Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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La camarera que se acercó a atenderlos era una moza rubia, de caderas rotundas y ojos vivaces. Como todas las contratadas por Gavilán para su taberna, también había ejercido o ejercía de prostituta.

– No es necesario levantar tanto la voz, joven Derguín -le dijo con una sonrisa, mientras le cambiaba la jarra vacía por otra llena-. Tú no eres como ésos -añadió, señalando una mesa en la que se aglomeraban quince soldados en el sitio de diez. Llevaban jubones negros con el emblema del batallón Jauría, y estaban entonando canciones obscenas con voces destempladas. Como todos los demás clientes, venían desarmados. Gavilán había puesto a la entrada de la taberna una armería, donde cada parroquiano que entraba dejaba espadas, cuchillos, hachas o lo que trajera, previa entrega de un recibo. En la puerta, el gigante Trescuerpos garantizaba que nadie se saltara la norma.

– ¿Que no soy como ésos? -preguntó Derguín-. ¿Qué te hace pensar tal cosa, guapetona?

La palabra «guapetona» salió casi chirriando de sus labios. Debía de ser la primera vez que la pronunciaba en su vida. Pero más inesperado resultó el comportamiento de su mano derecha, que, como si hubiera cobrado vida independiente, se levantó para propinarle un azote en las nalgas a la camarera. Tenía los glúteos tan prietos que se hizo daño en la palma.

La joven dio un respingo y le miró con un destello de ira.

– ¡Eh, no te pongas así! ¡Que he visto cómo ése de ahí te daba otro y le sonreías! -dijo Derguín, señalando a la mesa del batallón Jauría. «Ése de ahí» era su general, el tuerto Abatón.

La camarera se limitó a sacudir la cabeza, masculló algo ininteligible y se

largó.

– ¿Por qué has hecho eso, tah Derguín? -preguntó Baoyim-. No es propio de ti.

– En tu país tratáis a los hombres como si fueran animales. ¿Tienes algo que opinar de cómo tratamos aquí a las mujeres?

Kybes agarró la jarra de Derguín y tiró de ella.

– Mejor será que me la tome yo. Creo que tú ya has bebido suficiente.

Si en el repertorio de frases hay una que jamás conseguirá aplacar a un borracho, es ésa. Derguín sintió que se le subía la sangre a la cabeza. Fluido que, mezclado con el alcohol que ya la ocupaba, sólo contribuyó a que todo girara en un remolino más vertiginoso aún.

– ¡Aunque ya no sea el puto Zemalnit, aún tengo dinero y cojones para decidir cuándo me bebo una cerveza y cuándo no!

¿Quién es el que está hablando por mi boca? Dentro de sí mismo, hundido en un pozo oscuro, debía de esconderse el Derguín de siempre. Pero alguien había tapado el brocal y su vocecilla apenas se escuchaba como el chillido de una rata ahogándose.

Kybes empujó la cerveza de vuelta.

– Jamás he dudado de eso. Bébetela hasta que te salga por las orejas, tah Derguín.

Siguió un incómodo silencio. Por fin, Derguín lo rompió.

– Será mejor que me dejéis solo. Hoy no soy buena compañía para nadie.

Baoyim y Kybes se miraron de nuevo. ¿Crees que es buena idea?, parecieron preguntarse sin palabras. Pero finalmente se levantaron y lo dejaron allí, con un escueto «Adiós».

– Lo siento. Es por la espada. Todo por la puta espada -dijo Derguín, cuando ya no podían oírlo.

Levantó la mano derecha y la observó. Los dedos le temblaban como si tocaran un teclado invisible, y corrientes de dolor le atravesaban el antebrazo hasta llegar al hombro, donde emprendían el camino de regreso. Se clavó los dedos en el músculo radial, cerca de la zona del codo que en Uhdanfiún llamaban «el hueso de la risa» porque cuando se golpeaban en ella con las espadas de madera les entraban carcajadas y una extraña flojera que les hacía soltar el arma.

Ahora vio las estrellas y sintió cualquier cosa menos ganas de reír, pero volvió a hincarse los dedos con saña.

Sin saber cómo, la jarra estaba otra vez casi vacía. Al menos, el torpor que le producía la cerveza mitigaba otras sensaciones. Mejor estar borracho que notar cómo el corazón se desbocaba constantemente, sentir el puño que le apretaba la boca del estómago y sufrir los calambres que le recorrían el cuerpo.

Tal vez podré dormir, se dijo, empinando la jarra y apurando el último dedo de cerveza. Estaba apoyando las manos en la mesa para levantarse cuando alguien le plantó delante un pichel de estaño, con un golpe tan brusco que la cerveza le salpicó. Derguín levantó la mirada y se encontró con el rostro arrugado de Gavilán.

– Es invitación de aquel caballero -dijo el soldado-tabernero, señalando al general Abatón, que desde la otra mesa levantó su propia jarra en saludo.

– Gracias.

– Dáselas a él -dijo Gavilán, disponiéndose a irse-. Por mí, no te la habría puesto.

– ¡Un momento!

El tabernero se volvió a medias y lo miró de soslayo.

– ¿Te he hecho algo, Gavilán? ¿O es que estás de mal humor porque sí?

Gavilán dio la vuelta a la silla que había ocupado Kybes y se sentó en ella cruzando los brazos sobre el respaldo. A la luz de las antorchas y las velas, sus arrugas parecían más profundas, grietas en un sequedal. Como le faltaba un incisivo y el pelo le raleaba bastante, parecía tener más de sesenta años. Sin embargo, a Derguín le constaba que era poco mayor que Kratos.

Gavilán señaló a la camarera a la que Derguín le había propinado la nalgada. Estaba llevando ocho jarras a una mesa, cuatro en cada mano.

– Orbaida es, en el fondo, una romántica. Como les pasa a muchas seguidoras del campamento. -Era un eufemismo con el que solían referirse a las prostitutas que viajaban con el ejército-. Sabe leer y todo.

– Sorprendente -respondió Derguín, fingiendo indiferencia.

– Le gustan las novelas Ritionas. Una chorrada, ya sabes. El duque Forcas, que los dioses tengan en su gloria, también las leía. Así nos iba a todos, claro.

– Sé de qué me hablas. En el taller de mi padre copié más de una de esas novelas.

– La realidad es más asquerosa y desagradable que los libros, claro. Los que nos dedicamos a la guerra sabemos que es mucho más sucia que esas batallas que describen, y que no existen caballeros tan nobles ni galantes.

– Ajá.

– Ella también lo sabe de sobra. Ha tenido una vida muy dura.

– ¿Piensas llegar a alguna parte, Gavilán?

– Tú eres el Zemalnit. Eres una chispa de luz en este mundo tan oscuro y hediondo.

– Yo ya no soy quien…

– Cállate un rato.

Derguín enrojeció, pero cerró la boca y se concentró en el pichel para disimular su rubor.

– He oído hablar a Orbaida de cómo cabalgaste tú solo contra miles de pájaros del terror, como si lo hubiera presenciado con sus propios ojos. Para ella eres el personaje de una de las novelas que lee cuando tiene un rato libre. ¿Lo entiendes?

– Un personaje.

– Sí, un personaje. No una persona. No puedes permitirte ser vulgar como el viejo Gavilán, porque no eres un soldado, sino un símbolo. Debes ser sublime y elegante como un dios.

Gavilán se levantó.

– No voy a decirte que no vuelvas a entrar en mi local, tah Derguín. Tampoco te voy a pedir que desde ahora bebas agua de la fuente. Pero te ruego que no olvides quién eres.

Menudo sermón filosófico me ha echado el viejo, pensó Derguín. Le dio un trago a la cerveza, y de pronto le supo amarga como metal recalentado. Sí, era mejor irse y dejar de defraudar a la gente que tanto esperaba de él.

Yo sólo era el que empuñaba la espada. Ahora la espada no está, y yo no soy nadie. Sólo aire condensado que parece tomar la forma de una persona, pero no tengo más entidad que el personaje de una novela. Y la mía ya se ha terminado.

– ¡Eh, tah Derguín! ¡Zemalnit! ¡Ven aquí!

Derguín levantó la mirada. Desde la mesa del Jauría, Abatón le hacía señas y lo llamaba con voces estentóreas. Derguín hizo un gesto de negativa, tratando de no mostrarse desdeñoso, y bajó la mirada a la mesa.

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