– Es para que no te aplaste -le explicó.
Por fin, Ariel terminó, se retiró unos pasos y envainó a Zemal. Antea apartó las manos y dio un brinco a un lado. El óvalo de pared que Ariel había cortado con la espada se desprendió y cayó hacia dentro. Las pieles y alfombras que cubrían el suelo amortiguaron el golpe, pero se levantó una nube de polvo que hizo toser a Ariel.
Gracias a la visión de la máscara, Ziyam había acertado. La roca maciza no era tal, sino una gran losa de unos dos dedos de grosor, disimulada por la capa de cal. Al otro lado se abría un túnel que descendía hacia las tinieblas. El aire que subía de él era más fresco y olía más seco que el de la agobiante capilla.
– Por ahí -dijo Ziyam. Aún tenía la vista nublada, pero parecía estar recuperándose del trance-. El Durmiente nos espera.
El primer tramo de túnel parecía natural. Las paredes eran rugosas, el suelo anfractuoso y el techo tan traicionero que las Atagairas más altas se propinaron algún que otro cabezazo, y una de ellas tuvo que romper un jirón de túnica para tapar la pitera que se había abierto en la coronilla. La bajada era muy pronunciada; en algunos tramos tenían que agarrarse con fuerza a las paredes para no resbalar y caer rodando.
Pasada una media hora, el túnel desembocó en otra galería muy parecida a la que las había traído desde el lago de Bórax, un gran conducto de paredes lisas, pero seco.
– ¿A la derecha o a la izquierda, majestad? -preguntó Antea, señalando a ambos lados con el globo de luz.
– Por allí. -Ziyam señaló a la izquierda sin vacilar-. Siempre bajando.
El descenso seguía siendo muy empinado, pero en el suelo de aquel nuevo túnel había alguna extraña sustancia que parecía adherirse a las suelas y evitaba que se escurrieran. Ariel se agachó y la tocó con la mano. Si apretaba con los dedos y empujaba, era incapaz de moverlos: aquel material no resbalaba. Para avanzar había que levantar los pies casi en vertical, lo que sumado a la pendiente suponía un esfuerzo considerable para los muslos.
Caminaron durante horas sin detenerse. Ariel empezaba a notar pinchazos en la parte anterior de los muslos, a los que les correspondía frenar el descenso. Las Atagairas, avezadas a viajar por las montañas de su tierra, parecían incansables, pero Neerya tenía el rostro perlado de sudor y se mordía los labios como si quisiera sofocar un continuo quejido de dolor. Sin embargo, en ningún momento pidió un respiro.
El túnel describía vueltas y recodos a ambos lados, y a veces la pendiente se acentuaba o se suavizaba. Todas acabaron desorientadas, sin saber a qué profundidad se hallaban, o si lo que tenían encima era la ciudad, algún rincón despoblado de la isla o las aguas del mar.
Llegó un momento en que los luznagos, agotados, empezaron a adormilarse y perder brillo. A Ariel la espantaba la idea de encontrarse encerrada en la oscuridad absoluta. No era la única, a juzgar por las miradas de las demás. Pero conforme los luznagos se debilitaron hasta parecer febles ascuas en una hoguera moribunda, las exploradoras descubrieron que las paredes emitían un tenue resplandor blanquecino.
– ¿Han estado brillando todo el rato? -preguntó una de las Atagairas.
– Seguro que no -dijo Antea-. Me habría dado cuenta.
– Esta luz es nueva -corroboró Tríane-. Debemos estar muy cerca. ¿Ziyam?
La reina marchaba la primera, todavía sumida en un semitrance, aunque no había vuelto a ponerse la máscara.
– Sí -contestó con aire ausente-. Cerca. Muy cerca.
Hasta entonces habían caminado dentro de la zona de luz proyectada por los luznagos, dejando atrás tinieblas y avanzando hacia nuevas tinieblas. Pero ahora divisaron al fondo un pequeño círculo de claridad, más intensa que la difusa fosforescencia emitida por las paredes del túnel. Ziyam apretó el paso y las demás mujeres la imitaron.
Ariel observó a Neerya. Llevaba un rato caminando como una muerta en vida, con los brazos caídos y la mirada perdida. Ariel se acercó a ella, le tomó la mano y le susurró:
– No va a pasar nada. No les voy a dejar que te hagan nada malo.
Neerya pareció despertar al oír sus palabras y esbozó una sonrisa triste.
– ¿Me defenderás con esa espada?
Se lo había preguntado en un idioma que no era Ritión ni el de las Atagairas. Ariel, que comprendía todos los lenguajes sin saber por qué – aunque empezaba a sospechar que era un don heredado de su madre-, tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba hablando en Pashkriri.
– Se la voy a devolver -respondió, como si Neerya le hubiera echado algo en cara.
– Ojalá tengas ocasión. -Neerya se agachó un poco y susurró-: Va a pasar algo terrible. Te suplico que no uses más a Zemal.
– ¡Silencio, ramera de lujo!
Ariel se volvió. Su madre estaba detrás de ellas y también había hablado en Pashkriri.
– Puedes estar segura de que a ti sí te ocurrirá algo terrible si vuelves a dirigirte a mi hija -añadió Tríane, empujando a Ariel para apartarla-. Recuerda a quién tienes que obedecer y ser fiel -le dijo a ella en otro idioma que tampoco era Pashkriri, sino el que hablaba con Ariel cuando era más pequeña. Derguín lo llamaba «Arcano».
– Sí, madre -contestó Ariel. ¿Cómo podía ser fiel a su madre, y también a su padre, y a la vez evitar que Neerya sufriera daño? ¿Por qué la vida tenía que presentarle disyuntivas que era incapaz de resolver?
La luz no había dejado de crecer. Por fin salieron del túnel y se encontraron en una gran sala que, después de tantas horas caminando entre angostas paredes, se les antojó tan espaciosa como la bóveda del cielo.
Ariel tardó unos segundos en darse cuenta de que lo que estaba viendo era una cúpula achatada de más de cincuenta metros de diámetro. El resplandor provenía de cientos de nervaduras blancas de un palmo de ancho que subían como radios por las paredes hasta unirse en el centro, a unos quince metros de altura.
Era precisamente el centro lo que atraía las miradas de todas.
– Ahí aguarda el Durmiente -susurró Ziyam.
durmiente miente dur el dur aguarda guarda miente
Las palabras de la reina habían despertado extraños ecos, voces que no eran la suya y que se mezclaban en ritmos desconcertantes. Esas voces, aunque rebotaban en todas partes, parecían provenir del centro y se clavaban en los oídos como un cristal rayando una pizarra.
– Va a ocurrir algo muy malo -repitió Neerya.
– Estoy de acuerdo contigo, mujer -murmuró una de las Atagairas.
Mikhon Tiq estaba sorprendido y, en cierto modo, embelesado. Un par de horas antes había utilizado sus poderes para algo insospechado. ¡Había atisbado el origen de la vida! Según las teorías de filósofos y médicos, cuando la semilla de un varón fecundaba el vientre de una mujer, tomaba la forma de un homúnculo, un ser humano en miniatura, prácticamente con las mismas proporciones que un adulto. Muchos de esos autores, como Arkhómenor o Iluhaspur, aseveraban además que la hembra era un simple receptáculo, aduciendo como argumento la frase ritual con que los padres Ritiones ofrecían a sus hijas en los esponsales: «Te entrego a esta mujer para que siembres en ella hijos legítimos». Por supuesto, tales autores obviaban la cuestión del parecido que suele existir entre hijos y madres.
Cuando la joven vino a consultarle, Mikhon Tiq recurrió a sus sentidos de Kalagorinor y «vio» en el interior de su vientre algo que no parecía un ser humano, sino más bien una mezcla entre pez y renacuajo, con dos ojos diminutos e inexpresivos como los de una gamba. Sin embargo, también había captado que todo iba bien, que aquella criatura estaba sana y no era ningún monstruo que fuese a nacer con aletas o cola de pescado.
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