A la derecha, tal como había explicado Ziyam, se hallaba el boquete circular que daba acceso al sanctasanctórum. Estaba a un metro del suelo, de modo que tendrían que hacer algunas contorsiones para entrar.
– Vosotras quedaos aquí con el Narakí -ordenó Ziyam a tres de las Teburashi-. Por el momento no nos será necesario, pero si intenta huir o simplemente se pasa de listo, convertidlo en filetes de cerdo.
Por si Agmadán no lo había entendido, repitió las órdenes en su versión del Ritión, que no sonaba demasiado académica, pero sí contundente. El politarca suspiró aliviado, pero añadió, señalando a Neerya:
– Ella tampoco os hace falta, y es mía. Dejadla aquí.
– Qué extraño país, donde un varón puede decir que una mujer es suya sin que le corten los testículos en el acto -dijo Antea, acercando la punta ensangrentada de su espada a las ingles de Agmadán-. Aunque todo tiene remedio.
Por su parte, Ziyam enarcó una ceja y, con gesto burlón, preguntó a la cortesana:
– ¿Tú te consideras suya?
– Yo no soy de nadie -respondió Neerya, mirando desafiante a Agmadán-. Pero hice un juramento.
– ¿Que te obliga a estar con él?
Neerya asintió. Ziyam desenvainó un estilete y lo acercó al cuello de la cortesana. ¡La va a matar como mató al Mazo!, se alarmó Ariel.
– Esto es un caso de fuerza mayor -dijo la reina, punzando ligeramente junto a la yugular de Neerya-. O vienes con nosotras o mueres aquí mismo. Creo que eso te exime momentáneamente de tu juramento. ¿Estás de acuerdo?
Neerya miró a Ziyam a los ojos con gesto desafiante, pero volvió a asentir.
– Iré con vosotras.
Ziyam se apartó y volvió a guardar el estilete en su estrecha vaina.
– Todo arreglado. -Cambiando de nuevo al idioma de Atagaira y señalando a la carretilla, ordenó a las tres Teburashi-: Cuidad bien de eso.
Ariel comprendió que con «eso» se refería al cuerpo del Mazo.
– ¡No puedes dejarlo aquí dentro de esa caja!
Antea la tomó por los hombros, la apartó un poco y se agachó junto a ella.
– Mis guerreras han hecho un gran esfuerzo cargando con él desde Atagaira y Malabashi, a un mundo de distancia. Pero ahora es casi imposible pasarlo por ese agujero. Aquí no le va a ocurrir nada, Ariel.
– ¿Me lo prometes?
– No te lo puedo prometer, porque no depende de mí. Pero si la dragona ha tenido a bien mantener incorrupto su cuerpo, seguro que es porque guarda algún designio para él. Confía en tu señora Iluanka -añadió, acariciando el tatuaje de la niña.
Tras su breve plática con Ariel, Antea se encaramó a la abertura circular y volvió a entrar la primera, retorciéndose con una flexibilidad insospechada en una mujer tan alta y ancha de hombros. Después la siguieron las otras cinco Teburashi, y Ariel, Ziyam y Tríane.
El corazón del santuario era una especie de cúpula natural, más pequeña que la cueva de Gurgdar. Las paredes estaban encaladas y llenas de nichos en los que ardían cientos de velas, y del techo colgaban las raíces de un árbol.
La oniromante estaba sentada en un taburete. Vestía una túnica extravagante que mezclaba todos los colores del arco iris y algunos más, y tenía la cabeza rapada y llena de tatuajes rojos y azules.
– ¿Qué venís a buscar al templo de los sueños? -preguntó en Ritión-. Para consultar a los dioses no hace falta recurrir a la violencia.
– De aquí parte un túnel que baja a las profundidades de la tierra -dijo Ziyam-. ¿Dónde está, bruja?
– Tampoco es necesario faltar al respeto a los sirvientes de los dioses.
– Eres una hembra mortal y no mereces el respeto de una Atagaira. ¡Contesta a mi pregunta y no tientes mi paciencia!
– Esta cueva no tiene otra entrada o salida que la que habéis visto.
La madre de Ariel se acercó también a la sacerdotisa.
– Eso no es posible. Nosotros venimos a despertar al Durmiente. Debes revelarnos cómo llegar hasta él.
La mujer abrió los ojos con espanto.
– ¿Despertar al Durmiente? Locas son quienes quieren invocar al padre de toda locura. ¡Marchaos de aquí por vuestro propio bien!
– Nuestro bien o nuestro mal son decisión nuestra. Dinos lo que queremos saber, mujer.
– Tú… -La sacerdotisa pareció comprender y señaló a Tríane con el dedo. Tú eres de los Antiguos. No deberían…
No añadió nada más. Con una velocidad sorprendente, Tríane sacó un puñal que hasta entonces había llevado oculto bajo la capa y se lo clavó en el pecho. La mujer murió al instante, pero se quedó sentada en un extraño equilibrio y con la barbilla apoyada sobre el esternón.
Ariel se llevó las manos a la boca, horrorizada. Sabía que su madre podía ser dura, casi despiadada, pero era la primera vez que la veía asesinar a alguien.
Una mano le apretó el hombro. Por el tacto suave y el calor de los dedos, comprendió que era la de Neerya. Pero no se dio la vuelta para mirarla. No se atrevía a contrariar a su madre y, después de lo que acababan de ver, temía que desatara su ira sobre la cortesana.
– Tendré que preguntarle al Durmiente -dijo Ziyam, que ni había pestañeado al ver morir a la oniromante.
– Me temo que así es -respondió Tríane.
La reina abrió una bolsa de piel de la que no se desprendía un instante y sacó la máscara. Aunque no parecía más que un tosco trozo de madera con tres rubíes, a Ariel le daba escalofríos. Parecía que las tres gemas eran ojos que la miraban a ella, sólo a ella, y le decían: Eres una ladrona. Has traicionado a tu padre. Por tu culpa mataron al Mazo, y ahora dejas abandonado su cuerpo. Eres cómplice de asesinato, y todavía morirá mucha más gente por tu culpa.
– No, no, no -susurró, tapándose los ojos.
Cuando volvió a mirar, el cuerpo de la sacerdotisa estaba tirado en el suelo sobre una piel de cabra y su lugar en el escabel lo había ocupado Ziyam. La reina de las Atagairas se había puesto la máscara, que, sin cuerdas para atarla a la nuca, se sujetaba por sí sola sobre su rostro.
Fue sólo cuestión de segundos. Las manos de Ziyam, apoyadas sobre sus rodillas, empezaron a temblar como si sufriera de convulsiones. Cuando las sacudidas se extendieron a sus piernas, Antea dio un tirón de la máscara y se la quitó.
– ¡Nooooo! -gritó la reina. Tríane la agarró por los hombros y le susurró algo al oído que consiguió calmarla. En eso su madre era muy buena. Experta en curar.
Lo que Ariel ignoraba hasta entonces era que también fuese experta en matar.
Cuando Ziyam se calmó un poco, se levantó y miró en derredor. Sus ojos parecían ver más allá de las paredes, con la vista enfocada a lo lejos. Ariel se preguntó si no habría perdido la razón. Máxime cuando la reina se acercó al punto opuesto al orificio por el que habían entrado y empezó a palpar y a pegar la oreja a la pared enjalbegada.
– Aquí. Es aquí. No pueden engañar al Durmiente. Es aquí.
Antea aporreó la zona con el pomo de su espada. Los golpes en las paredes sonaban opacos y apagados, TUZZZ, TUZZZ, pero en la zona que señalaba Ziyam parecían más huecos, TOC, TOC.
– Usa la espada, hija -dijo Tríane, poniendo las manos en la espalda de Ariel y empujándola adelante.
Estaba empezando a tomarle el gusto a tal poder. Volvió a desenfundar a Zemal. En la cueva olía a moho y humedad, y ahora también a la sangre derramada de la sacerdotisa, de modo que Ariel aspiró con fruición el pungente aroma a ozono que desprendía la hoja.
Clavó la punta en la pared y empujó hasta el arriaz. No tenía modo de saber si estaba hundiendo la espada en roca maciza o traspasando un muro. No encontraba resistencia, tan sólo oía un suave silbido. Volvió a mover la hoja y se puso de puntillas para que el hueco, si conseguía abrirlo, permitiera pasar a todas. Cuando ya estaba terminando, Antea se acercó y apoyó ambas manos en la pared.
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