Derguín asintió. Ya lo había pensado.
Cuando regresaron a las inmediaciones del Kimalidú, las Atagairas ya habían terminado de levantar el campamento, en el que habían dejado abandonadas muchas tiendas. Demasiadas prisas, pensó Derguín. Al norte se veía una hilera de luces que subía por la ladera del Maular como una interminable procesión de luciérnagas.
– Debe de ser la retaguardia -dijo Baoyim.
– Vamos allá. Tengo que hablar con Ziyam.
– ¿Crees que es buena idea? No tienes a Zemal…
– Soy bien consciente de ello, no hace falta que me lo recuerdes. -Derguín tragó saliva y trató de respirar hondo, llenando el abdomen. Pero le costaba inspirar más que unas bocanadas de aire-. Lo siento, Baoyim.
– No importa, tah Derguín. Yo también estaría alterada si me hubieran… robado algo tan valioso.
– Es peor de lo que crees. Me contaste que en Atagaira hay mujeres tan adictas a la queruba que si dejan de masticarla un solo día sufren convulsiones y les salen espumarajos por la boca. Zemal es una droga mucho peor. Si no la recupero pronto, vas a ver cosas que no te gustarán.
Baoyim le rodeó el cuerpo con los brazos. Era el contacto más íntimo que podía conseguir, blindados como iban ambos.
– Soy tu portaestandarte, Zemalnit. Hagas lo que hagas, cabalgaré contigo hasta el fin del mundo y más allá.
Algo le dijo a Derguín que tal vez la Atagaira tendría que cumplir su promesa.
La caravana había tomado un sendero angosto pero poco empinado para ascender a la meseta que las llevaría hasta las montañas de su patria. Aun cargado con Baoyim, con Derguín y con las armaduras de ambos, Riamar subió ágilmente la misma ladera por la que había cargado contra los pájaros del terror, y así adelantó a la retaguardia de las Atagairas.
Una vez coronaron la cresta del Maular, siguieron galopando y preguntando a las unidades que se encontraban a su paso. Por lo que les dijeron, como ya sospechaba Baoyim, el batallón de Acruria viajaba en segundo lugar, mientras que las guerreras de la marca de Bruma cabalgaban en vanguardia por si surgía algún peligro.
Infatigable, Riamar siguió adelantando unidades, hasta que llegaron al segundo batallón de marcha. Allí, una oficial del Teburash informó a Derguín de que la reina estaba indispuesta y viajaba en el mismo carruaje cerrado que transportaba el féretro de la difunta Tanaquil.
– Necesito hablar con ella.
– Es imposible, Zemalnit. La reina ha dado orden de que nadie la moleste. Nadie te incluye a ti.
De haber tenido la Espada de Fuego, Derguín se las habría arreglado para saltarse esa orden. Evidentemente, en tal caso no se habría molestado en perseguir a la caravana de las Atagairas en una noche sin lunas.
– Esto me huele muy raro -comentó, mientras se apartaban del convoy y desmontaban para descansar un rato-. ¿La reina viajando en carro?
– Nuestra Nenúfar siempre fue muy delicada. ¿Has oído el relato de la princesa que durmió sobre siete colchones y aun así notó el garbanzo que le habían puesto debajo?
Derguín conocía el cuento, pero meneó la cabeza.
– No creo que sea eso. La he visto cabalgar a la batalla. Sabe ser dura cuando quiere. Creo que no viaja con la caravana. Se dirige a algún otro sitio.
– ¿Por qué? ¿Qué podría pretender?
– No tengo ni idea. ¿Convertirse en una especie de Zemalnit a través de Ariel?
Mientras circunvalaban el lago, Derguín le había confesado a Baoyim lo que pasó en aquel bosque de Iyam cuando Ariel empuñó la espada.
– Deberíamos regresar, tah Derguín. De momento, no podemos hacer nada más.
Baoyim llevaba razón. Lo único que podía esperar Derguín era que Ariel volviese a desenvainar la Espada de Fuego. Tal vez así recibiría alguna pista de su paradero.
Por desgracia, eso tardaría varios días en ocurrir. Y para entonces ya no habría modo de detener el desastre.
Por eso quieres acompañarme? -preguntó Ziyam-. ¿Para vengarte de esa mujer?
Ariel había estado soñando con Narak. Era de nuevo su primer día en la ciudad, cuando conoció a Derguín y se coló en su casa haciendo equilibrios sobre un alféizar alargado que colgaba sobre el abismo. En el sueño, sus pies resbalaban y ella caía al vacío gritando, pero cuando estaba a punto de chocar con las rocas, extendía los brazos y alzaba el vuelo como un águila.
Entreabrió los ojos, pero los volvió a cerrar al ver que su madre y Ziyam estaban hablando a proa. Mejor seguir haciéndose la dormida en el fondo de la balsa y descubrir qué tramaban ambas.
– Neerya no es rival para mí -respondió Tríane.
Por eso he soñado con Narak y la casa de mi padre, pensó Ariel. Había conocido a Neerya precisamente ese día. Al oír su nombre debía haberlo incorporado en su entresueño.
– Pero él te amenazó con Zemal para que juraras no hacerle daño -dijo Ziyam.
– No hacerle daño a ninguna mujer que lo tocara, no a ella en particular. Algo que a ti te vino de perlas para fornicar con él.
– Debes dirigirte a la reina como «majestad» -dijo Antea, que bogaba a popa. Las balsas bajaban por sí solas arrastradas por la corriente, ya que aquel túnel inacabable tenía un ligero desnivel. Pero remar aceleraba el viaje y además ofrecía algo que hacer, por tedioso que fuese.
No es buena idea hablarle así a mi madre, pensó Ariel. Ziyam debió opinar lo mismo, porque dijo:
– Tranquila, mi fiel Teburashi. Tríane y yo somos viejas amigas y entre nosotras no existen protocolos ni secretos.
¿Será verdad?, pensó Ariel. Claro, por eso Ziyam sabía que ella era hija de Derguín. Pero ¿cuándo podían haberse conocido ambas?
Las dos mujeres siguieron hablando un rato, en voz más baja. Ariel hizo como que se rebullía en sueños para acercarse un poco más y oírlas mejor.
– … una suerte que encontraras la máscara -decía su madre-. Pero debes usarla con cuidado.
– Eso lo sé, no es necesario que todas me advirtáis a cada momento. No soy tan estúpida. Pero has dicho que era una suerte. ¿Por qué?
– La partida de ajedrez ha empezado. Iba a ocurrir de todas formas, pero Derguín ha acelerado las cosas matando al Rey Gris.
– El hechicero de Etemenanki…
– Ahora los dioses regresarán, furiosos porque durante siglos no se les ha permitido inmiscuirse en los asuntos de Tramórea. Ellos son jugadores muy poderosos, pero no los únicos.
– ¿Quién más está en la partida?
– El rey oscuro está despertando. De una forma o de otra, no tardará en salir de su encierro. No será su hermano Manígulat quien lo libere, pero entre los dioses hay muchas facciones. De hecho, cada dios es una facción en sí, así que no faltará quien traicione a Manígulat y decida liberar a Tubilok.
– Tubilok es… el que habla a través de la máscara.
– Así es. El rey oscuro, el dios loco, el señor de la puerta del tiempo, el que todo lo quiere saber. De muchas maneras se le conoce.
– ¿Eres seguidora suya?
– No soy seguidora de nadie. Pero sé que, en la eterna rueda del tiempo, vuelve a llegar el turno de que él mande. Así ha sido en el pasado y así volverá a ser en el futuro. Ahora, si nosotras le ayudamos, cuando llegue el nuevo reparto nos encontraremos en una posición privilegiada.
El dios loco, pensó Ariel. Si se despertaba, seguramente lo haría muy enfadado con quienes le habían robado los tres ojos. No se imaginaba al menudo Kalitres enfrentándose a un ser tan siniestro y, al parecer, tan poderoso.
– Tus Atagairas también pueden aprovecharse -prosiguió Tríane-. Se avecina la destrucción de los reinos de los hombres, tanto de los nuevos como de los más antiguos. Ni siquiera Tártara resistirá esta vez.
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