Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Pero… No. Hoy le había llegado una nueva esperanza. Durante varias semanas había ignorado si Derguín estaba vivo o muerto. Sin embargo, ahora sabía que, pese a las acechanzas de Agmadán, el joven Ritión seguía siendo el Zemalnit. No sólo eso, sino que había realizado una proeza digna de cantares épicos. Se lo imaginó cabalgando por delante de las afamadas Atagairas, blandiendo sobre su cabeza la Espada de Fuego y sembrando el terror entre los enemigos, y aquel pensamiento hizo que se le erizara la piel de los brazos y de la nuca. Si Derguín conservaba a Zemal, con ella tendría poder suficiente para regresar a Narak y vengarse de Agmadán.

Estaba sonriendo en la oscuridad y frotándose casi sin darse cuenta un muslo contra otro cuando un nuevo pensamiento congeló su sonrisa y paró los latidos de su corazón.

¿Por qué no había venido ya? ¿A qué estaba esperando? ¿Por qué, en lugar de regresar a Narak a buscarla, había viajado más de mil kilómetros al este para embarcarse en una guerra lejana?

Alguna razón tendría, pensó.

No, ningún motivo podía justificar abandonarla a ella en manos de Agmadán. ¿Qué hombre de verdad dejaría a su amada en el lecho de otro? ¿Quién soportaría la idea de imaginar las manos de otro recorriendo la piel de su amante?

En realidad nunca llegamos a ser amantes, recordó, y la tristeza de aquel pensamiento fue tan profunda que los ojos se le llenaron de lágrimas, y tuvo que darse la vuelta en la cama y morder la almohada para sofocar los sollozos.

En ese momento notó algo frío y puntiagudo que apretaba su espalda desnuda entre dos vértebras. Una voz de mujer con acento extranjero le dijo:

– Si gritas o dices una sola palabra, morirás.

PASONORTE

Kratos se apoyó en las almenas del torreón donde se alojaba con su familia y sus oficiales más cercanos. Era el único edificio intacto de las fortificaciones y, según el jefe de ingenieros, no existía peligro de que se derrumbara. Estaba situado en la parte sur de la muralla. De día, se divisaba desde su terrado la rojiza llanura de Malabashi. Según le habían contado, en mañanas claras se alcanzaba a columbrar desde allí la silueta del Kimalidú, la Roca de Sangre. De ese modo tendrían siempre a su alcance el recordatorio de la victoria.

Ahora, de noche, mirando hacia el este, Kratos podía ver la amplia franja de Pasonorte, bañada por la luz azul de Rimom, y más allá la cordillera de Atagaira. Taniar no había asomado aún, pero su resplandor rojo se adivinaba como un fino contorno de sangre dibujando el perfil de las montañas. Aún más lejos, si entrecerraba los párpados, vislumbraba una delgada línea de luz que subía hasta perderse en las alturas. La fabulosa Etemenanki, la torre que llegaba al cielo.

Oyó los pasos de Derguín a su espalda y respiró hondo. Sin volverse todavía, escondió las manos dentro de las amplias mangas de su casaca, un gesto típico Ainari, para evitar que los movimientos de sus dedos delataran su enfado.

Apenas una hora antes, unos soldados que habían salido de la taberna le habían contado que Derguín estaba emborrachándose, levantando la voz, insultando a los clientes y dando pellizcos a todas las camareras que pasaban junto a él. Al acudir a comprobar qué pasaba se lo había encontrado en medio de una gresca multitudinaria.

Quizá Kratos debería haber considerado que esos informes eran exagerados, que tal vez eran otros quienes habían insultado y provocado a Derguín y que los pellizcos se habían reducido a un azote. Pero en los últimos días tendía a sentirse irritable e intolerante con su antiguo discípulo. ¿Cómo podía haber perdido la Espada de Fuego dos veces? ¿Qué creía que era, la típica bolsa de comida con la que un crío va a la escuela y que le birlan en el recreo? No, se trataba de un objeto de poder, un poder mucho mayor del que ambos habían sospechado cuando compitieron en el certamen contra otros cinco Tahedoranes. ¡Derguín tenía una responsabilidad, pero se comportaba de forma más inmadura que su hijo! Valiente ejemplo para Darkos, que parecía obsesionado con tomar al Zemalnit como modelo.

Por fin, se volvió hacia Derguín.

– Te sentirás orgulloso de lo que has hecho.

– No ha estado del todo mal -dijo Derguín, encogiéndose de hombros. Aquel gesto de indiferencia enojó aún más a Kratos.

– ¿Que no ha estado del todo mal? ¿Presumes de ello?

– No, pero tampoco tengo por qué pedir perdón.

– ¿Cómo que no? ¿Acaso te parece edificante que el Zemalnit se involucre en una riña de taberna?

– Supongo que habría sido mucho más edificante dejar que me rompieran

unas cuantas costillas.

– Deberías haber eludido el combate. Siempre hay recursos para ello. No superamos la prueba del Espíritu del Hierro para utilizar con frivolidad el poder que se nos da. ¿Qué mérito tiene dar una paliza a una pandilla de borrachos entrando en Urtahitéi?

– No me hizo falta. Con Mirtahitéi me bastó.

– ¡Y encima alardeas de ello!

– No alardeo, me limito a enunciar un hecho.

¿Era una falsa percepción debida al enfado, o su antiguo alumno estaba bordeando la insolencia?

– ¡No seas pueril, Derguín, por favor! Eres un Tahedorán, y eso implica responsabilidades. Como no deshonrar las enseñanzas que te impartieron en Uhdanfiún.

– Sabes bien lo que opino de Uhdanfiún.

– ¡Tu opinión salta a la vista por tu conducta de esta noche! Por si lo has olvidado, te recordaré que un maestro de la espada debe observar una conducta intachable y no caer en provocaciones.

– ¿Todo maestro de la espada, o sólo yo?

– ¿Qué quieres decir?

– Te recuerdo que cuando entramos en Koras para que los Pinakles nos revelaran el paradero de Zemal, estuviste a punto de decapitar a un oficial llamado Amorgos porque pretendía que dejaras a tu caballo en la muralla. ¡Una conducta muy fría y juiciosa, desenvainar la espada contra un hombre que sólo pretendía cumplir la ley!

– Yo no perdí los estribos en ningún momento. Corrí un riesgo calculado para dejar claros mis privilegios.

– ¿Un riesgo calculado? Si no ando atento y detengo la flecha del guardia, no estarías vivo.

– ¿Vas a echarme en cara los favores que me has hecho?

– La verdad, no tengo tiempo ahora. ¡Se nos haría de día! ¿Cuántas veces te he salvado el pellejo, tah Kratos?

– «El que lleva la cuenta de los favores prestados es como si jamás los hubiera hecho.» Un refrán Ainari, ¿lo recuerdas?

– Recuerdo mejor este proverbio Ritión: «No le hagas favores al ingrato, porque será como si le debieras dinero a él».

– ¿Me llamas ingrato? ¿Me estás llamando ingrato?

– Interprétalo como quieras.

Kratos resopló, sacó las manos de las mangas y se las pasó por la nuca.

– Estamos perdiendo los papeles, Derguín.

– Los estás perdiendo tú, mi ilustre maestro.

Calma, pensó Kratos. Vamos a intentar arreglar esto.

– Abatón me ha pedido que te castigue. Más bien me lo ha exigido. Pero

le…

– ¿Vas a hacer caso a sus exigencias? -saltó Derguín, como si le hubiera picado una avispa, y la posibilidad de arreglo se perdió por el sumidero-. ¿Pretendes azotarme en público como si fuera uno de tus subordinados?

– ¡Por supuesto que no! Él no es el jefe de los Invictos. Además, tú ni siquiera perteneces a la Horda. ¿Cómo voy a castigarte? Pero mañana, cuando ambos estéis más tranquilos, quiero que os deis un apretón de manos en público.

– Bien lo has dicho. No pertenezco a la Horda. ¡No puedes obligarme a nada!

Kratos respiró hondo y bajó el tono de voz. Tal vez recurriendo a los sentimientos…

– Es algo que te pido como favor personal, Derguín.

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