Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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lo que él quería que oyeran.

Sobre todo, se había decretado una nueva ley por la que el Consejo de las Siete Familias podía vetar cualquier propuesta aprobada por la Asamblea. Una potestad que ejercía con mucha liberalidad.

Puesto que el Consejo de las Siete Familias lo dominaban los Agmadánidas y él era el jefe del clan, el politarca Agmadán no andaba tan descaminado cuando al contemplar desde las alturas la bahía y ciudad de Narak sentía que todo aquello era su predio particular.

La guinda de aquella inmensa tarta se sentaba a su lado. Neerya, la mujer más hermosa de Narak. Así, al menos, era considerada. A Agmadán no le deleitaba tanto contemplar su belleza como saber que el resto de la ciudad pensaba que no tenía parangón y lo envidiaba a él por compartir su lecho.

El politarca sólo disfrutaba de lo mejor. Incluyendo la mansión de Neerya. Él poseía la suya propia, por supuesto; no en el Nidal, sino en la Acrópolis, no muy lejos de la sede del Consejo. Pero no pasaba demasiado tiempo en ella. Era una casa antigua, algo incómoda, y no gozaba de tan buenas vistas por culpa del templo de Tarimán, edificio que con mucho gusto habría hecho demoler para que le dejara contemplar la bahía.

Sobre todo, en esa casa vivía su esposa legítima. Una mujer que había sido bella y que lo seguiría siendo si no tuviera siempre en la cara ese gesto acre, como si alguien le estuviera ofreciendo un pincho de boñiga de cabra en un banquete. Esa grosera definición se la había oído a Krust, pero por una vez Agmadán no había tenido más remedio que estar de acuerdo con el difunto Tahedorán.

Al pensar en su mujer, Agmadán estiró la mano y rozó los dedos de Neerya. Ella se volvió y le sonrió.

Sólo con la boca, no con la mirada. Sus ojos de ámbar siempre estaban tristes. Quizá eso contribuía a realzar su belleza. En opinión de Agmadán, una mujer que reía a carcajadas era tan vulgar como cualquier pescadera del puerto.

Un sirviente les escanció un vino blanco muy suave. Neerya ni lo probó. Tampoco había tocado la comida, tan sólo había mordisqueado un albaricoque.

– Deberías comer más. Se te empiezan a notar las costillas. No quiero que la gente piense que te mato de hambre.

– No lo pensarán, querido. Todo el mundo conoce la proverbial generosidad de Agmadán.

El politarca se preguntó si estaría siendo irónica. Cuando era uno más de sus pretendientes, Agmadán le hacía regalos muy valiosos. Gracias a esos obsequios y los de otros amantes, la mansión de Neerya disponía de lujos como una piscina al aire libre en la terraza contigua. Estaba construida sobre un hipocausto, por lo que se podía bañar en ella incluso en las noches de invierno.

Pero desde que Neerya le prometió ser sólo suya a cambio de permitir que el Zemalnit fuera desterrado y no ejecutado, Agmadán no se molestó en hacerle ni un regalo más. Era un hombre práctico, y ahora que Neerya se había convertido en un activo seguro le convenía más invertir su fortuna en bienquistarse a otras personas. No resultaba fácil mantenerse en la cúspide del poder cuando en las Siete Familias había aristócratas tan ambiciosos y con el colmillo tan retorcido como él.

– Señora…

Neerya se volvió hacia el ama de llaves.

– Ha venido un mensajero con un recado para el noble politarca. ¿Debo dejarle pasar?

Cuando decía «noble politarca», la vieja bruja lo miraba con cierta ojeriza. A Agmadán le irritaba que los sirvientes de Neerya se dirigieran primero a ella cuando él estaba delante. Era algo que tendría que cambiar.

Pocos minutos después apareció el mensajero, un criado de Agmadán.

– Te traigo una carta, señor. Ha llegado esta misma noche con un cayán. El escriba me encarga que te diga que la ha copiado en letra más grande para que no tengas que…

– Ya, ya -dijo Agmadán, impaciente. Su vista ya no era la de antes, pero no había por qué propalarlo. Tomó el papel y despidió al criado.

El mensaje era de Lirib, una ciudad de Malabashi con la que Agmadán llevaba años haciendo negocios. Su agente comercial le informaba de importantes noticias que provenían del este.

– ¿Qué te ocurre, querido? -le preguntó Neerya-. ¿Es que el vino está agrio?

– No, querida. El vino está excelente.

Al parecer, en los últimos días del mes de Anfiundanil se había librado una batalla al este de Lirib, no lejos de las montañas de Atagaira. El combate había enfrentado a la Horda Roja contra el Martal, el ejército Aifolu que acababa de arrasar la populosa ciudad de Malib.

En la batalla, contra todo pronóstico, el Martal había sido derrotado, y no sólo derrotado, sino prácticamente borrado de la faz de Tramórea. Hasta ahí, la noticia era buena. Por culpa de esa hueste de fanáticos, el comercio con las ciudades del continente casi se había interrumpido, lo que a Agmadán le suponía perder cerca de la mitad de sus beneficios.

El mensaje detallaba que los Invictos habían lanzado una carga de infantería y caballería contra el Martal, pese a que éste los superaba en número. Pero su gallarda acción no habría servido de nada si en aquel momento los Aifolu no hubiesen recibido un ataque inesperado desde el otro flanco: por primera vez en mucho tiempo, el ejército de Atagaira en pleno había bajado de las montañas para ir a la guerra.

Lo que había hecho apretar los labios a Agmadán en su típico gesto de dispepsia era lo que venía a continuación. En vanguardia de las Atagairas, rompiendo la formación enemiga, había cargado el mismísimo Zemalnit Derguín Gorión, armado con la Espada de Fuego.

Con la Espada de Fuego.

– Esto no puede ser verdad -rezongó.

– ¿Qué no puede ser verdad, querido?

Agmadán la miró con ira. ¿Ese brillo en sus ojos casi amarillos no era acaso de alegría, de secreta o no tan secreta burla? Arrojó la carta sobre la mesa y le ordenó:

– Léela.

Los ojos de Neerya se deslizaron por las líneas de la misiva a toda velocidad. Al principio su gesto era inexpresivo, como si las noticias no fueran con ella. Pero de pronto todo cambió. Sus ojos se iluminaron como gotas de oro bajo la luz del sol, sus mejillas se volvieron más tirantes y en las comisuras de su boca aparecieron dos hoyuelos que Agmadán no recordaba. Fue como una vela que colgara mustia y de pronto se hinchara al recibir una racha de viento.

Agmadán tiró del papel para quitárselo de las manos.

– ¡Espera, no he terminado de leer!

– Esto es un engaño. Debe ser un infundio, inventado para explicar una victoria inesperada. ¡La Espada de Fuego está aquí, a buen recaudo!

Neerya trató de adoptar una expresión neutra, pero saltaba a la vista que le costaba trabajo controlar las comisuras de la boca y que aquel chispeo no había abandonado sus ojos.

Agmadán la agarró de la muñeca y apretó.

– ¿Qué sabes tú de esto?

– Suéltame. Me estás haciendo daño.

– ¿Es alguna trama vuestra? ¿Has robado la espada y has hecho que se la envíen?

– ¿Cuándo iba a hacer eso, querido? ¿En qué momento dejan de vigilarla tus hombres? Interrógalos si quieres.

Eres capaz de haberte acostado con todos para sobornarlos, pensó Agmadán. Pero incluso él conocía los límites y sabía lo que podía y no podía decirle a su concubina.

– Tiene que ser mentira -dijo, más para sí que para ella-. Zemal se halla bien custodiada en el templo de Tarimán. No hace falta ni comprobarlo.

Pero, contradiciendo sus palabras, apuró la copa de vino, se limpió los labios con la servilleta de lino, la arrojó al suelo como si tuviera la culpa de su enfado y se marchó de allí.

Cruzar del monte del Nido a la Acrópolis suponía bajar más de cien metros de desnivel y volverlos a subir. Había un puente colgante que unía ambos distritos. No todos los Narakíes se atrevían a utilizarlo, pues oscilaba con el viento y entre los huecos de las tablas se veía perfectamente el vertiginoso abismo. Pero Agmadán lo cruzó con paso furioso, sin tan siquiera agarrarse a las sogas del pasamanos.

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