Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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»Por su padre conoció a la familia Peláez. Un día lo acompañó a la notaría de don Norberto para obtener ciertos poderes. Entró su padre solo, él quedó en un antedespacho. Mientras lo esperaba llegaron María y Alicia. Como don Norberto les tenía prohibido pasar a su despacho cuando estaba con alguien, permanecieron largo rato donde Manolo Puchades. Allí empezó su conocimiento y amistad.

»Le hicieron gracia las dos hermanas casi por igual. Tan menudas, ágiles, infantiles e ingenuas. La que hablaba más y con más ingenio era Alicia. Pero en seguida apreció en María cierta dulzura contemplativa y suave sonreír que le caló más hondo. De manera que, desde aquella tarde, escuchaba a Alicia y miraba a María. Con permiso de don Norberto, claro está, las visitó varias veces, y muy pronto, las tardes que le dejaban libres sus afanes políticos, salía de paseo o al teatro con ellas. Entre sus amigos, él las llamaba «sus» novias. Alicia llevaba muy a gusto su tercería y si era preciso se hacía la distraída. En el teatro y el cine, cuando veía de reojo que los novios se cogían de las manos o se miraban encandilados, mostraba un desusado interés por lo que pasaba en el escenario o la pantalla. Aunque las relaciones se formalizaron con el visto bueno de todos, a pesar de ciertos reparos a la exaltación republicana de Manolo, nunca salieron sin Alicia. Sus únicas oportunidades de estar solos eran al volver a casa. Alicia se despedía de él y la pareja permanecía unos minutos en la puerta de la calle. Cuando a primeros de julio de 1936 la familia Peláez marchó de veraneo a San Sebastián -Pucha- des los visitaría en agosto-, el balance de caricias compartidas se reducía a dos besos furtivos en la mejilla… ¡Ah! Y a una vez que María le pasó la mano por el cabello. Puchades recordó mil veces con ternura aquellos contactos infantiles.

»Acabó la carrera en junio de 1936 y la boda estaba oficialmente concertada para la primavera siguiente. Él pasaría unos meses en el pueblo de la provincia de Toledo, junto a su tío, practicando hasta hacerse cargo de la clínica.

»Le quedó como una fijación obsesionante la despedida en la estación del Norte. Las dos hermanas Peláez asomadas a una ventanilla. Los padres a otra.

»-Ya sabes. Tienes la habitación reservada para el día primero de agosto.

»-Allí estaré.

»Cuando dieron las campanadas de salida, estrechó la mano a todos. Durante unos segundos retuvo la de María.

»- Hasta agosto, Manolo.

»- Hasta agosto. Escríbeme en seguida.

«Arrancó el tren suavemente y las manos de los cuatro miembros de la familia Peláez aleteaban con ritmo muy parejo.

»"¡Hasta agosto!» Cuántas veces, en aquellos treinta y tres años, soñó con aquella arrancada del tren, camino de San Sebastián; con aquellas ocho manos que vibraban en el aire calino, con aquella voz que le despertaba sobresaltado: "¡Hasta agosto…!". ¿Hasta qué agosto, Dios mío, hasta qué agosto?

»Apenas estalló la guerra, Puchades se encuadró en el partido socialista y fue un verdadero activista. Desde el periódico del partido, la radio y en múltiples viajes por los frentes, era incansable. Al regreso de uno de ellos encontró a su madre de cuerpo presente. Cuando movilizaron su quinta se incorporó como teniente veterinario, aunque su función fue principalmente de tipo político.

»Raro fue el día, durante tantos años de encierro, que no recordó tipos y escenas de la guerra. Fueron sus últimas impresiones de ser activo, "desenterrado", y le venían y revenían mil veces a la recordativa, sin perder su patetismo, pero con un halo nostálgico y juvenil.

»Su padre marchó destinado a Barcelona y Puchades quedó solo en Madrid. Poco a poco fue cambiando de amigos y hábitos. Julián Ramales, también movilizado, le escribía de tarde en tarde. Una o dos veces por año, a través de la Cruz Roja, le llegaba un breve mensaje de María Peláez.

«Cuando, reclamado por el Gobierno, se disponía a marchar a Valencia, cayó con el tifus. Mal atendido, pasó casi tres meses en el hospital. A principios de marzo de 1939, un buen día, sin que nadie le diera el alta, marchó a su piso. Lo encontró abandonado y sucio, y bajo la puerta una carta de un amigo que le comunicaba la "desaparición" de su padre después de la toma de Barcelona. Casi a rastras, tuvo que volver al hospital. Un médico joven se hizo cargo de él, lo instaló en una habitación especial y en un par de semanas lo dejó en condiciones de volver a sus ocupaciones. Pero ¿a qué ocupaciones? Todo estaba perdido. Camino de Valencia y Alicante, sus compañeros de trabajo y superiores marchaban cada día. A Puchades le ofrecieron oportunidades para salir de España, pero no se encontraba con gana ni fuerzas para nada. El más modesto proyecto le parecía irrealizable. Se limitó a almacenar en su piso una cantidad respetable de suministros, y pasó aquellos últimos días de la guerra sin pensar en nada, leer periódicos o escuchar radio. Permanecía horas y horas en la cama. Comía cualquier cosa fría, y si acaso por la tarde se echaba a la calle, hasta acabar en algún cine o café. No supo tomar conciencia de la situación en aquellos días clave… ni en los treinta años que siguieron. El tifus y el derrotero de la guerra lo dejaron varado, flotando, a merced de la voluntad más próxima. Su voluntad murió hacía justamente treinta primaveras. Y no volvería. Quedó enterrada con las banderas revolucionarias, con los cuerpos de sus cantaradas y amigos muertos en todo el haz de España. La guerra no produjo un millón de muertos. Dejó un millón de enterrados y nadie sabe cuántos millones de muertos andando, agonizantes o sin hombre dentro, como él. Las brocaduras que dejan las guerras nadie sabe lo que duran. Durante generaciones y generaciones la colmillada persiste, echando al mundo, sin saber bien por qué costado, corazones lazaredos, miradas nublas, reflejos, vagos reflejos vengativos, nuevos balances de castas y deshonras. Las guerras son enfermedades hereditarias, siempre en trance de recaída. No hay guerra sin guerra.

»Uno de los últimos días de marzo, cuando era mayor su indecisión y desmayo, cuando sentado ante una mesa del café Zaragoza, el que estuvo junto a Antón Martín tomaba algo lejanamente parecido al café, vio que alguien desde la barra lo miraba indeciso. Era Julián Ramales. Vino hasta él.

»- ¡Manolo! Si no te conocía. ¿Qué haces todavía con los arreos de militar a cuestas?

»Se sentó a su lado. Hablaron muy largo y lamentoso. Ramales se había venido del frente. Su mujer y su suegra, desde hacía casi dos años, estaban en Tomelloso. Se habían instalado en el pueblo para evitarse los peligros de Madrid. Él fue un par de veces a verlas. Buen pueblo aquel. Y ahora pensaba volver para pasar allí el "fin de fiesta" y luego traerse la familia a Madrid.

»-Me he encontrado el piso deshecho. Parece que últimamente se han puesto de acuerdo para tirar todas las bombas sobre mi casa.

»A aquella última hora de la tarde, el café estaba muy concurrido. Se formaban corros y corrillos de hombres de difícil catalogación que solían hablar en voz baja, con reojos maliciosos hacia los desconocidos. Abundaban mucho los tipos vestidos con una extraña mixtura de militar y paisano. Parecían militares mal disfrazados de paisanos. Todo era turbio y de mal presagio. Puchades, con su uniforme completo y la barra gruesa de comandante en la bocamanga, atraía miradas burlonas.

»-Menos mal que tenemos intacto el chalet de Carabanchel que fue de mi padre. Estuve esta mañana viéndolo. Allí nos tendremos que meter por ahora.

»-¿Y tú qué vas a hacer?

«Puchades como respuesta quedó mirándolo con mucha fijeza y los ojos vidriosos, incapaz de articular palabra.

»A Julián le impresionó aquella actitud tan impropia del Manolo que él conocía, siempre tan animoso y optimista. Tan capaz de soñar a todas horas. La mirada vidriera y sostenida, de pronto se rompió con un profundísimo sollozo, y Manolo Puchades, completamente hundido y echando la cara sobre los brazos, rompió a llorar.

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