Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Una vez vestidos los prisioneros, les ataron las manos por delante, amenazándolos con retorcerles los brazos a la espalda y apretar las ligaduras si daban algún problema. Después, Ziyam les preguntó por algún santuario que cumpliera las características de su visión, sin mencionar cómo había recibido ésta. Neerya y Agmadán cruzaron una mirada. Fue el politarca quien habló.

– Debe de ser el templo de Rimom. Allí hay una oniromante que interpreta los sueños de los fieles.

¡La oniromante! Ariel no había acompañado a Derguín al santuario, pero sabía que allí se había consumado la traición. Su padre se había dormido abrazado a la sacerdotisa para invocar sueños proféticos, y después había despertado sin Zemal y encerrado en una mazmorra de la torre de Barust.

Sin Zemal… Ariel se preguntó cómo se sentiría ahora. Sabía que para él alejarse de la espada era una tortura. Seguramente no habría dormido ni probado bocado desde el robo. ¡Y ya estaba lo bastante flaco! Padre, te prometo que te compensaré, pensó, como si él pudiera escucharla. Te devolveré la espada y a tu amigo con vida, y no permitiré que le pase nada malo a Neerya, y yo misma me vengaré de Agmadán si hace falta.

– Esa espada que tienes colgada en la pared me resulta familiar. ¿No es Brauna, la espada de Derguín Gorión? -preguntó su madre, dirigiéndose a Neerya.

Ella miró de reojo a Agmadán y asintió. Ariel recordó que el politarca le había robado la espada a Derguín.

– Nos la llevamos también -dijo Ziyam, haciéndole una seña a una de las Teburashi para que la descolgara de la pared.

Al salir de la casa pasaron junto a varios cuerpos, los cadáveres de los criados que habían intentado detener a las intrusas, y también el de un enorme mastín que vigilaba la puerta y al que Antea había despachado decapitándolo de un tajo. Neerya miró a Ariel, con los ojos llenos de lágrimas. La niña se sintió aún más culpable.

¿Por qué para conseguir algo bueno hay que hacer cosas tan horribles?, se preguntó. Sin saberlo, se estaba planteando una cuestión que obsesionaba a más de un filósofo en Ritión y otros países.

El grupo bajó de la Acrópolis por unas larguísimas y sinuosas escaleras, con abismos vertiginosos que se abrían a cada lado de las barandillas. A esa hora los funiculares no funcionaban. Agmadán había sugerido despertar a los encargados para que sacaran del establo a los percherones que hacían girar el gran cabrestante, pero Ziyam se negó.

– No haremos nada que llame la atención. No nos vas a engañar, Narakí.

Tardaron tanto en descender que cuando llegaron a la altura de la bahía la luz de Taniar empezaba a mezclarse con la de Rimom y sobre sus cabezas el firmamento se teñía de violeta. Al pie de las escaleras las aguardaban dos de las Teburashi con la carretilla que cargaba el cuerpo del Mazo.

Recorrieron las calles tortuosas del barrio del Nidal, con las ruedas de la carretilla traqueteando en el suelo. En algunas esquinas y plazuelas vislumbraron sombras furtivas, tal vez ladrones que, al ver a un grupo tan numeroso y bien armado, desistieron de cualquier mala intención.

Por fin llegaron ante el templo de Rimom, una pagoda de madera pegada a una de las crestas verticales que subían hacia el distrito del Nido. Las esquinas de los tres tejados estaban vigiladas por gárgolas grotescas que, bañadas en el tenue resplandor violáceo de la noche, parecían mirarlos con severidad. Agmadán -siempre contestando a una pregunta de Ziyamles explicó que el templo lo habían sufragado inmigrantes Ainari y por ese motivo lo habían construido con el estilo arquitectónico de su tierra.

La puerta estaba cerrada. Si había candado, se encontraba en el interior.

– ¿Un santuario del sueño no debería estar abierto de noche? -preguntó Antea.

– Hoy no es día propicio para las consultas -contestó Agmadán.

– Mejor así -dijo Ziyam-. Niña, abre la puerta.

– ¿Cómo? -preguntó Ariel.

– Usa lo que ya sabes.

– ¡Zemal no es una vulgar ganzúa! ¡Es un deshonor utilizarla para abrir una puerta!

– ¿Quién te ha enseñado a hablar así? -preguntó su madre-. Eres una cría. Tú no entiendes de honor. Haz lo que te mandan.

– ¿Ha dicho Zemal? -preguntó Agmadán.

– Silencio, Narakí -le ordenó Antea, imitando con los dedos el corte de unas tijeras a la altura de la entrepierna.

Ariel se quitó la capa y descolgó de su espalda el tahalí al que había enganchado la vaina. Mientras lo hacía, su mirada se cruzó con la de Neerya. Volvió a sentirse culpable, pero la cortesana le sonrió. Fue sólo un segundo, un gesto clandestino que, sin embargo, la reconfortó, como si Neerya le dijera: Confío en ti.

Ariel aferró con la mano izquierda la vaina y con la derecha la empuñadura de Zemal. Después respiró hondo, muy hondo, y tiró de ella.

A la luz de la hoja vio el gesto de asombro de Agmadán. Sin embargo, Neerya no parecía tan sorprendida de que Ariel pudiera empuñar el arma sin morir fulminada. La niña recordó que, cuando se conocieron, la cortesana la miró con ojos penetrantes y le dijo: «Hay en ti más de lo que parece a simple vista». Después había añadido «y también menos», pero eso Ariel tendía a olvidarlo, ya que no le sonaba tan halagador y además no entendía qué podía significar.

Todos se apartaron de ella, sabedores de que un simple roce con el filo del arma podía rebanarles un dedo. Ariel dudó un momento, sosteniendo la vaina de cuero en la zurda y la espada en la diestra. No se atrevía a manejarla con una sola mano. Por fin, se acercó a Neerya y, apartando la punta de Zemal lo más posible, le tendió la funda.

– ¿Me la guardas, por favor?

Ella volvió a sonreír e hizo ademán de cogerla, pero su madre fue más rápida y se adelantó.

– Me la quedaré yo, si no te importa, querida -dijo, mirando a Neerya con una intensidad que a Ariel no le gustó nada.

¿Por qué la odia, si es buena?, se preguntó ingenuamente.

Empuñando el arma con ambas manos, Ariel acercó la punta a la puerta. Volvió a respirar hondo y luego empujó un poco. Sin que notara resistencia alguna, la espada penetró limpiamente y unas volutas de humo se levantaron de los bordes de la hendidura recién abierta.

Con sumo cuidado, como un arquitecto que diseñara unos planos, Ariel dibujó un gran óvalo con la espada. Cuando terminó, retiró el arma. El corte había sido tan limpio y suave que la pieza de madera seguía en su sitio.

– ¡Vamos allá! -dijo Antea.

Sin la menor contemplación, dio una patada y el óvalo serrado cayó al interior del templo. Después entró agachándose y blandiendo su propia espada en posición de ataque. Tres Teburashi la siguieron.

Dentro se oyeron voces, unos cuantos golpes sordos y dos gritos que al instante se convirtieron en estertores ahogados. Pasado un breve rato, Antea asomó la cabeza por la puerta y dijo:

– Despejado.

Tríane le devolvió a su hija la funda, y Ariel envainó la hoja y volvió a colgársela a la espalda. Al entrar al templo vio dos cuerpos tendidos en el suelo sobre sendos charcos de sangre que empezaban a mezclarse en uno solo. Eran un hombre de unos cincuenta años y un chico que no debía ser mucho mayor que la propia Ariel.

– Esto es un sacrilegio -dijo Agmadán-. Declaro ante los dioses que yo no tengo nada que ver con esto y que no estoy obrando por propia voluntad.

– A los dioses les importa un comino lo que digas o hagas o incluso tu mera existencia -dijo Tríane-. Pronto lo comprenderás.

A Ariel la escandalizaron las palabras de su madre. Jamás en la cueva la había oído hablar en ese tono contra los dioses, y de hecho siempre le había dicho que debía temerlos y respetarlos. ¿Por qué parecía haber cambiado de opinión?

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