– ¡Hale!, muchachos, al galiano pastoreño. Venga Velasquete, no diréis que no somos buenos -proclamó el Faraón- que habéis venido a sopatalega y os encontráis con una comida en regla.
– Pero invitamos nosotros -saltó Luis sentencioso.
– Tú aquí no invitas ni a cañamones, niño bonito. Tarde y noche hay por delante para que siembres bíiletones hasta el hastío, que hoy vamos a currelar por el Madrid ye-yé… hasta la hipoteca del quiñón. Y además, el que suscribe, va a echar el chorizo en aceite. Eso fijo y firmao.
– Estás enloquecido, Antonio -le avisó Plinio.
– Ni enloqueció ni na'. Que me siento joven y prepotente. Priapista total.
– Tú que va, presunciones -le pinchó Jacinto-. Al segundo rodeo, si llegas, zurrapa.
– Y además, si con esa barriga no te ves el alijo -le añadió Luis.
– Si eso no es para verlo, muchacho, sino para la intromisión y el solaz. Tampoco te ves el estómago y mira que gusto que da sentir llegarle los galianos, las presas lebreles, el vino granate y el caldete espesorro. ¡Ay Dios mío!, comer, beber y darle lo suyo al rodal del regocijo. Eso es vida. Todo lo demás, convenios colectivos.
– Desde luego, Faraón, el vino te hace efecto al contao -lo pinchó Jacinto.
– Y a ti, anda leñe, que ahora mismo tienes los ojos bombeando. Lo que pasa es que yo soy más orador y aparatoso. Si no fuese por el vino administrao, se pasaría uno la jornada blanqueando el nicho. Él, barre recochuras y pone la risa a flote. Da corriente a los nervios, despabila la bellota, hace buenos a los amigos, y a todas las mujeres comestibles. Enferia el corazón y lo calienta. Te llena los toneletes de leche. Deshollina el riñon, te quita peso, encarga palabras, llama chistes, caldea los ojos, ensalsa la lengua, y te pone la vida como un haz de alegrones. Beber con tiento es volverse mozo, ver las corridas llenas de flores y sentir las manos con ganas de teta y los pies bailones. El vino es la sangre que mensila el gran papo del globo terráqueo. El mero caldo de la creación humana. Todo lo grande de esta vida se hizo al correr del vino. Los árboles cabezones, las mujeres caldosas, los jardines cachondos, los animales valientes, los pájaros sin ley, las perdices tintorras, la carne de cabrito desollada, el aceite que fríe, el muchacho que bulle entre pañales, la mañana que rompe la ventana, el sol que a la caída entomata los vidrios, los volcanes de yeguas desbocadas; todo lo bueno y grande de la vida es por el brío del vino…
– Cómo se ve que es corredor de caldos -dijo Jacinto tímidamente, porque el Faraón, como inspirado, entre bocado y bocado, entre vaso y vaso, seguía sacándose versículos dionisíacos.
– … Cuando a uno le viene el tetelele y lo rodean de cirios, es que perdió el auxilio vinatero. El impotente, descuidó la frasca. El que ve negra la vida, tiene el remedio en la cuba. El agua viene del cielo y el vino del carajón de la tierra. No hay cine como vaso al trasluz. Ni son como el chorro de la bota. Límpiate la conciencia con cerveza, y después, paso a paso, haz tuya la frasca. Bebiendo y hablando se hace uno hombre. Bebiendo y cantando se dispersa el pesar. Un vaso de vino sobre vientre de moza, ¿qué más quieres compañero?
– Ay qué tío, si va a resultar más poeta que Braulio -saltó Luis.
– … No hay como estar sobre una tinaja al caer la tarde…
Los misterios de Carabanchel
Acabada la comida, tomado el café y despuntado el faria, a Plinio le dio mohína. Y claro está, dejó de interesarle tanta risa, aspavientos y redoble. Siempre le resultaba sospechoso el excesivo jolgorio. Era la manera más infantil de sacudirse la pez de la vida y el sombrón de la inanidad. Es muy pesada viga para que al que más y al que menos le guste quedarse solo consigo, mirándose la punta de los zapatos, las transparencias de lo pasado y el seguro cansino porvenir. Y la gente, claro, se arrima a las barras de los bares, saca gestos de falso poder, voces del ser fuerte que soñó, cuenta historias con mozas del don Juan hermosísimo que no fue y siempre que le dan baza, hace su propio teatro y representa los papeles deformados del que se pensó. Y así va la vida. Cada cual y en cada día, se echa a la calle con el reparto de figurantes de sí mismo y su repertorio de fábulas consoladoras. Sólo unos cuantos, muy pocos, los auténticos, los conscientes de su propio hueso, de su triste caída de ojos y de la medida y trazo del charco de su sombra, están conformes con su gesto y con su alma. Como él tal vez. Plinio nunca se tuvo lástima. Ni lástima ni admiración. Un día se lo preguntó don Lotario: «Manuel, ¿tú no te das lástima algunas veces?». «Ni me doy lástima ni gusto -le respondió-. Me recibo con naturalidad. Sé que me tengo que dejar. Hago en la vida lo que quise hacer. Ni más ni menos. Y sé que lo que hago es tan mentira como lo que veo que otros hacen. Pero hay que tenerse un poco de transigencia y aceptar la mentira que nos cayó en suerte, que nos vale y remedia. Y usted, don Lotario, ¿se tiene lástima?» «Tampoco, hermano, y gracias a ti. Hay dos clases de personas: las que para aguantar la vida necesitan algo. Como tú. Y los que necesitan a alguien. Como yo.» «¿Y quién le dice que yo no lo necesito a usted?» «Ya lo sé, Manuel, pero de otro modo. Yo te necesito como todo. Tú me necesitas como mirón que no falla. Tú gozas enseñándome tu razón. Yo, contigo y con tu razón, porque si tu razón fuese otra, de igual modo sería tu pareja.»
Cuando Plinio regresó desde las altas cámaras de su pensamiento al Mesón del Mosto, notó que el veterinario lo observaba. Y se inclinó para decirle al oído:
– Voy ahí al café Comercial a dar una cabezadilla. Con los galianos y tanto vino estoy un poco bombizo. No sé qué haré después. Si cuando levanten ustedes la sesión no le he llamado, acérquese usted por allí.
Se despidió de todos pretextando faena y marchó. Se sentó en una mesa apartada y luego de pedir un cortado intentó dar una cabezada, pero no atinó con el sueño. La mohína y modorra que le llegó después del almuerzo tenía su aquel profesional. Con el puro entre dientes y la mano en la mejilla miraba el tráfico de la glorieta de Bilbao. Los coches no dejaban ver las cosas. No deseaba, ni por pienso, volver aquel día a la casa de las de Peláez. ¿Para qué? «En serio, Manuel, hablando muy en serio, este caso está terminao.» No tenía un mal viento que le picase en la nariz. «El comisario habría llamado por teléfono a Augusto Figueroa para ver en qué había parado lo de las huellas digitales, según quedaron. Era igual. Novillo andaría otra vez repartiendo encargos de marquetería o a lo mejor ya estaba en el café Nacional con su periódico delante. Y el imbécil de José María, después de trasladar la causa de la desaparición de sus primas a un noviazgo de hacía treinta años, estaría en su casa nadando en gusto, mirando y remirando los cuatro sellos que birló de la caja de caudales, la que estaba detrás del cuadro de su tío Norberto, padre de las hermanas coloradas, el que fue notario de Tomelloso, luego de Madrid, viajó a Roma, escribió cartas y se murió una tarde.» Pasó un hombre vendiendo periódicos y compró uno. «A ver si decía que aparecieron las hermanas coloradas, violadas, junto al Pozo del tío Raimundo. Lo mejor sería irse al hotel y acostarse a ver si pasado el sopor de tanta grasa y caldo se revenía alguna idea, y si no, qué leñe, al día siguiente devolverle el caso al comisario, encargarse el traje en casa de Simancas y largarse a Tomelloso. Sería lo mejor.» Pagó. Tiró el periódico, y fue al teléfono para darle a don Lotario parte de su plan.
Comprada la ficha, ya en la cabina, al tomar la lista para buscar el número del teléfono del Mesón del Mosto vio sobre la cubierta escritos varios números con letra desigual. Volvió a su memoria la lista de las hermanas coloradas…, su espera en el Nacional, la vuelta de don Lotario y el Faraón; doña María de los Remedios del Barón, la de los recios calores, la de la carne de teta, la del otoño encendido en su jaraíz. Qué raro todo. Qué extraño telegrama de sangres le llegaba, que de pronto se sintió despejado, ligero, casi lírico. Era la última diligencia que le quedaba por hacer. Sintió los poros anchos. Buscó el número. Llamó al Mesón.
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