Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Tártara. No había oído ese nombre en mi vida.

– Pero un reino de mujeres sería otra cosa -prosiguió Tríane, como si no hubiera oído a Ziyam, con lo cual dejó a Ariel con la curiosidad de saber qué o quién era Tártara-. Aunque a Tubilok lo llamen «loco», en el pasado era el más inteligente de los dioses y se podía negociar con él.

– ¿Quién eres tú, Tríane? ¿Por qué sabes todas esas cosas?

No te lo va a decir, pensó Ariel. Corroborando su sospecha, Tríane respondió:

– Mi identidad carece de importancia, majestad. Todo lo que necesitas saber de mí es que te conviene estar en mi mismo bando.

Ariel sintió un pie descalzo que le rozaba el cuello. Esos dedos tan finos y suaves eran inconfundibles.

– ¡Deja de hacerte la dormida, perillana! -le dijo su madre-. Sé que llevas un rato escuchándonos.

Ariel se incorporó frotándose los ojos y fingiendo un gran bostezo que, incluso antes de cerrar la boca, supo que no había sido demasiado convincente.

– No he oído nada, madre. Estaba soñando con Narak -dijo, mintiendo sólo en parte.

– Allí nos vendrás muy bien. Las ciudades no me gustan. Tú serás nuestra guía. -Tríane le rodeó el hombro y la apretó contra su cuerpo. Ariel le devolvió el abrazo y enterró la nariz en su cuello. Le encantaba aquel olor a flores frescas de estanque y a lluvia recién caída.

– Cuando esto acabe, le devolveremos la espada a mi padre, ¿verdad?

– Claro que sí, hija -respondió Tríane, acariciándole el pelo y besándola en el cuello-. Claro que sí.

3 DE BILDANIL

MÍGRANZ

El heraldo no tardó en averiguar por qué los propios oficiales de su batallón habían arrojado a Grondo por la ventana. El principal motivo era la frustración, sobre todo contra ellos mismos, que se sentían furiosos y engañados por haber seguido su consejo y quedarse en Mígranz en lugar de acompañar al resto de la Horda Roja en su aventura en el sur.

El cayán que el heraldo había visto sobrevolar el patio era el segundo que recibían ese mismo día. El primero les había informado de la inesperada victoria de sus hermanos Invictos en un lugar lejano conocido como la Roca de Sangre. Hasta las tierras del Norte habían llegado noticias del devastador avance del Martal, una hueste innumerable de salvajes Aifolu ayudados por enormes aves antropófagas y demonios de pesadilla, que arrasaban las ciudades a su paso y asesinaban a todos sus habitantes.

Los Invictos, mandados por Kratos May, habían derrotado a los Aifolu. Superados diez a uno, los habían aniquilado, y el Martal era ya sólo un nombre de pesadilla que se utilizaría en el futuro para asustar a los niños.

Aquella noticia no había alegrado demasiado a los oficiales reunidos con Grondo. En lugar de compartir la gloria y el botín con Kratos y sus hombres, se veían encerrados en Mígranz, con miles de refugiados que sólo les servían de estorbo y rodeados por un ejército que no los decuplicaba, sino que los superaba treinta a uno.

Para colmo, el segundo cayán les había traído la respuesta de Kratos a su petición de auxilio. En ella, se lamentaba de no poder ayudar a sus hermanos y les recomendaba que se rindieran con la condición de que los Trisios les dejaran salir de Mígranz provistos de armas y alimentos y dirigirse al sur. «Donde os esperamos con los brazos abiertos», añadía el Tahedorán.

Aunque todos aquellos oficiales habían tenido la oportunidad de acompañar al duque Forcas y la habían rechazado, la memoria humana es frágil, o más bien creativa, y se convencieron a sí mismos de que era Grondo quien los había persuadido, engañado o incluso obligado a permanecer en Mígranz. Resultaba más fácil culpar a una sola persona que a veinte -o a mil, pues todos los soldados que quedaron atrás lo habían hecho por propia voluntad-, de modo que eligieron a su general como chivo expiatorio y lo depusieron por el expeditivo procedimiento de la defenestración.

Aun siendo algo que atentaba contra sus principios, ya que la Horda siempre se había considerado autosuficiente, los defensores de Mígranz suplicaron ayuda a Áinar enviando no un cayán, sino tres, por si alguno caía en las garras de un águila o un halcón. Para reforzar su petición, eligieron como nuevo general a un Ainari natural de Tíshipan llamado Trekos, como el río que desembocaba en su ciudad.

Mientras aguardaban la respuesta, Trekos y cinco oficiales más recibieron al heraldo en la sala de consejos. Ese día soplaba el viento y, como no tenían medios ni tiempo de reparar la vidriera, habían cubierto la ventana rota con una pantalla de pergamino que se hinchaba y flameaba con el aire, produciendo un repiqueteo constante que no contribuía a calmar los nervios de los presentes.

– Escúchanos, heraldo -dijo Trekos, sentado en un sitial que le venía grande en todos los sentidos: las puntas de sus pies apenas rozaban el suelo-. Transmítele a tu amo Ilam-Jayn nuestras condiciones. Que se retire dos jornadas de camino al norte de Mígranz. Nosotros recogeremos nuestra impedimenta, nos llevaremos la mitad de las provisiones que hay en los graneros, un arma por soldado y una bestia por cada diez hombres y nos marcharemos, dejando la fortaleza intacta para uso de tu señor.

– Os he escuchado por cortesía y porque no me cuesta nada -contestó el emisario-, pero no es a escuchar a lo que he venido.

– ¡Contén tu lengua si no quieres que te la corte! -dijo uno de los oficiales, desenvainando un cuchillo. Desde el sitial, Trekos lo contuvo con un gesto. El general estaba muy pálido: era evidente que sabía que su propuesta no era más que una baladronada que no podía prosperar.

– Éstas son las condiciones de Ilam-Jayn, que nunca ha sido ni será mi amo -dijo el heraldo, sin hacer caso a la amenaza-. Saldréis antes de dos días sin armas, sin animales, con la ropa que cada uno lleve puesta, sin mudas ni calzado de repuesto, con una moneda de plata por persona y provisiones para dos jornadas de camino. Lo que ocurra después no es asunto que incumba a Ilam-Jayn.

– Pero… ¡eso es inhumano! -exclamó Trekos-. ¡No hay alimentos en todo Málart! ¡Moriremos de hambre mucho antes de llegar a la Ruta de la Seda!

– Son condiciones duras. Mas vuestras protestas no ablandarán a los Trisios. Dice Ilam-Jayn que, una vez salgáis de Mígranz, podéis matar a los campesinos y sus familias, y así tendréis alimento para más jornadas de viaje. O bien podéis comeros sus cadáveres.

– ¡Cómo te atreves a decir eso, bastardo sacrílego! -gritó el oficial del cuchillo, avanzando con intención de agredir al emisario. Pero cuando éste proyectó hacia él la punta de su báculo y los ojos rojos de la serpiente tallada lo miraron, el oficial se lo pensó mejor y se detuvo a cinco pasos de él.

– Son palabras de Ilam-Jayn, no mías. Cuando el hambre entra por la puerta la piedad y la humanidad salen por la ventana. Hace meses que los Trisios dejaron de hacerle ascos a la carne humana. No les aflige que vosotros os veáis forzados a recurrir al asesinato o el canibalismo. Al fin y al cabo, desde su punto de vista sois animales. El término que utilizan para todos los que no son Trisios es «carneros».

– ¿Incluyéndote a ti, heraldo? -preguntó otro capitán.

– Incluyéndome a mí. -El emisario se permitió una leve sonrisa que no subió más allá de las comisuras de su boca-. Pero este carnero tiene ya muchos años y el pellejo muy duro.

Los oficiales se miraron entre sí y luego se volvieron hacia Trekos. El general bisoño se retorcía los dedos, estudiándose las manos como si en ellas pudiera hallar una solución milagrosa.

– ¿Qué sugieres que hagamos? -dijo por fin.

– ¿Le estás preguntando a un mensajero? ¿A un puto mensajero? – exclamó el oficial que había desenvainado el cuchillo.

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