Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Madre…

LAGO DE BÓRAX

Ya tenían en su poder la Espada de Fuego! Había sido mucho más fácil de lo previsto, sobre todo porque Ziyam no había tenido que arriesgarse personalmente. Cuando vio el resplandor de la hoja asomando de la vaina y sintió la corriente que electrizaba el aire, trató de imaginarse la tortura que experimentaría Derguín al despertar y descubrir que se la habían robado.

El mismo tormento que sufro yo por su culpa.

Sin embargo, al pensar en él ahora parecía que todo amor y anhelo habían desaparecido. Ya ni siquiera quedaba odio. Tan sólo indiferencia. Como si el turbión de pasiones que la había poseído sólo hubiese estado encaminado a conseguir la Espada de Fuego.

Mejor que fuera así. Ojalá que fuera así. Si el enamoramiento que cantaban las poetisas consistía en ese sinvivir que había sufrido, prefería no volver a caer en las garras de tal enfermedad.

Aunque, en el fondo de su conciencia, algo le decía que había caído en otro mal más siniestro e insidioso. La llamada de la máscara.

Después de la primera ocasión, había cedido dos veces más a su reclamo, pese a que cuando se la acercaba a la cara no podía evitar la horrenda visión de un espejo que le mostraba su rostro como una calavera con repugnantes colgajos de carne adheridos.

Pero la pulsión era demasiado poderosa, como un abismo que la invitara a arrojarse a él o una hoguera cuyas llamas le canturrearan irresistibles: Mete la mano, siente nuestra caricia… Además, se argüía, a ella le había quitado la cicatriz. Eso significaba que no podía hacerle lo mismo que a Yibul Vanash, que el numen que se comunicaba con ella a través de la máscara no pretendía destruir ni su semblante ni su espíritu.

En su segundo contacto, a solas con Antea en la gruta, había visto durante unos segundos el lugar del que provenía la voz. Era una vasta cúpula alumbrada por luces fantasmales, por ríos fosforescentes que flotaban en su centro dibujando anillos imposibles y rodeando un cilindro negro del que brotaban a la vez la llamada y una amenaza oscura y seductora. Debes abrir el cilindro. Sácame de mi prisión, despiértame de esta pesadilla y te daré lo que anhelas. Todo lo que anhelas.

Tan sólo unas horas después había vuelto a recaer. Esta vez había contemplado una gran bahía en forma de C, rodeada por altos acantilados rojizos y ocupada por una ciudad cuyos edificios crecían no sólo junto al mar, sino adheridos a cualquier superficie que le ofrecían las paredes, oportunistas como mejillones adosados a las rocas.

Sigue mis sueños, búscame aquí y lo tendrás todo. Yo sé recompensar a quienes me son fieles, mujer.

Ambas visiones habían sido muy breves: Antea no permitía tan siquiera que la arena del reloj llenara media ampolleta. Cada vez que le quitaba la máscara, Ziyam reaccionaba con más rabia. Había llegado al extremo de abofetear a la jefa de las Teburashi para que le devolviera la grotesca careta, mientras Antea la levantaba sobre su cabeza estirando los brazos y

manteniéndola fuera de su alcance.

Cuando Ziyam dejó de saltar como una niña para arrebatarle la máscara y se aburrió de propinarle patadas en las espinillas, Antea le preguntó:

– Con todo respeto, majestad, ¿tan maravillosas son las visiones que contemplas al ponerte este trozo de madera en la cara?

– ¿Trozo de madera? No entiendes nada. -Ziyam respiró hondo y trató de controlarse-. Lo entenderías si tú misma te la pusieras, pero…

– Creo que es mejor que no lo haga, majestad.

– ¡Por supuesto que no! La máscara me pertenece.

O yo empiezo a pertenecerle a ella, se dijo, sin saber que Derguín había comentado algo parecido de la Espada de Fuego. Pues tal era la virtud de los objetos fabricados por los antiguos dioses.

¿Cómo explicarle a la leal pero obtusa Antea que, cuando se ponía la máscara, las visiones que recibía eran infinitamente más sólidas y reales que las que le ofrecían sus propios ojos? ¿Que veía colores que no sabía que existían, formas que se escondían dentro de las formas? ¿Que sentía que se asomaba a un gran vacío que no era un abismo, sino la infinitud del conocimiento absoluto?

Y el conocimiento era a la vez poder y placer. Las dos drogas más adictivas del universo. ¿Cómo explicar eso, cómo resistirse a ese reclamo?

La voz de Antea la sacó de su ensimismamiento.

– Ya tienes el arma y también tienes la máscara, majestad. ¿Adónde se supone que nos dirigimos ahora?

– No es tu misión hacer preguntas.

– Castígame si quieres, pero mi misión es protegerte de todo mal, aunque sea de ti misma. -Antea había subido la voz, pero al darse cuenta de que las demás guerreras intentaban escucharla volvió a bajarla-. Eres nuestra reina. Tu sitio está en Atagaira.

– Mi lugar está donde yo decida. Demasiado tiempo he hecho lo que otras querían.

– Ser reina no consiste en hacer lo que se quiere en cada momento, majestad. Tienes responsabilidades con tus súbditas. Debes hacer justicia, repartir cargos para cubrir las bajas y ratificar herencias, renovar el feudo con Pabsha, asegurar la prosperidad…

Ziyam interrumpió aquella retahíla con una bofetada.

– ¡Deja de sermonearme!

Antea mostró los dientes durante un segundo, como un mastín a punto de morder. Después agachó la cabeza y dijo:

– Es tu debilidad la que me abofetea, majestad. La verdadera fuerza no necesita mostrarse. Es como Zemal. Le basta estar guardada en su funda para que percibamos su poder.

Ziyam respiró hondo, hasta sentir que el aire llegaba al fondo de sus pulmones, y después lo exhaló. Antea era una carga que había heredado de su madre, tenía el fastidioso hábito de decir lo que pensaba y, todavía peor, la nefasta costumbre de pensar de manera opuesta a Ziyam. Pero también era una mujer fuerte y capaz que, por ahora, le resultaba útil.

Le puso la mano en la barbilla y la obligó a mirarla a la cara. Sabía que, cuando fijaba los ojos en otra persona abriéndolos mucho y sin parpadear, su interlocutor solía creer que era sincera.

– Perdóname por lo que acabo de hacer, Antea. No voy a explicarte por qué. Pero te ruego que aceptes mi palabra cuando te digo que el viaje que vamos a hacer es muy importante.

– Majestad, siempre aceptaré tu palabra. Pero mi misión es ver problemas y peligros y aconsejarte.

Tu misión es darme la razón, por lo menos de vez en cuando, pensó Ziyam, pero se mordió la lengua.

– ¿Qué peligros ves ahora?

– Sólo llevas unos días reinando. Es posible que alguna de las marquesas crea que eres joven y débil y que puede aprovechar el momento para usurparte el trono. Si te ausentas…

– La marquesa de Faretra será una buena regente. Pero si a ella o a cualquier otra, o a todas juntas, se les ocurre aprovecharse de mi ausencia, descubrirán para su pesar que cuando regrese lo haré con mucho más poder del que puedan alcanzar a soñar. Muchísimo más poder. ¿Eres capaz de entenderlo?

Antea parecía reacia a dar su brazo a torcer. Pero en ese momento las llamó Tríane.

– ¡Venid ya! ¡Ha llegado el momento de partir!

La extraña mujer se acercó a la orilla hasta introducir los pies descalzos en el agua y empezó a salmodiar algo en un idioma que despertó reminiscencias en Ziyam. ¿No era acaso la lengua en que Iluanka habló dentro de su cabeza cuando tenía quince años y sufrió la ordalía que la convirtió en guerrera? Pero en aquella ocasión Ziyam comprendió sus palabras, y ahora aquel idioma le resultaba una jerigonza ininteligible.

Un viento seco y frío que venía del norte hacía ondear los faldones de las capas y rizaba la superficie del lago. Pero a un par de metros de la orilla, cerca de una gran roca, se formó un círculo de quietud perfecta, un remanso que más parecía un cristal. Tríane bajó las manos, y el círculo empezó a hundirse por el centro formando una concavidad cada vez más profunda, como si una gran esfera invisible flotara en la superficie del lago y se hundiera poco a poco.

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