Por fin, el chirrido se detuvo. Más allá de la zona que alumbraban sus lámparas se abrió un círculo de luz. Caminaron hacia él y no tardaron en salir al exterior.
Se encontraban sobre un promontorio asomado al mar. Estaba atardeciendo. Por el olor del aire y la humedad del suelo, se notaba que acababa de llover. El agua había lavado la atmósfera y, a través de las escasas nubes que se veían en el cielo, un abanico de rayos de sol lo bañaba todo con una pátina dorada. Después del largo viaje en la oscuridad, a Ariel se le antojó el espectáculo más hermoso que había visto en su vida.
El aire estaba tan diáfano que se apreciaban con nitidez los detalles más lejanos. En el horizonte oeste, sobre la línea del mar, se adivinaba el contorno morado de una isla.
– Ésa es Narak -dijo Tríane-. Nuestro destino.
Bajaron por un sendero tortuoso que discurría al borde de un acantilado. Las guerreras Teburashi jadeaban por el esfuerzo de cargar con aquel pesado bulto envuelto en un saco, y más de una vez estuvieron a punto de perder el equilibrio y caer por el precipicio. Pero finalmente llegaron a una bahía en la que había una ciudad amurallada y un puerto.
La aparición de tantas mujeres viajando solas y armadas hasta los dientes sorprendió a los guardianes de la muralla. Pero Trímor, que así se llamaba la ciudad, era un lugar hospitalario y pacífico donde se admitía a todo viajero que llevara la bolsa llena de monedas.
Para asombro de Ariel, los centinelas las informaron de que estaban a 5 de Bildanil. No habían pasado dos semanas bajo tierra, sino tan sólo cuatro días. Preguntando a las Atagairas, descubrió que a ellas el viaje también les había parecido más largo, pero a ninguna tanto como a Ariel.
– Es normal -le dijo Antea-. Cuando yo era niña, daba la impresión de que cada invierno duraba cuatro años por lo menos.
– Ya no soy tan niña -respondió Ariel.
– Dejémoslo en dos años entonces -dijo la Teburashi, de buen humor.
Al día siguiente embarcaron en un navío mercante que se dirigía a la ciudad de Narak. Pertenecía a la flota de Narsel, pero Ariel no encontró a bordo ningún rostro familiar. Se preguntó si alguien la habría reconocido ahora que ya no vestía como un chico y llevaba el pelo más largo.
Antes de subir a bordo, compraron una caja para meter al Mazo. En el momento de guardar el saco, Ariel se empeñó en que lo abrieran. Quería comprobar cómo estaba su amigo.
El cuerpo seguía frío y rígido, pero intacto. Sin embargo, a Ariel le pareció notar un pequeño cambio.
– ¿Qué es esta marca que tiene en el hombro? -No recordaba haber visto aquel pinchazo.
Bedilse, una de las guerreras que custodiaba el cadáver, se apresuró a cerrar el saco sin dar explicaciones. Ariel se preguntó si le estarían inyectando en el cuerpo algún líquido embalsamador, como hacían con los cadáveres de la gente importante en Malabashi. Pero éste debía ser un líquido milagroso, porque al parecer los cuerpos de esas personas se convertían en momias secas y arrugadas como cecina, mientras que El Mazo conservaba la piel tersa y sus músculos no habían perdido volumen.
Comparada con la travesía por el túnel, la navegación por el mar de Ritión resultó muy divertida. Había un grupo de músicos que ensayaban en cubierta por las tardes y la noche antes de llegar a Narak se celebró una fiesta, hubo baile e incluso pelea: un fanfarrón que pretendió propasarse con una Atagaira acabó volando por encima de la borda.
– No estamos muy lejos de la costa -dijo el capitán, encogiéndose de hombros-. Que nade o que se ahogue.
Arribaron a su destino el 9 de Bildanil. Aun cubiertas y encapuchadas, las Atagairas llamaban tanto la atención que la gente las señalaba con el dedo en el puerto de la Seda.
Ariel apretó la espada. La llevaba atada a la espalda por debajo de la capa. Le daba la impresión de que todo el mundo clavaba los ojos en ella y murmuraba: ¡Mirad, es la ladrona que ha robado a Zemal! Pero su madre le apretó el hombro y le sonrió.
– No seas boba, Ariel. Nadie sabe lo que llevas encima.
– Entonces, ¿por qué nos miran tanto?
– ¿Tú no mirarías si vieras desembarcar a esas nueve machorras juntas? -dijo su madre, señalando a las Atagairas.
A Ariel no le parecían machorras en absoluto, quizá porque en el fondo empezaba a tomarse en serio lo de ser Atagaira de adopción. Pero la consoló percatarse de que, en realidad, el foco de atención eran las guerreras y no ella.
Al bajar a tierra, alquilaron una carretilla de dos ruedas para transportar con más comodidad la caja donde guardaban el cuerpo del Mazo. Ariel recordó cuando hacía tres meses, que ahora se le antojaban una eternidad, había desembarcado en ese mismo puerto con Narsel y un marino llamado Urmas empujaba una carretilla con un cajón parecido, aunque no tan grande ni pesado.
Aquel cajón contenía el cuerpo petrificado de Mikhon Tiq. Pese a que parecía imposible, la estatua se había convertido de nuevo en un ser humano. Ariel cruzó los dedos y rezó para que El Mazo corriera la misma suerte. ¿Acaso era más difícil resucitar un cadáver que convertir la piedra en carne? Seguro que no.
– ¿Ahora adónde vamos, madre? -preguntó Ariel, levantando la mirada hacia la Buitrera, donde había pasado los días más felices de su vida con su padre.
– Tú nos lo dirás. Eres nuestra guía aquí.
Agmadán, politarca de Narak, desayunaba sentado ante un velador de mármol en una de las terrazas de la mansión de su concubina Neerya, en el distrito del Nidal. El cielo estaba despejado, el sol calentaba lo justo y el aire, que en las alturas solía soplar con fuerza, no pasaba de una brisa que apenas revolvía el pelo de Neerya. La vista era espléndida, pero al atardecer, cuando el sol se pusiera entre los promontorios que cerraban la bahía, tiñendo las rocas de rojo y el mar de oro líquido, sería todavía más hermosa.
Desde allí arriba, el politarca tenía la ilusión de dominarlo todo. Si extendía la mano ante los ojos como un pintor, podía utilizarla como escala para medir todo lo que veía. Los puertos de Namuria y Tatros, la playa de la Espina, el paseo marítimo con sus suelos enlosados, sus palmeras y sus sombreadas columnatas, las casas y los templos de los otros dos distritos de las alturas, la Acrópolis y la Buitrera: cada uno de esos lugares, visto desde allí, medía poco más que la palma de su mano. Para tapar los edificios individuales o los barcos que entraban y salían le bastaba con la uña del pulgar. En cuanto a la gente que pululaba en los puertos y empezaba a llenar el mercado de la Espina, sólo se divisaba como una masa confusa e indiferente.
Lo que era.
Narak constituía una anomalía. Una democracia, el gobierno del pueblo. Ciudadanía con plenos derechos para todos. Los mismos para el necio que para el inteligente, para el ganapán que para el terrateniente o el empresario. Las masas malolientes que se apiñaban en las casuchas del Nidal, que con suerte se bañaban una vez al año, que se colgaban encima bastas ropas de arpillera y pergal, que se regalaban en sus fiestas horribles ídolos de barro pintados con colores chillones como si fueran obras de arte, que en sus bodas entonaban obscenas canciones en las que sólo se hablaba de falos hinchados y novias lujuriosas, recibían los mismos derechos y privilegios que los educados aristócratas que vestían lino y seda, frecuentaban las termas, se perfumaban con nardo y jazmín, se extasiaban ante las maravillosas esculturas de la Acrópolis o los delicados poemas de amor de Baryún, criaban caballos de carreras y perros de caza y sabían apreciar los mejores vinos de Kahurna.
Por suerte, la anomalía política estaba desapareciendo. Tras el golpe que Agmadán y sus aliados habían asestado contra la familia de los Barustanes, asesinando a tah Krust, jefe del clan, y cargándole literalmente el muerto a Derguín Gorión, la celebrada democracia de Narak ya era sólo una farsa. Los ciudadanos con una renta anual inferior a cincuenta imbriales, que suponían ocho de cada diez, aún tenían derecho a asistir a la asamblea, pero ya no podían tomar la palabra en ella. Por «comodidad», el lento procedimiento del recuento de manos se había sustituido por el voto por aclamación: el bando que gritaba más fuerte ganaba. Ya cuidaba Agmadán de que los funcionarios que se escondían tras los biombos para juzgar el volumen de los gritos oyeran
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