Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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– ¿El qué?

– Yo comprendo que es ridículo -añadió bajando los párpados blancuzcos- pero cada uno es como Dios lo ha hecho… Y ellas son muy suyas. Muy sí y muy no.

Calló de nuevo y otra vez se puso de perfil hacia el balcón, cual si esperase de la calle el resto del discurso.

– ¿El qué? -insistió Plinio, con tono infantil.

– Ellas lo guardan todo, pero todo. Siempre les digo: «Sois unas guardilleras». Y se ríen. Guardan. Guardan hasta las cartas de los abuelos cuando eran novios… Y hay cuatro cartas con un sello de 1865 que los filatélicos llamamos: «doce cuartos, azul y rojo. Marco invertido»… Que se las llevo pidiendo toda la vida… Las cartas, no. Los sellos. ¿Para qué los quieren ellas si no son filatélicas? Nunca me los quisieron dar. Valen unas setenta mil pesetas cada uno. Yo estaba dispuesto a pagárselos. Me interesaban para mi colección… Nunca quisieron. Se reían. «Ya los tendrás todos.»

– ¿De modo que era eso? -exclamó Plinio desinfladísimo.

– Ya los tengo colocados en mi álbum. No he podido resistir la tentación. Comprendo que es una villanía aprovechar la ausencia de las pobres primas para hacerse con los «doce cuartos», pero ha sido más fuerte que mi voluntad… Se los devolveré mañana o pasado.

– Por mí puede usted quedarse con ellos -dijo Plinio levantándose sin disimular su desilusión-. ¿Fue usted quien llamó ayer tarde al hotel preguntando por mí?

– Sí.

– ¿Y usted también sabía dónde estaba la llave de la caja?

– Yo tengo una llave de la caja. -Y la mostró pendiente de un llavero pequeño.

Bajaron los tres en silencio por la escalera de mármol.

– No te jode -gritó Plinio, así que José María tomó un taxi- la que nos ha armao con los sellos de la mierda.

– Y que digas. Esto es la órdiga.

– Ganas me han dado de atizarle un bofetón a cruzaboca, cuando ha salido con los «doce cuartos». Maricón, coño… Y que nos ha dejao otra vez con na' entre las manos. Como estábamos. Con el caso en pañales. A ver qué hacemos ahora. Si de la casa de doña Remedios del Barón tampoco resulta nada, como me temo, mañana cogemos el coche de línea y a Tomelloso querido, a hacer puñetas.

– Mañana te tienes que encargar el traje.

– ¡Miau!

– Pero bueno, Manuel, ya estás otra vez con tus pesimismos famosos. Cuando no te salen las cosas tan rápidas como tú quieres, la rabieta y cataplum, todo a tierra.

– Que rabietas ni qué cuernos, si es que aquí no hay nada que hacer. No ve usted qué familia. A las gilipollas esas a lo mejor les dio el telele extravagante de irse a la India a curar leprosos y nos estamos aquí tocando el violón hasta el siglo futuro… Te parece si la que nos ha armao el pasmao ese con los sellos… La vergüenza que me da a mí ahora pensar en las tazas y en las cucharillas metidas en los sobres, cada una con su nombrecito… Le digo que…

– Ay Manuel, que me troncho. Que sólo tienes gracia de verdad cuando te cabreas.

– Y a ver con qué jeta voy a decirle yo ahora al comisario que tanto aparato de huellas «datilarias», como dice la Gertrudis, sólo ha servido para encontrar cuatro sellos de «doce cuartos»… Si es que tengo la negra con las huellas digitales. Cada vez que las tomo en cuenta, ¡zurrapa!

Don Lotario se reía tanto y con tales aspavientos, que algunos transeúntes lo miraban con gusto.

– Lo que más gracia me ha hecho es eso de imaginarte los sobres con el rotulillo y la taza dentro.

– La taza, el plato y la cuchara. Leche. ¡Qué ridículo!

– Anda, por favor, calla, que no puedo más.

Cuando se serenaron los ánimos de uno y las risas del otro, tomaron un taxi y marcharon al Mesón del Mosto donde habían quedado con el Faraón.

Los esperaba en la barra hablando con la dueña y entreverando el vino blanco de Tomelloso con asadurillas fritas con ajos. Tenía el morro aceitoso y comía con mucha degustación y movimiento de carrillos.

– ¡Coño, ya están aquí los de la justicia! -exclamó al verlos-. Ponles primero cerveza para regar la plaza y asadurillas abondo, que siempre fueron estos golosos de fritanga.

Después de saludar a los de la barra y leer los carteles alusivos a Tomelloso que allí había, Plinio preguntó si estaban ya preparados los galianos con liebre que les prometió Antonio el Faraón.

– Sí señor -dijo la dueña-, que esta mañana llegaron las tortas de pastores en el coche de línea y dentro de unos minutos, como me pidió aquí el señor Antonio, estarán listos.

En éstas estaban cuando unas bocas asomadas en la puerta empezaron a cantar:

Somos manchegos,

tomellosanos,

los que cantamos

con frenesí,

a la victoria

que conquistaron

quien nos legaron

tan rica vid…

– ¡Pero bueno, de dónde salís vosotros, gavilla de camastrones! -les gritó el Faraón.

Y los cantores, desafinados, Luis Torres, Jacinto Espinosa y Manolo Velasco, continuaron con el «frenesí» que pedía la letra. Mejor dicho, sólo cantaban Luis y Jacinto, porque Velasquete se limitaba a sonreír con timidez.

… Hidalgo pueblo,

por laborioso,

bien te mereces

este laurel.

Tus fieles hijos

de Tomelloso,

de ti seremos

heraldo fiel.

– Venga, cansinos, entrar de una vez y dejaros el himno en la puerta -insistió el Faraón. Pero los líricos, que venían terquísimos y un poco chateados, seguían sin destapar la puerta y enlazados por los hombros:

En lo que fue infecundo

del Tomillar del Oso

levántase imperiosa

nuestra gran población.

Emporio de riqueza

es nuestro Tomelloso,

que a bravas mocedades

debemos su creación.

Po, Po, Po, Po…

Somos manchegos…

– Pero ¿vais a empezar otra vez, so virulos? Ya ha estao bien de himno patrio. Venga, entrad y tomad algo.

– Si está aquí el agente Cipol de Tomelloso -exclamó Luis Torres dirigiéndose a Plinio con la mano tendida.

– Y el Cipol don Lotario… y el Faraón. El no va más en nuestro pueblo en materia de crímenes, robos y cachondeo. Y esto último va sólo por Antonio -completó Jacinto echándoles las manos.

Así que pasó un poco la euforia de los saludos, se añadieron al vino, a la asadurilla y otras golosinas del diente y el galillo que allí preparan para facilitar el trago.

– No hay como estar contento -dijo de pronto Luis Torres, dándole al Faraón en la espalda.

– El vino ayuda mucho a la contentación y al cipoteo. Eso es viejo -glosó el gordo.

– Tú estás muchas veces contento, ¿eh, Faraón? -le preguntó Jacinto.

– Yo, pase lo que pase, toas las fiestas, vísperas de fiesta, jueves y demás días de entre semana. No tengas cargo que me voy a morir de un berrinche por cualquier cosa. La vida dura menos que un gargarismo y siempre que no puedas montar gamberras güenísimas, no hay como apescarse a la barra de un bar con cuatro amigos juguetones, y ensilar hasta que el ombligo se ponga rojo-peligro. Todo lo demás, leche y picón.

– No hay como estar contento, sí, señor -repitió Luis-. Venga, Adela, echa otra ronda, pero sin pulso. ¿Usted está contento, Manuel?

– Yo no soy muy extremista. Ni me enserio mucho ni me río demasiado. Todo lo llevo con aire un poco distante y de buen conformar.

– Éste es vino con sifón, pero con mucho aguante -reforzó el Faraón-. Sin embargo, don Lotario, cuando se pone frenetiquillo, arpeo prisosísimo…

– De todo hay en la viña del Señor -dijo don Lotario mirando a Plinio.

Velasco se rio dulce mirando al veterinario y éste hizo un gesto ambiguo como si no le gustara hablar ante Plinio de sus euforias extraoficiales.

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