Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Por el momento, la Horda Roja se ha instalado en las ruinas de Tolkar, y

el estandarte de nuestro orgulloso narval ondea en el único torreón que permanece intacto, sobre el baluarte meridional. Hoy, 9 de Bildanil, se han llevado a cabo los rituales deprecatorios para propiciarse a los espíritus de los antiguos moradores de la ciudad, y también se han ofrecido sacrificios a la gran estatua de Anfiún que, milagrosamente, se ha encontrado intacta entre los escombros de un templo. También se ha procedido a cambiar el nombre de la ciudad, para lo cual se ha votado en asamblea formal de guerreros. Algunos nostálgicos han propuesto el nombre de Mígranz. Otros, llevados por la admiración a nuestro nuevo general, que no por vulgar adulación, han sugerido llamarla Kratine, Kraturia u otras variantes, cada uno ateniéndose a las reglas de su propio idioma. Tah Kratos, de natural modesto y discreto, se ha negado a que la nueva capital de la Horda Roja lleve su nombre y ha propuesto, tras consultar al joven erudito Mikhon Tiq, versado en lenguas del pasado, que sea conocida como Nikastu, que en el idioma de los Arcanos significa «ciudad de la victoria».

La moción ha sido aprobada por aclamación. Así termino esta entrada del diario oficial de la Horda Roja hoy, 9 de Bildanil, en la ciudad refundada de Nikastu. De lo que queda constancia con mi firma y con la de tah Kratos, general en jefe de los gloriosos Invictos.

AHRI DE ÁTTIM, Diario de la Horda Roja

Mientras a más de mil kilómetros de distancia Neerya se tumbaba boca arriba en el lecho y se dejaba hacer pensando en el hombre al que amaba, éste se retorcía las manos, tratando de aliviar la torturante comezón que le producía la ausencia de la Espada de Fuego.

– Deberías comer, tah Derguín. Así al menos tendrías algo en que entretener los dedos -le dijo Kybes.

Estaban sentados en El Mirador de Nikastu, la primera taberna de la joven ciudad, inaugurada por Gavilán. El capitán de la compañía Terón no había perdido el tiempo. «Es la primera noche en nuestra nueva ciudad», había dicho, «y sería de muy mal agüero que no la celebráramos con una buena borrachera.» Por el momento, las paredes de la cantina, allí donde las había, no levantaban más de un metro del suelo, pues el lugar que había elegido Gavilán era un solar donde antes del terremoto debió levantarse una mansión señorial.

Según explicaba a la clientela mesa por mesa, Gavilán había escogido aquel lugar por las vistas: el solar se hallaba en la parte norte de la ciudad, en una elevación que superaba incluso la altura de la muralla. Desde allí se divisaban las llanuras de Abinia y el aire que soplaba era fresco. Tal vez en exceso. Entraba el otoño y el viento venía del norte, donde el clima era más húmedo y menos cálido que en la tórrida Malabashi.

A ratos, Derguín no notaba el frío y a ratos se estremecía. Como había previsto, estaba sufriendo constantes accesos de fiebre. Llevaba ya siete días sin la espada, tantos como la vez anterior. En aquella ocasión había supuesto – erróneamente que Zemal se encontraba en su casa, escondida dentro de la armadura hallada en Arak. Ahora no tenía la menor idea de en qué rincón de Tramórea podía hallarse. Había decidido acompañar a la Horda Roja en su viaje, en lugar de regresar a Narak, por dos razones. En primer lugar, sin la Espada de Fuego no tenía el poder necesario para vengarse de Agmadán y recuperar a Neerya. En segundo lugar, no quería distanciarse demasiado de Atagaira: estaba convencido de que Ziyam y Zemal no podían hallarse muy lejos la una de la otra.

En parte acertaba y en parte se equivocaba.

– ¿No has oído a Kybes? -preguntó Baoyim-. Come algo, por favor.

Kybes y Baoyim estaban muy entretenidos dando cuenta de una ración de caracoles. En la tercera jornada de viaje desde el Kimalidú, mientras seguían una ruta en forma de arco que los había acercado a las montañas de Atagaira, les había llovido durante varias horas. Al día siguiente la Horda había pasado junto a un bosquecillo en el que los críos, durante el descanso de mediodía, se habían dedicado a atrapar caracoles que Gavilán les había comprado a buen precio.

A Derguín siempre le habían gustado aquellos moluscos, pero ahora se le revolvía el estómago al ver cómo Kybes y Baoyim hurgaban en sus conchas con alfileres para sacar sus cuerpos blandos y viscosos, y antes de llevárselos a la boca los contemplaban con tanta satisfacción como balleneros que hubieran arponeado un cachalote. Tampoco había sido capaz de probar el pollo asado que les habían servido antes, así que la causa no era que la textura de aquellos moluscos fuese más o menos babosa. Simplemente, tenía la garganta y la boca del estómago cerradas con un candado.

Escondió las manos debajo de la mesa y se clavó las uñas en los muslos hasta hacerse daño. Por fin llegó la siguiente ronda de cervezas. Derguín había pedido una jarra doble, pensando que había pocos camareros atendiendo las mesas y que acabaría con su bebida antes de que tuvieran la suerte de que volvieran a atenderlos.

Cuando dio el primer trago, largo como el beso de dos amantes que se reencuentran, comprobó con el rabillo del ojo que sus amigos lo observaban con preocupación. Sí, estoy bebiendo mucho, pensó. Y, con el estómago vacío, la cerveza se le estaba almacenando toda en un lugar situado justo encima de sus cejas. ¿O era más bien en su nuca? Hambre no tenía, pero sed sí, una sed monstruosa, y además la única forma que se le ocurría para conciliar el sueño era embotarse a fuerza de beber.

La tragantada fue tan larga que se le llenaron los ojos de lágrimas. Para despejarlos, se los frotó y parpadeó, mientras miraba a su alrededor. Había unas treinta mesas, de diversas formas, maderas y tamaños, y el surtido de sillas no era menos abigarrado. No muchos días atrás, en esas mismas mesas y sillas se habían sentado los oficiales del Martal para banquetear y celebrar sus masacres. Gavilán, que llevaba tiempo pensando en montar su propio negocio, había comprado las de más calidad a aquellos a quienes les habían correspondido en el reparto del botín, y otras las había rescatado de una gran montonera destinada a convertirse en leña.

Presidía la fiesta de inauguración una estatua de seis metros de altura. La habían encontrado a poca distancia de allí, sepultada entre una pila de cascotes y tejas, pero incólume. Era una talla de madera maciza, y muy pesada, que representaba a Anfiún. Tras hacerle los sacrificios de rigor,

Gavilán había convencido a Kratos de que el mejor lugar para el dios, que como buen guerrero tenía fama de borrachín, era El Mirador de Nikastu, así que la había hecho traer y encaramar sobre un pedestal.

Ahora el rostro severo y barbudo del dios los contemplaba desde arriba, tal vez envidioso del festín que se estaban dando a su alrededor todos aquellos soldados. No obstante, para contentarlo, lo tenían rodeado de velas encendidas, pasteles de ofrenda e incluso una enorme jarra con veinte litros de hidromiel, que según la tradición era su bebida favorita.

– Es un Xóanos -comentó Derguín. Sus amigos, que llevaban un rato comentando el clima de la región y tratando de incluirlo a él en la conversación, se quedaron callados.

– ¿Un Xóanos? -preguntó Kybes al cabo de unos segundos-. Disculpa mi incultura, tah Derguín. ¿Eso qué es?

– Una estatua de una era anterior. De antes del año Cero.

– ¿Tiene más de mil años? ¿Una talla de madera? ¿No crees que debería estar podrida?

– Si se trata bien, la madera puede durar mucho tiempo -dijo Baoyim.

– ¿Cómo lo sabes? Ignoraba que fueras ebanista.

– Y no lo soy. Pero he trabajado para varias escultoras y algo entiendo de materiales.

– ¿Que has trabajado para escultoras? ¿Qué hacías, les sujetabas los cinceles, les barrías el taller?

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