Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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El templo de Tarimán se hallaba al borde de un farallón, a poca distancia de su casa. En Narak reinaba una especie de extraña telepatía por la que la gente se enteraba de todo lo que pasaba casi al momento. Por eso a Agmadán no le extrañó ver a su esposa, rodeada de criadas y asomada a un balcón que daba a los jardines que separaban la mansión del templo. No se molestaron en saludarse.

El politarca entró al santuario. Tras la alargada sala de ofrendas y sacrificios se hallaba la cella. Las puertas estaban cerradas y ante ellas montaban guardia seis centinelas, que abrieron paso a Agmadán.

Dentro había otros seis soldados. Al principio Agmadán tenía a treinta hombres custodiando la Espada de Fuego, pero con el tiempo relajó la vigilancia.

En el centro de la estancia se alzaba la estatua de Tarimán. No era de las más grandes que podían encontrarse en Narak, pero en un espacio tan reducido sus cuatro metros de altura intimidaban. Se trataba de una de las esculturas más antiguas de la ciudad, del tipo que llamaban Xóanos, una palabra que no parecía significar nada en ninguna lengua conocida de Tramórea. Estaba tallada en madera y la pintura se veía descolorida por el tiempo. Se decía que los Xóanos eran anteriores al año Cero. Agmadán se mostraba escéptico con esas cosas. Como su padre solía decir, «los hombres siempre exageran la antigüedad de las obras de arte, el número de soldados de los ejércitos enemigos, la belleza de sus amantes y la longitud de sus miembros viriles».

– ¿Para qué forjarías esa mierda de espada? -le preguntó directamente a la estatua. Su blasfemia provocó carraspeos nerviosos entre los vigilantes. Pero el dios de la barba roja siguió mirando al frente impertérrito, con el enorme martillo aferrado entre ambas manos.

Zemal seguía donde debía estar, al pie del Xóanos. Para asegurarse de que no se la llevaran, habían rodeado la vaina con tres argollas de hierro atornilladas al mármol del pedestal. Si alguien quería robar el arma, tendría que agarrarla por la empuñadura y extraerla de su funda, lo que para el pobre desgraciado significaría convertirse en un montón de cenizas humeantes.

Agmadán se agachó y examinó la empuñadura oscura. Acercó los dedos a la cabeza desgastada que remataba el pomo, pero dudó. ¿Y si el mensaje era una trampa destinada a que, creyendo que no era la auténtica Espada de Fuego, muriera abrasado al desenvainarla?

Mejor que ese riesgo lo corriera otra persona.

Salió de la cella y ordenó a los soldados que le trajeran a algún convicto. Por desgracia, la torre de Barust se hallaba al otro lado de la bahía, y entre el traslado en barca y la subida en el funicular se hizo casi media tarde. En su zozobra, Agmadán no fue capaz de probar bocado y se dedicó a dar impacientes paseos por el templo y los alrededores.

Por fin le trajeron al prisionero, un hombrecillo de mentón huidizo al que habían condenado a muerte por destripar a un ciudadano en un callejón para robarle la bolsa.

– Soy inocente, señor -fue lo primero que dijo-. El hombre que atestiguó contra mí era mi cuñado -añadió, como si con eso quedara dicho todo.

– ¿Cuándo se ejecutará tu sentencia?

– Dentro de dos semanas, señor.

– Si haces lo que te digo, me las arreglaré para que te la conmuten por quince latigazos.

– ¿Puedes hacer eso, señor? Te lo agradecería mucho, mucho -dijo el hombrecillo, tomándole la mano y untándosela de besos-. ¿Qué debo hacer?

Agmadán lo condujo al interior de la cella, le enseñó la espada atornillada al pedestal y se lo explicó.

– ¡No me pidas eso, señor! ¡No hay nadie en toda Tramórea que no sepa que sólo el Zemalnit puede coger su arma! ¡No quiero morir así!

– ¿Crees que es mucho mejor morir ahorcado? Existen sospechas de que ésta no es la auténtica Zemal. Al menos tendrás alguna posibilidad más. ¿Es que de niño no te enseñaron matemáticas?

– ¿Matequé, señor?

El jefe de los guardias se acercó a Agmadán y le susurró al oído:

– ¿Es esto prudente, señor? Si resultara ser la auténtica Zemal, este hombre podría atacarnos con ella y escapar…

– ¿Cómo puedes ser tan mentecato? ¿No le has oído a él? ¿O es que eres el único en Tramórea que no sabe lo que ocurrirá si es la espada de verdad?

El oficial se ruborizó y retrocedió sin decir nada. Agmadán se volvió de nuevo al convicto.

– Entre una muerte segura y otra tan sólo probable cualquiera sabe lo que debe elegir.

– Yo no, señor. Ya mi padre me decía que yo era muy ignorante y que no sabía lo que me convenía.

Agmadán bufó de impaciencia.

– Te condono también los latigazos. Si no es la auténtica espada, saldrás de aquí como un hombre libre.

– ¿Y qué haré entonces, señor? Nunca he aprendido un oficio. Al final tendré que volver a robar y me condenarán de nuevo.

– ¿No decías que eras inocente, rata de alcantarilla? Está bien, haz lo que te digo y si sobrevives te daré diez radiales.

– Eres muy generoso, señor, pero con eso…

– Con eso puedes montar un negocio o, mejor aún, comprarte a una esclava que tenga más cabeza que tú y lo lleve por ti. No hay más ofertas. ¡O aceptas o te juro que yo mismo te ejecutaré en el acto clavándote una espada en los intestinos para que mueras entre tu propia mierda!

Por fin, el condenado accedió. Apretándose la tripa de puro miedo, se hincó de hinojos junto a la espada y rodeó la empuñadura con los dedos. Aguantó así un par de segundos y se levantó de un brinco.

– ¡Ya está! ¡No ha pasado nada!

– ¿Cómo que ya está? ¡Tira de ella y sácala de la vaina!

El hombre volvió a arrodillarse, empuñó de nuevo la espada y, con los ojos tan apretados que se le formaron dos abanicos de arrugas en las sienes, empezó a tirar del arma.

– ¡Sigue! ¡Hasta que veamos la punta! -le ordenó Agmadán.

No era más que una espada normal y corriente, algo oxidada y con los filos mellados. Agmadán sintió que se le subía la sangre a la cabeza, a medias por la cólera y a medias por la vergüenza de haber sido engañado, para colmo delante de testigos.

– Vuelve a envainar la espada.

– Me alegro de haberte hecho este servicio, señor -dijo el hombrecillo tras obedecer la orden-. Si necesitas cualquier otra cosa de mí…

– Contaré contigo, no lo dudes. Siempre me vienen bien los hombres valientes y con iniciativa. Ahora, estos soldados te acompañarán a mi casa, donde mi tesorero te entregará los diez radiales.

Mientras dos de los tres soldados sacaban al convicto de la cella, Agmadán se acercó al oficial y le dijo:

– No quiero que esto salga de aquí. Si se sabe, haré que a ti y a tus hombres os despellejen.

– Sí, señor. Pero ¿crees que el prisionero…?

– Muy mala suerte sería que se aleje más de diez metros del templo sin dar un resbalón y caer por el acantilado.

– Entendido, señor. Un resbalón. Por encima del pretil.

– ¡Fuera de aquí, vamos! Quiero estar solo.

Cuando el último soldado cerró la puerta de la cella tras de sí, Agmadán se acuclilló junto a la espada. Pese a lo que acababa de presenciar, los dedos le temblaban cuando los acercó al puño del arma. Por fin, se decidió a cerrarlos y tiró. Con un rechino oxidado, la hoja salió un palmo.

– ¡Estás muerto, Agmadán!

Al oír la voz sobre su cabeza, dio un respingo y retrocedió, todavía en cuclillas, hasta caer sobre el trasero. El susto le había acelerado tanto el corazón que se llevó la mano al pecho para apretárselo y aliviar el dolor.

Levantó la mirada. Tarimán había inclinado el cuello y lo miraba sonriente. Agmadán se puso de pie y salió corriendo de la cella, despavorido.

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