Aunque lo cierto era que debía de serlo. De lo contrario, no se vería envuelta en tales líos.
– ¿Has vuelto a ver a Kalitres? -preguntó Derguín a su amigo.
– No -respondió Mikhon Tiq, haciendo girar el báculo entre las manos-. Ha desaparecido sin más.
– Tu compañero Kalagorinor es de lo más peculiar -dijo Derguín, trabándose un poco al pronunciar «Kalagorinor»-. Él y Linar harían una pareja de juglares de lo más cómica: el punto y la i. Aunque también es un personaje un poco impresentable, debes reconocérmelo.
Mikhon Tiq soltó una carcajada seca, pero no respondió. Por su parte, Kybes levantó la mano izquierda en el aire y se pasó entre los dedos una moneda de cobre con la soltura de un prestidigitador.
– Pues yo no tengo la menor queja de Kalitres. Desde que os convirtió a todos en zurdos, me apaño mucho mejor con esta mano.
Ariel no entendía a qué se refería con que los demás se habían vuelto zurdos: todos allí eran diestros. El único que manejaba la mano izquierda era Kybes, y porque no le quedaba otro remedio, ya que en la derecha le faltaban todos los dedos menos el pulgar.
– ¿Se ha llevado el ojo? -preguntó Derguín, con voz más seria.
Mikhon Tiq miró a ambos lados.
– No creo que deba hablar aquí de esos asuntos.
– Estás ante la corte del Zemalnit. Baoyim es mi portaestandarte, Ariel mi paje y Kybes mi jefe de espías. Todos ellos gozan de mi confianza. Lo que les cuentas a ellos es como si me lo contaras a mí, y lo que me cuentas a mí es como si… Bueno, tú ya me entiendes.
– Me parece que se te ha subido el vino, Derguín.
– ¿A él sólo? -dijo Baoyim, con una carcajada, tendiéndole la copa a Ariel para que volviera a escanciarle.
– Me vendrá bien para dormir -contestó Derguín-. Ya sabes que me cuesta conciliar el sueño. -Tocó la empuñadura de la Espada de Fuego-. A veces Zemal es una maldición de la que me gustaría librarme.
Eso era cierto, pensó Ariel. Cuando llegó a Narak, a menudo le cantaba dulces baladas a Derguín para que se quedara dormido, pues por culpa de la espada sufría de insomnio crónico. De modo que lo que iba a hacer tampoco era tan horrible.
– Pero te he preguntado por el ojo, Mikha, no me cambies de conversación -insistió Derguín.
– Sí, se lo ha llevado. Es justo. Él lo tenía antes de que se lo robara Ulma
Tor.
– ¿Qué virtud posee ese ojo?
– Yo no la llamaría virtud. Todo lo relacionado con su dueño es maligno y peligroso.
– Virtud o propiedad. No nos pongamos tiquismiquis con las palabras.
– Ese ojo puede ver en el espacio. Su poseedor debe dirigirlo hacia el lugar que quiere examinar, y el ojo atravesará todas las barreras hasta mostrar lo que se busca: árboles, paredes, montañas. Incluso la curvatura del horizonte.
– Se me ocurren usos bastante lascivos para ese ojo -sugirió Baoyim. Mikhon Tiq la miró enarcando una ceja, tal vez sorprendido de que una mujer hablara así. Ariel pensó que si hubiese pasado tanto tiempo con las Atagairas como ella, no se escandalizaría en absoluto.
– No lo había pensado, pero seguro que Kalitres sí -reconoció el joven mago-. Por lo que sé, ese ojo es muy difícil de manejar. Lo único que una persona inexperta conseguiría ver sería un torbellino de imágenes confusas, hasta marearse y vomitar.
– Aun así, yo me atrevería a intentarlo -dijo Baoyim-. Me gustaría mirar con él al corazón de la tierra y ver a la gran dragona en todo su esplendor.
– No es conveniente que los mortales indaguen los secretos que se esconden bajo tierra -repuso Mikhon Tiq. Ariel no sabía qué truco utilizaba el Kalagorinor para agravar tanto la voz cuando quería hablar en serio, pero notó cómo las palabras «bajo tierra» le hacían vibrar las costillas.
– Linar tenía un ojo parecido debajo de su parche -dijo Derguín-. También era rojo y con tres pupilas negras.
– ¿Cuándo te lo enseñó? Ni siquiera yo llegué a verlo.
– Fue cuando tenía que decidir quién cruzaba hasta la isla de Arak para enfrentarse con Togul Barok, si Kratos o yo. Se levantó el parche y me miró con él. No fue una experiencia agradable.
– Según Kalitres, ese ojo es el que ve en el tiempo.
– En los tiempos, más bien. No contemplé mi futuro, sino muchos futuros. Tantos que me cuesta recordarlos todos… Pero en la mayoría de ellos había fuego y destrucción.
– En ese caso, aprovechemos el presente para disfrutar -dijo Kybes-. ¡Rapaza, vuelve a llenarme la copa!
Las palabras de Derguín trajeron a la memoria de Ariel algo que le había contado Kybes al llegar a Narak. Cuando pasaron ante el templo de Manígulat, vieron un enorme relieve pintado que representaba al rey de los dioses agarrando de la barba a un enemigo con una mano y arrojándole el fuego del cielo con la otra.
– Es Manígulat derrotando a su hermano -le había explicado Kybes-. ¿Ves el rostro del dios loco?
– ¿Es que está llorando?
– No. No son lágrimas, sino gotas de sangre, porque Manígulat le acaba de arrancar los ojos.
– ¿Y qué hizo Manígulat con ellos?
– Nadie lo sabe bien. Hay quienes cuentan que los devoró un dragón, pero otros aseguran que unos magos muy poderosos los guardan en los confines del mundo y los utilizan para realizar sus conjuros.
Con aquel recuerdo, la conversación cobraba más sentido. Uno de esos magos debía de ser el hombrecillo al que a veces llamaban Kalitres y a veces Gran Barantán. A Ariel, que le sacaba medio palmo de estatura, no le parecía tan poderoso. Sin embargo, según Darkos, había destruido a uno de los demonios de metal lanzándole rayos del cielo.
El otro mago tenía que ser ese Linar del que Derguín hablaba a menudo.
– ¿Quién tiene el otro ojo? -preguntó Ariel, olvidándose por un momento de su arriesgada e ilícita misión.
Mikhon Tiq la miró como si reparara por primera vez en su presencia.
– No tengo ni idea. Y tampoco sé para qué sirve, si es lo que me vas a preguntar a continuación.
No está diciendo la verdad, pensó Ariel, pero no se atrevió a comentarlo en voz alta.
Derguín y Mikhon Tiq siguieron hablando, mientras Baoyim y Kybes se acurrucaban junto al fuego y se adormilaban poco a poco. A Derguín también se le escapaban amplios bostezos, pero de momento aguantaba despierto.
– ¿No tienes idea de adónde ha podido ir Kalitres? -preguntó a su amigo.
– No ha tenido la delicadeza de comunicármelo. Ha dejado el carromato abandonado, igual que los caballos. Adondequiera que vaya, parece que viaja a pie.
– No llegará muy lejos con esas patas tan cortas.
– Es un Kalagorinor. No lo subestimes.
Derguín soltó una carcajada.
– Perdona, Mikha. No acabo de imaginármelo viajando veloz como el viento, pero supongo que esconde muchas sorpresas. ¿Crees que habrá ido a buscar a Linar?
– Lo ignoro. Se me ocurren dos posibilidades. Una es que viaje a Etemenanki. No parecía tan convencido de que hubieras conseguido matar al Rey Gris.
– Prefiero no hablar de ese asunto -dijo Derguín, repentinamente serio-. ¿Y la otra posibilidad?
– Que se dirija al este, a Zenorta. Si recuerdas, Linar nos contó que no muy lejos de Zenorta se hallaba la ciudad prohibida de la que salió tu antecesor, el primer Zemalnit. Según el mito, en esa ciudad se conservaba parte del poder y la sabiduría de los antiguos, cuando los hombres todavía eran capaces de enfrentarse a los dioses casi en igualdad de condiciones.
– ¿Crees que esa ciudad prohibida existe de verdad?
– Ni siquiera sé si Zenorta sigue existiendo.
Ariel percibió de nuevo que Mikhon Tiq se reservaba información. Su instinto le decía que el Kalagorinor era bueno -siendo tan joven, Ariel todavía dividía el mundo en buenos y malos, sin refinar mayores matices-, pero que se callaba muchas cosas.
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