Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Tu madre siempre decía que tratar con hechiceras es de insensatas – murmuró Antea casi al oído de Ziyam. Las demás Atagairas habían retrocedido unos pasos, apartándose del agua, y contenían el aliento. La única que no parecía sorprendida era Ariel.

Lógico, pensó Ziyam. Tríane era su madre. ¿Qué mezcla habría heredado la pequeña diablilla del Zemalnit y de aquella ninfa que se jactaba de dominar el reino de las aguas?

La superficie siguió hundiéndose. El hueco se convirtió en un semicilindro que se alargó hasta llegar por un lado a la orilla donde estaban las Atagairas y por el otro hasta la roca que cerraba la cala en su parte oeste. Finalmente, las aguas de la pequeña ensenada quedaron divididas a derecha e izquierda por un pasillo que llegaba hasta el fondo del lago. Al retirarse, dejaron al descubierto un gran agujero circular excavado en la roca, oculto hasta entonces bajo la superficie.

– Ése es el túnel que nos llevará a nuestro destino -anunció Tríane.

Algunas guerreras murmuraron entre sí e hicieron gestos apotropaicos.

Aunque Ziyam las había seleccionado por su lealtad y su disciplina a rajatabla, se las veía más asustadas que cuando tuvieron que cargar contra los Glabros. Al menos, a los pájaros del terror los tenían a la vista y sabían qué podían esperar de ellos, mientras que ahora se enfrentaban a lo desconocido.

Es el momento de dar ejemplo. Bajó hasta la orilla y, antes incluso que Tríane, caminó por aquel pasaje sobrenatural que se había abierto en las aguas del lago.

– ¡Ya habéis visto a vuestra reina! -exclamó Antea-. ¡Coged las balsas y seguidla!

Dos de las guerreras levantaron en vilo una de las balsas, mientras que para transportar la otra, en la que iba el cuerpo del Mazo, hicieron falta seis. Ziyam siguió adelante sin mirar atrás, pero cuando llegó a la boca del túnel, un círculo perfecto de dos metros de diámetro, se detuvo.

– Haces bien -le dijo Tríane-. Sólo una necia hace de guía en un terreno que desconoce.

– ¿Y tú? ¿Sabes adónde nos llevas?

– ¿Sabes orientarte tú en las montañas de Atagaira? -Sin esperar respuesta, Tríane atravesó la boca del túnel. A pocos pasos la siguió Ariel, que no parecía dar albricias por el reencuentro con su madre, pero tampoco se separaba de ella.

Ziyam se decidió a entrar, con el luznago rojo en la mano izquierda y la diestra apoyada en el pomo de la espada.

El túnel tenía corte circular, como la entrada, y bajaba hacia la oscuridad en una suave pendiente. Las paredes se veían tan lisas como en las galerías más antiguas de Acruria, excavadas en la montaña del Kisel hacía ya varias centurias. Cuando Derguín preguntó a Ziyam cómo habían logrado tallar la roca con tal perfección que al deslizar la mano no se notaba la menor arista ni rugosidad, ella le había contestado: Noshir.

Noshir significaba algo de lo que no se hablaba. El Zemalnit había llegado a creer que querían ocultarle aquel secreto porque se trataba de un tabú para los extranjeros. Pero si las Atagairas no hablaban de ello era porque se negaban a reconocer que habían olvidado el secreto de labrar la roca de aquella manera. Según las consejas que contaban las abuelas, sus antepasadas conocían la técnica de fundir la piedra con antorchas mágicas, aunque otras historias aseguraban que quienes habían horadado aquellas galerías eran pequeños vástagos de la dragona Iluanka.

Al parecer, tales artes no eran privativas de las Atagairas. Ahora estaban caminando por una prueba evidente.

Habían avanzado unos quince metros cuando encontraron agua en el fondo del túnel. El agua brotaba de una rejilla metálica y fluía siguiendo la pendiente natural de la galería.

– Ya podéis botar las balsas. A partir de aquí navegaremos hasta nuestro destino -dijo Tríane.

– Las mujeres querrían saber cuál es, majestad -susurró Antea.

– Lo sabrán cuando llegue el momento -contestó Ziyam.

Las Atagairas estaban acostumbradas a vivir en cuevas y túneles, y rehuían la luz del sol siempre que podían. Pero Ziyam no sabía cómo reaccionarían si les confesaba que las aguardaba un viaje de más de mil kilómetros bajo la superficie de la tierra. Pues las visiones que le había enviado la máscara sólo podían corresponderse con una ciudad de Tramórea: Narak.

RUINAS DE NIDRA

¡La espada!

Derguín despertó de golpe y se incorporó sobresaltado. Las brasas apenas emitían un tenue resplandor. Su mano palpó a la derecha, buscando la familiar empuñadura de Zemal.

No estaba allí.

La había visto en su sueño. Era como si hubiese mirado a través de los minúsculos ojos de la cabeza tallada en el pomo. Muchas sombras a su alrededor y una superficie plana y oscura en la que se reflejaban las estrellas y el Cinturón de Zenort.

Tenía que ser una pesadilla. Nadie podía coger la Espada de Fuego, y menos guardándola él tan cerca de su cuerpo. Había un candil apoyado en una pared, pero tenía demasiada prisa y estaba demasiado nervioso para entretenerse encendiendo fuego. Tomó el globo de papel de seda en el que dormitaba el luznago y lo zarandeó hasta despertar al insecto. Su resplandor azul se avivó poco a poco y alumbró la estancia.

Baoyim se tapó los ojos y empezó a removerse. Kybes siguió roncando panza arriba, con la boca abierta.

La manta de Ariel estaba extendida en el suelo, pero la niña no se encontraba ni encima ni debajo de ella. Tampoco había rastro de Zemal.

Una de las cosas que Derguín había aprendido del maestro que le enseñó las primeras letras y números en Zirna era que dos y dos siempre suman cuatro. En la historia conocida de la Espada de Fuego, sólo una persona que no fuera el legítimo Zemalnit la había empuñado y sobrevivido para contarlo. O más bien, para no contarlo, ya que Derguín se lo había prohibido de forma tajante.

Y esa persona era la pequeña Ariel.

Nunca le había puesto la mano encima, pero ahora empezó a mascullar que le iba a despellejar el trasero, que le iba a cortar la melena al cero y amenazas similares. Cogió las botas para ponérselas, pero incluso en su impaciencia recordó que antes había que darles la vuelta y hurgarlas con un palo. El calzado humano era uno de los dormitorios favoritos de las tarántulas y escorpiones que infestaban la zona.

Mientras tanto, la Atagaira se incorporó, se frotó las sienes refunfuñando entre dientes, buscó el botijo y le dio un buen trago. Quien con vino se acuesta, con agua se levanta, pensó Derguín, pero no se hallaba de humor para decirlo en voz alta.

– Sigue durmiendo, Baoyim. No pasa nada.

– Cualquiera lo diría, tah Derguín. Parece que te hubiera picado una avispa. ¿Te ayudo?

– No, gracias. -Era la segunda vez que se le escapaba la lazada de la bota izquierda. Por fin, consiguió anudarla y se puso en pie-. Ya te he dicho que sigas durmiendo. Es noche cerrada.

Aunque Baoyim no fuera observadora, que lo era, se habría dado cuenta de que la espada que Derguín se ató a la cintura era un sable de Tahedo de

hoja curva.

– ¿Dónde está Zemal?

Derguín respiró hondo y trató de serenarse. El pánico empezaba a apoderarse de él y un sudor helado le corría por la frente y la espalda. ¿Que dónde está Zemal? Eso es lo que yo quisiera saber.

– Se la he dejado a Ariel para un recado.

– ¿Para qué clase de recado se puede usar esa espada?

Baoyim ignoraba que Ariel había utilizado a Zemal en el bosque de los inhumanos. Nadie lo sabía más que ellos dos. O eso creía Derguín hasta ahora.

Cerró los ojos y trató de concentrarse en el sueño, si es que era un sueño y no una visión. Esa superficie lisa como un espejo… Sólo podía ser agua.

– ¡El lago de Bórax!

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