Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Darkos asintió, rehuyéndole la mirada.

– ¿Y qué oíste?

– Todo.

– ¿Todo?

– Lo de la espada.

Kratos respiró hondo. Al final, Derguín iba a tener razón. Al final iba a ser culpa suya que Abatón lo supiera.

– ¿A quién se lo contaste?

– ¡A nadie, padre! Yo… -Darkos tragó saliva y levantó por fin la mirada-. No, no es cierto. No debí hacerlo, pero se lo conté a Rhumi.

– ¿Y a quién se lo contó ella?

– No lo sé, padre. Tiene una amiga que fue prisionera como ella, Dayar. Lo mismo se lo ha dicho.

– Y la tal Dayar se lo habrá contado a alguien más. ¿Entiendes la gravedad de lo que has hecho, Darkos?

– Sí, padre. Siento que por mi culpa hayas discutido con tah Derguín. Deberíais hacer las paces y olvidar lo…

– ¿Deberíamos? ¿Vas a decirnos tú lo que deberíamos hacer?

– Yo… No quería decir eso, era una forma de hablar.

– Estoy enfadado y decepcionado. No quiero castigarte ahora, así que prefiero que te vayas de mi presencia.

Darkos asintió, se dio la vuelta sin decir más y caminó hacia la trampilla.

– Pero hay una cosa que sí te digo, Darkos -añadió Kratos-. No volverás a ver a esa muchacha.

Darkos se revolvió.

– ¿Cómo? No tritures, ¿por qué?

– Ha demostrado que no es de fiar. Lo que tú le contaste, en su boca debió quedar guardado. Además, ha sido esclava de los Aifolu.

– No te entiendo, padre.

– Sí me entiendes. Esclava y deshonrada, no es apropiada para pertenecer a nuestra familia.

– ¡Eso es injusto!

– Olvídate de ella, Darkos. Y ahora, vete a acostar. Mañana hablaremos.

El muchacho bajó la escalera, sin privarse de cerrar la trampilla con un golpazo que levantó una nube de polvo del terrado.

Un par de minutos después, la portezuela volvió a abrirse. ¿Y ahora con quién me toca discutir?, pensó Kratos.

Era Aidé.

– ¿Tú también has estado escuchando?

– Me temo que hay que tapar unos cuantos agujeros en este techo, al menos si lo quieres seguir utilizando como sala de confidencias -dijo ella, avanzando muy despacio hacia él, con los brazos cruzados y balanceándose. Una actitud que a veces presagiaba una noche de acción. Pero sólo si Aidé traía la barbilla baja y los ojos levantados en un gesto de falso pudor. Ahora el mentón venía alzado, de modo que, aunque Aidé medía menos que Kratos, parecía mirarlo desde arriba.

– Mañana haré que arreglen esos agujeros.

– ¿Por qué eres tan injusto con él?

– ¿Con quién? ¿Con mi hijo? Eso no es asunto tuyo…

Ella se detuvo a unos pasos y siguió desafiándolo con sus ojos azules. Por un momento, Kratos sintió como si se presentara a dar novedades ante su antiguo general Hairón.

– Siento lo que he dicho, Aidé. Hoy no me estoy luciendo precisamente…

– No me refería a Darkos, aunque lo has castigado movido por la ira, y sabes que no debes tomar decisiones así. Pero hablaba de Derguín.

– ¿Crees que he sido injusto con él?

– Creo que llevas tiempo siendo injusto con él. ¿Por qué estás tan resentido?

Kratos volvió a apoyarse en las almenas y miró a la nada. Ésa era la misma pregunta que se hacía él.

NARAK

E hombre que dormía en la cama con Neerya se incorporó de un salto. La luz de Rimom que entraba por la celosía reveló que estaba tan desnudo como ella.

– ¿Quiénes sois? ¿Qué significa…?

Antea se echó sobre él y lo derribó en la cama tapándole la boca. Después desenvainó un cuchillo curvo, le tiró de la oreja hacia fuera como una maestra regañona y le cortó el lóbulo. Una mancha oscura se extendió sobre la sábana. El hombre, al que Ariel conocía como Agmadán, politarca de la ciudad, gritó de dolor, pero la manaza de la Teburashi sofocó su voz.

– No digas nada más -susurró Ziyam-. Si no, te cortaremos otra cosa que aprecias más y ya no podrás disfrutar de tu putita.

– ¡Gggmmmm!

– Si piensas que no vamos a cumplir nuestra amenaza porque somos débiles mujeres, te diré que somos Atagairas. No tenemos nada que ver con vuestras hembras ni con vosotros. Di «sí» con la barbilla si lo has entendido.

Pese a su rostro angelical, Ziyam podía hablar con una frialdad que helaba la sangre en las venas. Agmadán asintió, con los ojos abiertos de pavor. A Ariel no le gustaba nada de lo que estaba pasando, salvo ver en apuros al politarca. Él había sido el causante de la ruina de Derguín y la muerte de los cadetes de su academia. Se merecía todo lo peor que le pudiera pasar.

– Ahora los dos vais a vestiros en silencio -añadió Ziyam-. Sólo contestaréis, y en voz baja, cuando yo os pregunte algo.

La madre de Ariel carraspeó. Ziyam la miró de reojo y se corrigió.

– Cuando ella o yo os preguntemos. ¿Entendido?

Ambos asintieron. Después, siguiendo órdenes, recogieron sus ropas de un diván al lado de la cama. Agmadán podría haber seguido desnudo y exhibiendo su tripa flácida y su vello gris todo el tiempo que hubiese querido, porque nadie lo miraba. Todos los ojos estaban clavados en Neerya. Ariel recordaba perfectamente su belleza, ya que le había dado un masaje y había comprobado las proporciones perfectas de su cuerpo no sólo con los ojos, sino también con los dedos. Las demás mujeres parecían incapaces de apartar la vista de ella. Algunas la contemplaban con mal disimulado deseo, mientras que Ziyam y Tríane la miraban de arriba abajo con gesto escéptico, como si fueran tratantes de ganado buscándole tachas a una ternera.

El asalto a la mansión de Neerya no había sido el primer plan de Ziyam y Tríane. Durante el viaje, Ariel había espiado suficientes conversaciones entre ellas como para saber que la reina poseía una máscara gracias a la cual recibía visiones de un ser muy poderoso, un hechicero o tal vez un dios que la llamaba desde Narak.

Pero Ziyam no estaba segura de cómo llegar hasta él. Al poco de desembarcar, cuando recorrían el paseo de la Espina, se quedó asombrada contemplando el enorme frontispicio del templo de Manígulat. Al ver el relieve en el que éste tiraba de la barba al dios loco, la reina dijo a las demás:

– Tiene que ser aquí.

Sin embargo, al entrar en la sala abierta a los fieles, una larga bóveda de más de quince metros de altura excavada en la roca a partir de una cueva natural, Ziyam sacudió la cabeza.

– No. No es esto lo que he visto. Vámonos.

Les explicó que en sus visiones había contemplado otro santuario que también era una gruta, pero mucho más pequeño y en forma de domo, y para entrar en él había que atravesar un boquete circular, una especie de ventana.

– ¿Has visto algún templo así en Narak, Ariel? -preguntó Tríane.

– No, madre. Sólo me enseñaron los de Manígulat y Tarimán. Y el de Tarimán no se parece en nada a lo que la reina nos ha dicho.

Por eso habían decidido recurrir a alguien que conociera bien la ciudad. Ariel sabía dónde estaba la mansión de Neerya, ya que había acompañado a Derguín en varias visitas, y no se le ocurría ninguna otra persona que pudiera guiarlas.

A Ziyam y a Tríane les había parecido una excelente idea. Tanto que ambas habían felicitado a Ariel. Ésta no comprendía el motivo. Pero ahora, al ver con qué desdén miraban a la hermosa cortesana, Ariel empezó a sospechar que la causa estaba relacionada con Derguín Gorión, y temió por la vida de Neerya.

Si tengo que defenderla, lo haré, pensó. Neerya había sido muy dulce y amable con ella desde que la conoció, y sabía que Derguín se entristecería mucho si le pasaba algo. Al pensar en defenderla, Ariel se llevó la mano a la espalda y, bajo la capa, rozó el pomo de Zemal. Por instinto, se le había escapado el mismo gesto que habría hecho su padre.

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