»Lo invitaron a cenar con ellas. Desde el día que murió Julián no había vuelto a ver a María de los Remedios. Y la encontró con aquella mirada de "descubrimiento" de entonces. Con aquella atención hacia él totalmente nueva. No podía calificarse de otra manera. No había en sus ojos odio, deseo, simpatía o desprecio; sólo eso: atención, sorpresa.
«Hasta pasada media noche hablaron de cosas indiferentes. Luego, Puchades, con mucho miedo, dijo que comprendía que, muerto Julián, las cosas habían cambiado y estaba dispuesto a hacer lo que ellas ordenasen. Sólo pedía un plazo breve para intentar algunas gestiones. Naturalmente, aludió a su novia, María, a las influencias de don Norberto v hasta de don Jacinto, el cura.
«Las dos mujeres le escucharon sin la menor extrañeza y cuando terminó, como si se tratase de algo convenido entre ellas, María de los Remedios le dijo:
»-No tienes por qué pensar en eso, Manolo. Te puedes quedar aquí hasta que encuentres una solución a gusto. Ésa era la voluntad de Julián y a nosotras nos gusta tu compañía.
«Como antes hacía Ramales, las mujeres le encargaban los libros que decía y su vida fue un poco más amena y compartida. Siempre que no había peligro estaba en el piso alto, y hacía sus comidas con la madre y la hija.
«Poco a poco notó que se transformaba en el hombre de la casa. En el único hombre de la casa. Sin esforzarse, sin vulnerar su condición de huésped gratuito, sin poner nada de su parte, pasó a ser el servido, el consultado para todo.
»Y una noche, con la mayor naturalidad -era el único detalle que faltaba para convertirse en el sustituto total de Julián-, Puchades durmió en el piso de arriba, en la misma cama que murió Ramales.
«Jamás doña María la Mayor se dio por enterada. En ello pensó Puchades muchas veces. ¿Qué clase de convicciones, de acomodos mentales condicionaban aquella conformidad de la madre? Cuando alguna vez se lo preguntó a su amante, siempre respondía igual: "Mamá sólo quiere mi felicidad".
«Aquellos amores llenaron durante muchos años la vida de Puchades. "Por primera vez he encontrado una mujer a mi medida", se decía satisfecho… Y María, carne, sola, sólo para el amor vivía. La cama era el centro de su casa y cerebro. Sólo veía en el mundo al hombre que la cubría. Por eso no lo "vio" a él hasta el momento que murió su macho. El pobre Julián, tieso y frío en la cama, ya no le servía. Y por no sabría ella misma qué profundo resorte entrañado, de pronto "descubrió" que había otro hombre en la casa. Otro hortelano para su huerto siempre con sed… Puchades pensaba muchas veces que María de los Remedios no distinguía entre hombre y hombre; que le movía una pasión tan primitivamente biológica, que sólo buscaba, a tientas, sin ojos, un cuerpo de macho; no una cara, no un perfil humano. La madre, doña María la Mayor, sin duda intuía esta oscura carretera mental de su hija. No, no eran sus frustrados deseos maternales los que "ausentaban" a María de los Remedios, como un día le apuntó Julián. Jamás Puchades la oía hablar de hijos. Para las mujeres normales -madres- el deseo es el camino. Para la Barona era el camino y la llegada.
«Hacia los años sesenta, Puchades entró en una grave crisis. Grave y encadenada. La desesperanza de veinte años le pesó de pronto. Intuía que ya había pagado "su culpa" con exceso… Veía colaborar en periódicos y revistas a muchos compañeros de la guerra que fueron "menos que él". Y el furor de María de los Remedios incansable, mecánico, seguido, le hastiaba. Y sin aquel único aliciente que le permitió soportar casi veinte años de encierro, todo se ponía sombrío y acabado.
«Su desazón fue en seguida advertida por las mujeres, y comenzó una etapa de presión o vigilancia. Debían temer -pensaba Puchades- que si se viese libre, fuera de allí, terminaría el hechizo. Los proyectos de matrimonio y de legalizar la vida de Puchades, de momento quedaron congelados.
«En los últimos tiempos las relaciones se tensaron tanto, que Manolo pasaba días enteros sin "subir", metido allí, en aquella tumba llena de él hasta el poro más pequeño.
«Estalló la crisis definitiva cuando notó que le escamoteaban la prensa. Sólo llegaban a sus manos revistas o periódicos a los que faltaba alguna hoja. Ante sus protestas, dieron excusas vacilantes. Como antaño -recordaba los meses apasionantes que siguieron al remate de la guerra mundial en 1945-, volvió a buscar en la radio emisoras extranjeras. En seguida descubrió la razón de aquella "censura". Se cancelaban legalmente todas las responsabilidades de la guerra. No dijo nada. Pasó una noche entera sin dormir. Por fin decidió hacer algo, llamar a alguien pidiéndole ayuda. ¿A quién? A la única amistad de "entonces" cuyo paradero sabía. En los últimos años, llamó varias veces a la casa de las Peláez, sin decir quién era, para asegurarse de que vivían. Una de ellas se puso al teléfono una criada o quien fuese, y se cercioró de que María seguía soltera. Pero no, era libre. Lo mejor sería escaparse… Claro que no había forma. No le dejarían dar un paso. Ahora sí que era un verdadero preso. Sólo cabía esperar un descuido y llamarlas por teléfono. Y así fue. Aquel día, a la hora que sabía que sus dos carceleras dormitaban la siesta en el cuarto de estar, subió cauteloso, marcó el número de las Peláez… Se puso Alicia. "Soy Manolo, soy Manolo Puchades. Por favor, sacadme de aquí. Estoy encerrado, venid en seguida… María, ¿eres tú, María? Soy Manolo, tu Manolo; ven, ven pronto…" Apenas le dio tiempo a dictarles la dirección del chalet. María de los Remedios y su madre aparecieron alarmadas. No le dijeron una palabra, pero aguardaron y cuando bajó al sótano, por primera vez en treinta años, lo encerraron con llave. Media hora después, volvió a abrirse la puerta para dejar entrar, a empujones, a dos viejecitas entre asustadas y cómicamente valientes. Al reconocerlas sintió una de las más raras impresiones de su vida. No le pareció que fuesen las hermanas Peláez con treinta y cuatro años más que cuando las vio por última vez en julio de 1936. Fue algo más profundo: creyó ver treinta y cuatro años de historia hechos carne, concretados en carne, concretados en momias escapadas de El Escorial o de otro lugar parecido. Eran lo imposible: historia resucitada, salida de sepulcros, de museos, de cuadros, arrugada, oscura, sin halo. Tiempo caducado y mágicamente vuelto en su concreción más mísera, más osaria. Eran el espejo de su misma consumición, de su misma muertez, de su vida perdida sin remedio. De una España que discurrió sin él, ya vieja y agostada. Aquello era el símbolo de todo lo que no pudo vivir él. El resto de lo que pasó y no podía regresar.»
Puchades volvió a la realidad cuando oyó algo que decía María y que le pareció dramáticamente cierto.
– Claro que si hubiera querido -casi suspiró María-, en treinta años no le habrán faltado ocasiones… Nosotras por papá siempre tuvimos muy buenas relaciones entre la gente que manda… Treinta años.
Puchades seguía frente al ventanuco. Alicia se miraba las manos. María tenía el rostro enfurruñado como una niña. Plinio pensaba en «la cámara de los espíritus», en el maniquí con uniforme de militar republicano y la fotografía pegada en el cuello con aquel corazón de tela con una leyenda.
Treinta años de silencio para Puchades. Treinta años de dominio para la Barona. Plinio sintió una especie de escalofrío que a su manera calificó de histórico.
María, de pronto, empezó a sollozar, seca, sin lágrimas con un extraño ahogo mecánico.
Puchades volvió un momento la cabeza, miró de reojo y en seguida tornó a su posición.
– María, por favor -suplicó Alicia sin mucha convicción.
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