Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Cuando unos minutos después volvió a entreabrir la puerta y asomó medio rostro por el resquicio entre las jambas, vio que la estatua seguía mirando a la nada, tan hierática como siempre.

Mejor que no le contara aquello a nadie. Ya había hecho bastante el ridículo por un solo día.

– Tú lo sabías.

Agmadán la miró con la boca tan apretada que sus labios, ya de por sí finos, habían desaparecido. Neerya estuvo a punto de contestarle: ¿Qué se supone que sabía? Pero sospechaba a qué se refería.

– Así que durante todo este tiempo lo que has estado vigilando no era la auténtica Espada de Fuego…

– ¡Ríete en mi cara, si te parece! ¡Estabas conchabada con él!

Neerya meneó la cabeza. Estaba sentada en un pequeño mirador asomado al oeste, aprovechando las últimas luces del día para bordar. Normalmente a esa hora solía leer, pero las noticias sobre la batalla y la posibilidad de que Derguín hubiese recuperado la Espada de Fuego habían tensado sus nervios como cuerdas de laúd a punto de romperse. Bordar era más relajante y la mente podía divagar.

– Eso no es cierto y lo sabes.

– ¿Por qué voy a saberlo?

Porque he llorado de rabia cada noche cuando tú te dormías, pensando que nos habías vencido a Derguín y a mí. ¿Crees que habría llorado así de haber sabido que el engañado eras tú?

No podía decirle eso, de modo que calló.

– Tu silencio es más elocuente y dañino que una puñalada -dijo el politarca.

– ¡Te juro por todos los dioses del Bardaliut, y que me fulminen con mil plagas si miento, que yo creía que el arma que había en el templo de Tarimán era la auténtica Zemal!

Neerya le miró a los ojos tratando de transmitirle la verdad de sus palabras. Era sincera. Pertenecía a los Bazu, un clan de origen Pashkriri que había extendido su red comercial por las regiones más civilizadas de Tramórea y que administraba y explotaba las principales rutas comerciales, incluidos los cinco mil kilómetros de la Ruta de la Seda. Algunos de sus miembros poseían el don congénito de influir en las mentes de los demás mediante una combinación de miradas y tonos de voz. Su madre, por ejemplo, atesoraba aquel talento. Pero quien había llegado a dominarlo más era su tío segundo Urusamsha, de quien se contaba que podía leer una mente con más facilidad que una carta. Urusamsha había aprovechado sus aptitudes para convertirse en el jefe de facto del clan y amasar una inmensa fortuna repartida en bancos de Pashkri, Ritión, Malabashi y Áinar.

La capacidad de Neerya de influir en la conducta de otras personas, sobre todo varones, era limitada y no se basaba en ningún don sobrenatural, sino en una mezcla de belleza e inteligencia. De haber sido como Urusamsha, habría aprovechado su poder para conseguir que Agmadán se despeñara por los acantilados de Narak o se cortara las venas de muñecas y tobillos.

Pero desde niña había comprobado que podía captar las emociones, ya que no los pensamientos, y sabía cuándo alguien mentía o decía la verdad. La última vez que vio a Derguín, encadenado en la mazmorra, lo encontró sinceramente desesperado, convencido de que lo había perdido todo. No, él no la había engañado, del mismo modo que ella no engañaba a Agmadán al asegurarle que no sabía nada.

Lo que suscitaba otras preguntas. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién o qué había ayudado a Derguín a recuperar la Espada de Fuego?

Agmadán llevaba un rato callado, mirando al suelo y moviendo la cabeza a los lados como si discutiera con una presencia invisible. Cuando un criado le trajo una copa de oro con vino tinto fresco, hizo ademán de rechazarla. Pero luego cambió de opinión, chasqueó los dedos para que le volviera a traer la copa, la vació de un trago y le ordenó que se la llenara de nuevo.

– Es posible que no lo supieras, que ese tipejo lograra engañarte a ti como hizo con los demás -dijo por fin.

No es necesario que le insultes, pensó Neerya. Pero prefirió no avivar más la cólera del politarca.

– Es tal como te he dicho.

– ¡Pero no puedes negar que te alegras! ¡Lo veo en tu cara! ¡Te alegras de que me haya dejado en ridículo!

– Lo que ocurra dentro de mi corazón es asunto mío.

– ¡Juraste pertenecerme sólo a mí, puta!

Neerya no soportaba la vulgaridad ni la grosería, y ahora fue ella quien estalló. De un palmetazo, arrancó la copa de la mano de Agmadán y derramó el vino en el suelo.

– ¡Pero no juré olvidarme de él! ¡Ningún juramento puede domar los recuerdos!

Agmadán levantó el brazo derecho para abofetearla. En vez de eludirlo, Neerya se acercó más, y casi le escupió en la cara al decir:

– ¡Adelante! ¡Pégame! ¡Ya sabes que también te juré otra cosa!

Pocos días después de que la Rauda se llevara a Derguín de Narak, Agmadán se enojó con Neerya por una simple mirada que le pareció insolente, la agarró del pelo y le propinó dos guantazos. Ella se libró de él y corrió hasta la balaustrada que había junto a la piscina, se subió a ella, sacó las piernas fuera, colgando sobre el abismo, y dijo:

– Por el voto que hice, no puedo tomar represalias contra ti. Pero si vuelves a ponerme la mano encima, juro por todos los demonios del Prates y el inframundo que me tiraré desde aquí.

Agmadán tragó saliva recordando aquello.

– Juramentos, juramentos… Ya que los sacas a colación, te recordaré a qué te obligan los tuyos. ¡Ve a la alcoba y espérame allí!

9 DE BILDANIL DEL AÑO 1002 DE TRAMÓREA

PASONORTE

A media mañana, el grueso de la Horda Roja ha llegado a la región conocida como Pasonorte, limitada al este por los montes Crisios, al oeste por las nevadas montañas de Atagaira, al sur por la planicie de Malabashi y al norte por el fértil país de Abinia. La vanguardia, formada por trescientos jinetes, alcanzó su destino tres días antes. En lugar de tomar el desvío al este que nos acercó a los demás a las inmediaciones de Atagaira, los exploradores cabalgaron en línea recta hacia el norte, atravesando con meritorios sacrificios un vasto y árido pedregal.

A nuestra llegada, dichos ojeadores nos informaron de que en la comarca de Pasonorte existen una ciudad digna de tal nombre, tres villas y una docena de aldeas. Todas ellas, a partir de ahora, pertenecen al feudo de la Horda Roja, según cédula concedida y firmada por la Divina Samikir, reina de Malib, que por propia voluntad acompaña graciosamente a nuestra expedición, junto con el noble Urusamsha-go-Bazu. Aunque por el campamento han corrido rumores de que ambos son en realidad rehenes, este cronista, por orden expresa del general en jefe de la Horda Roja, tah Kratos, desmiente aquí tal infundio.

Tah Kratos no desea desalojar a los habitantes de las mencionadas poblaciones ni, por el momento, mezclar a los Invictos con ellos. En el extremo occidental de Pasonorte, en las últimas estribaciones de los montes Crisios, hay una ciudad en ruinas que fue destruida por un terremoto en el año 923. Las crónicas de la época cuentan cómo días antes de la catástrofe se percibía en las calles un olor fétido, similar a los efluvios mefíticos que se captan cerca de ciertas ciénagas, y cómo desaparecieron misteriosamente todos los insectos, sabandijas y alimañas de los alrededores. El terremoto se produjo de noche y, según algunos supervivientes, se abrió en el centro de la ciudad una abismal grieta de la que brotaron unos monstruosos tentáculos de lodo que recorrieron las calles, derribaron edificios, atraparon a decenas de vecinos y los arrastraron a las profundidades.

Como fuere, la ciudad de Tolkar, pues tal era su nombre, no volvió a ser habitada desde entonces. Pero tah Kratos y los oficiales de su estado mayor han considerado que, puesto que se eleva más de cien metros sobre las tierras de Pasonorte y domina la región, se trata de un enclave asaz apropiado para que la Horda asiente aquí sus reales. Las ruinas se hallan en un estado no mucho menos calamitoso que las de Nidra, pero, tomando en cuenta la fuerza de trabajo de la Horda, los sueldos que gracias al botín arrebatado a los Aifolu se pueden pagar a los lugareños, la cantidad de materia prima disponible en el propio lugar y las condiciones del clima de Pasonorte, este humilde cronista calcula que la reparación de las murallas, menester el más urgente de todos, podrá terminarse en tres meses, y la del resto de la ciudad en un máximo plazo de un año, un mes y dos semanas, tres días arriba, tres días abajo.

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