Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Suéltame, general -repitió en voz muy baja.

– O si no, ¿qué? -dijo Abatón, poniéndose en pie y acercándole la cara como si fuera a propinarle un cabezazo-. Sin tu espada llameante no eres nadie.

– ¿Has oído hablar del Arbalipel?

– ¿Del Arbaliqué? ¡Aaaaay!

Derguín agarró la muñeca de Abatón con la mano izquierda y la dobló hacia arriba, forzándola al máximo. Después tiró de él con todas sus fuerzas. El general no tuvo más remedio que seguir el movimiento para reducir el dolor en su muñeca y evitar que se la luxara.

Arbalipel.

«Porque alguna vez no tendréis a mano una espada ni una lanza ni un arco, ni tan siquiera un mísero cuchillo», les había dicho Hriros, su maestro instructor de Arbalipel en la academia de Uhdanfiún.

«¿Vas a enseñarnos a huir sin pagar de las casas de putas?», le había preguntado Deilos, que siempre se hacía el gracioso. Él fue quien voló por los aires con la primera llave de Hriros.

Ahora, Derguín siguió acompañando y acelerando el movimiento de Abatón. Cuando lo soltó, el general iba tan rápido -y tan borracho- que dio un traspiés y cayó sobre una mesa en la que Orbaida acababa de depositar una bandeja con patatas y salchichas humeantes.

Resultaba complicado explicar a aquellos comensales que Derguín no había tenido la culpa. Tanto como razonar con los soldados de Abatón. De repente, se encontró solo contra más de veinte hombres borrachos como cubas y con ganas de pelea.

– ¡A por él, Invictos! -gritó uno.

Un hombre del Jauría agarró a Derguín por el cuello de la casaca para darle la vuelta y propinarle un puñetazo. Mejor habría hecho pegándole directamente. Derguín cerró la mano y, con el impulso de su propio giro, le dio un golpe de martillo en la oreja y le rompió el cartílago.

No había mucho tiempo para pensar. El tipo de la barbaza estaba levantando su jarra para estampársela en la cabeza, mientras que por detrás alguien le acababa de clavar el puño entre los omóplatos.

Eran muchos. Demasiados. Si caía al suelo, tardaba en levantarse y empezaban a pegarle patadas en las costillas y en la cabeza… En las calles de Koras había visto morir así a más de un infortunado, en peleas que empezaban medio en broma y terminaban en entierro.

Pero hoy no sería el funeral de Derguín Gorión.

Observó la distancia que lo separaba de la salida de la taberna y calculó una fracción de segundo a qué aceleración recurrir. La serie de números de Mirtahitéi desfiló a toda velocidad por su cabeza.

Notó un calor ardiente y un desgarrón que partían de su zona lumbar, un latigazo cruzó su columna vertebral y un fuego líquido recorrió sus venas.

Los últimos vapores del alcohol se esfumaron, y el mundo entero se volvió más estable y más lento.

Él sabía que no estaba ocurriendo así, que nada había cambiado en el exterior. Era su percepción del tiempo la que se había modificado y por eso sus rivales parecían moverse a la mitad de velocidad. Si en ese momento Derguín hubiera competido en una carrera de cien metros con un caballo, lo habría derrotado por varios cuerpos de ventaja.

Con las fuerzas que le brindaba Mirtahitéi, levantó sobre su cabeza al tipo de la barba y lo propulsó por los aires. El soldado, que pesaba más de noventa kilos, cayó sobre tres de sus compañeros y los derribó.

Acelerado, era fácil caer en la tentación de descargar sus nudillos contra la mandíbula de alguien. Mirtahitéi no endurecía los huesos, así que, aparte de dejar sin dientes a su contrincante, lo único que podía conseguir de ese modo era romperse una mano. Mejor utilizar otros objetos.

En el Arbalipel también les habían enseñado a manejar palos, cadenas, sillas, incluso platos. La clave estribaba en improvisar un arma con cualquier cosa. Derguín tomó el taburete más cercano y lo rompió contra la mesa. Pertrechado con una pata en cada mano, empezó a repartir golpes por doquier.

Por suerte para él, aparte de la envidia que muchos pudieran sentir por el Zemalnit, no había que olvidar la rivalidad entre compañías y batallones. La pelea se generalizó en la taberna, pero no todos luchaban contra él.

Poco a poco se fue abriendo paso hacia la puerta, que no era más que un hueco abierto entre dos muretes. Superado por un número abrumador de adversarios, no tenía tiempo de andarse con contemplaciones y los golpes que descargaba surtían efectos demoledores. Aunque él los oía más lentos y graves, los chasquidos de los huesos al romperse eran inconfundibles. Se agachó, se levantó, giró el cuerpo, esquivó puños y patadas, siempre moviendo los palos a ambos lados como aspas de un molino impulsadas por un huracán. En alguna ocasión hundió las punteras de sus botas en vientres y testículos, y a un infortunado le partió la rodilla con el talón; pero procuró levantar los pies lo menos posible, pues no habría sido muy oportuno resbalar con la pierna de apoyo y caer al suelo. Avanzó describiendo giros, barriendo a su espalda con las patas del taburete para que nadie creyera que podía atacarlo impunemente por detrás.

Ya sólo faltaban tres metros para la puerta y no quedaba nadie interponiéndose en su camino. Pero en la entrada había aparecido una figura que conocía de sobra, con la cabeza rapada y la espada de Tahedorán a la cintura.

– ¿Quéeessstáaaa paasaaandoaaquíii?

Detrás de Kratos se cernía la mole de Trescuerpos. La llegada de ambos detuvo la pelea por arte de magia. Derguín se desaceleró. Jadeando y con las pulsaciones disparadas, se dio la vuelta.

En los laterales de la taberna, la lucha se había librado entre Invictos, que ahora procuraban ponerse firmes ante su general en jefe, con más o menos éxito. Pero en la parte central había un reguero de mesas y sillas desvencijadas y cuerpos derribados. Algunos estaban tumbados, otros de

rodillas, había quienes se habían sentado en el suelo agarrándose una pierna dolorida o gateaban buscando sus dientes.

A ojo de buen cubero, Derguín calculó que había dejado fuera de combate a quince hombres.

No está mal para un Zemalnit sin espada, se dijo con una sonrisa.

NARAK

Pese a que la sometió y utilizó de todas las maneras posibles, el coito no mejoró el humor de Agmadán. Aun así, al terminar se quedó dormido. Ya no estaba en su mejor forma y para culminar el acto tuvo que sudar tanto que dejó las sábanas empapadas.

Cuando lo oyó roncar, Neerya se apartó hasta el borde de la cama, lejos de su calor pegajoso, de su olor acre y de la humedad del lecho. Estaba pensando en levantarse, salir de la casa y nadar en la piscina, pero prefería esperar a que el sueño de Agmadán fuese lo más profundo posible.

No soportaba al hombre que dormía a su lado. Como cortesana, a menudo había tenido que fingir agrado por hombres ricos y poderosos que en realidad no la atraían. Pero a Agmadán lo aborrecía física y moralmente. Cada vez que la acariciaba sentía como si una tarántula le recorriera la piel y tenía que hacer esfuerzos para contener los escalofríos.

Su solemne juramento, aquel que había tenido que pronunciar para salvarle la vida a Derguín, la ataba a Agmadán. Sólo la muerte podía liberarla de él.

Pero suicidarse sin más sería desperdiciar su vida. Mientras contemplaba los bordados del dosel, pensó que si había de morir se lo llevaría a él por delante.

¿Por qué no ahora? En la mesita tenía los alfileres de platino que se había quitado del pelo al meterse en la cama. Tomó uno, se volvió hacia Agmadán y acercó la punta a uno de sus párpados.

Si aprieto aquí, en el lacrimal, y tuerzo la punta hacia arriba, le taladraré el cerebro y lo mataré. La idea hizo que se le aceleraran los latidos, pero no de miedo, sino por una extraña euforia. Sí, comprendió, era muy capaz de hacerlo.

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