usted.

– Sí, ellos me dijeron que tenían ustedes una casa muy hermosa -añadió con intención y mirando hacia dentro.

– ¡Uh!, qué lástima. Lo fue en tiempos. Cuando la hizo mi suegro… Ahora, ya no está de moda y resulta demasiado grande para nosotras.

Plinio tomó un par de tragos del refresco y encendió un celta. Hubo un momento de silencio. Doña Remedios parecía pensar, aunque sin perder su sonrisa, y por fin:

– Pase, pase por aquí, Manuel -dijo corriéndole la cortina y dando la botella y el vaso a su madre.

»Mire, esto es lo que llamamos el salón, aunque el pobre está ya bastante estropeado.

En efecto, todo tenía aire de abandono y una falta de gusto total. No estaba sucio, pero se veía que en aquella casa no se arreglaban las averías. En el llamado salón había una cama turca coja, de la época de Greta Garbo, y unos sillones de cuero como de oficina. Un piano vertical y el musiquero lleno de partituras amarillentas.

La madre los seguía y quedaba en las puertas, zaguera, con gesto huraño y desconfiado.

– Éste es el comedor.

Era estilo español, horrendo, con cobres y platas que parecían sacados de una chatarrería. Las bombillas de la lámpara de madera eran débiles y daban luz de panteón a aquel comedor escalofriante.

– Éste era el despacho de mi suegro y luego de mi marido.

Pendiente del techo había un jaulón dorado, con un loro disecado que debía esconder entre su plumaje polvo de la guerra civil y antes. Otra vez el llamado estilo español. Ese conjunto de muebles catafalco, llenos de caras y pezuñas, de solemnidad aterida, de infierno a la española tallado por curas pristinísimos. Con sus patas y columnas intestinales, todo tan lúgubre e inquisidor.

– Aquí están los dormitorios -dijo señalando las puertas sin intención de pasar.

Plinio caminaba entre las dos mujeres. Doña María de los Remedios, delante, haciendo de cicerone; y de escolta, como un penitente silencioso, la vieja. Pasaron un corredor grande, con plantas de invernadero y sin otros muebles que las dichosas butacas de mimbre. En aquella casa parecían aficionados al mimbre…, mimbre ya color caramelo, con almohadas de cretona.

«Aquí, tal como están las cosas no hay más quiñones que dejarse enseñar la casa -pensaba Plinio-. Lo importante es no perderlas de vista. Aunque sea bajo un terrón de las ruinas de enfrente, yo aguardo hasta que emprendan viaje. Y las sigo hasta el Sinaí. No sé a que viene este empeño de enseñarme el ajuar. Si no hubieran hecho igual con don Lotario y el Faraón era para mosquearse. No parece sino que fuésemos a comprarla o… quisieran demostrar que sólo viven ellas.»

– Madre, vuelva y hágale un cafetillo a Manuel -dijo doña María de los Remedios sin volver la cabeza.

Plinio notó que la vieja se detenía, y al cabo de unos segundos, sin decir palabra, volvió sobre sus pasos. Al final del corredor-solanera, había tres escalones y una puerta de cuarterones que abrió la guian ta:

– Y aquí tenemos la bodeguilla y los quesos del pueblo y la matanza. Mire usted. Me los trae la recadera o los amigos de allí… En esa pipa hay un vino añejo de no sé cuántos años.

Plinio pasó entre los estantes con botellas, bombonas, tonelillos y quesos en aceite. Había también una orza con tomates en sal y otras con chorizos en aceite. Del techo pendían jamones y hojas de tocino, cuerdas de uvas del año y melones chinos. La pipa del vino rancio tenía unas letras ilegibles grabadas sobre el fondo visible.

Como la señora vio que Manuel se inclinaba con intención de leerlas, encendió la luz alta:

– Se lo regalaron a mi padre por no sé qué favor que hizo a una familia muy sonada del pueblo. Mire, aquí lo pone…

Plinio se agachó más y encendió el mechero.

– Sólo leo: «1924 co… mo… re… cuer… do… de…»

De pronto oyó un portazo y el chirriar de la llave.

Volvió la cabeza rápido.

Doña María de los Remedios del Barón había desaparecido.

«¡Gilipollas! -se gritó-, he caído como un novato. Me cagüen-la… Toda la vida de listo y ahora mira. Ni pálpitos ni leches. Si estaba tirao, si la cosa estaba tirá, la lechazas delante y la vieja detrás; que si mira esto que si mira lo otro, hasta la ratonera. Y la verdad es que estuve a punto de plantarme y suspender el recorrido; hubo su amago de palpito, pero la Barona dijo a su madre que me preparase el café y me tranquilicé…»

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