– Acérquense, por favor, y observen este rostro.
Los tres aludidos lo hicieron, y mientras miraban atentamente la imagen de aquel hombre de las fotografías, Saltero continuó:
– Estoy seguro, si lo piensan detenidamente, que ustedes recordarán haberle visto entrar, o asomarse discretamente, un par de veces por lo menos al vagón número ocho.
El matrimonio y Óscar le miraban desconcertados. Sus ojos caminaban del rostro tranquilo de Víctor a las fotografías. El silencio se prolongaba y nadie respondía.
Saltero insistió con suavidad:
– Observen bien esas fotos. Son del francés. Seguro que vieron a ese hombre. Desgraciadamente no podemos contar con su testimonio, pues ha muerto hace unos días en un accidente de tráfico. Así que la colaboración de ustedes es fundamental para el esclarecimiento del caso.
Hubo otro intenso silencio, y fue María de Gracia la primera en reaccionar:
– Sí, es cierto -dijo mirando a su marido-. Le vimos como mínimo dos o tres veces asomarse por la ventanilla de la puerta de nuestro vagón en el tren. Acuérdate que lo comentamos, aunque entonces no le dimos importancia.
– ¿Está usted segura? Mire bien las fotografías.
La mujer mayor, ahora mucho más decidida, tomó las fotos en sus manos y, poniéndolas delante de la vista de su marido, insistió:
– Totalmente segura, ¿verdad, Vicente?
– Sí, es cierto -confirmó lacónicamente el marido.
– Bien -dijo Saltero-. El que ustedes hagan memoria nos ayuda, de manera decisiva, para poder cerrar esta investigación -después continuó dirigiéndose a Óscar-. Usted también estaba sentado cerca de la entrada del vagón. Sería importante saber si le pudo ver. Probablemente no llegara a entrar para que no le descubrieran los etarras; pero -insistió- ¿vio este rostro?
El joven miraba a unos y otros. Se preguntó a qué se estaba jugando allí, pero aquel hombre parecía empeñado en que dijera que sí, que lo había visto. ¿Sería su oportunidad para olvidarse de este desdichado asunto?
– Sí -respondió finalmente-. Efectivamente le vi. Al menos una vez, allí, junto a la puerta, mirando el interior de nuestro vagón.
– ¿Está usted seguro? -esta vez fue Quintero quien preguntó.
– Sin lugar a dudas.
Víctor Saltero hizo un gesto como si todo hubiese concluido.
– Pues muy bien. Ahí tienen toda la respuesta. Cuando ese hombre comprobó que tanto ustedes como los etarras dormían, entró rápidamente, les disparó y salió del vagón, escondiendo en el suyo la pistola y los guantes que había utilizado. Es un hecho que todos ustedes, incluidos los muertos, tenían los auriculares puestos; por tanto, difícilmente, podía despertarlos el sonido de dos disparos realizados con silenciador. En conclusión, este asunto no ha sido más que la historia de una venganza por razones sentimentales.
Quintero y Víctor se miraron unos instantes. Este último se dirigió a los presentes:
– Se preguntarán por qué no está aquí el otro pasajero: Santiago Freire. Simplemente porque él ya ha declarado en el mismo sentido, y había reconocido igualmente a ese francés. Así que debíamos corroborarlo con ustedes para pasarle el informe definitivo al juez instructor y cerrar el caso. El que los mató murió en un accidente de automóvil; por tanto, no queda mucho más que podamos hacer.
El matrimonio de Carmona y Óscar se miraron con la esperanza pintada en sus ojos. ¡Al fin abandonarían aquella pesadilla! Y el objetivo de salvar a aquel pobre muchacho, atormentado desde niño por los terroristas, se podía conseguir sin nuevas víctimas. ¡Qué suerte habían tenido con la aparición del francés! Había sido providencial, y estos policías -pensaron- no tienen ni idea de lo sucedido realmente. Mejor así.
Oyeron que Quintero, puesto en pie, les hablaba.
– Quedan unas formalidades. Esto mismo que han contado aquí lo incorporaremos a sus declaraciones anteriores, y cuando el juez los cite se ratificarán en ellas. ¿Tienen alguna duda?
– No, ninguna -contestaron Vicente y Óscar al unísono.
Sólo ella, curiosamente, pareció dubitativa por un instante.
Saltero, advirtiéndolo, le preguntó:
– ¿Usted tiene alguna duda?
– ¿No podría considerar el juez que no dijimos toda la verdad en la anterior declaración?
– ¡Oh, no! -respondió Víctor, con la seguridad que le daba su larga trayectoria en tribunales-. Es normal que no le dieran importancia a esa cuestión y que, al ver las fotografías, les hayan traído a la memoria algo que antes les había pasado inadvertido. Lo importante es que no duden sobre sus respuestas y se mantengan firmes en ellas, puesto que es la realidad, ¿verdad?
– Por supuesto -declararon los tres con decisión.
– Muy bien -cortó Quintero-. Santiago Freire está ahí fuera para hacer la declaración junto con ustedes. Son cuatro testimonios coincidentes; después lo ratificarán ante el juez, y asunto concluido. Por cierto, les quería decir una última cosa: cuando se publique en la prensa todo este tema, querrán hablar con ustedes. Les recomiendo que se mantengan alejados de los periodistas pues, si no, les harán la vida imposible. Remítanse, en lo que les pregunten, a sus declaraciones oficiales.
Los tres viajeros salieron, comprometiéndose a seguir el consejo del policía. Un gran suspiro de alivio salió de sus pechos cuando abandonaron aquel despacho. ¡Qué viaje tan largo el de aquel AVE!
Poco después se encontraban con Santiago Freire.
Víctor y Quintero quedaron solos en el despacho.
– Abogado, comprendo que siempre ganaras en los tribunales -dijo el inspector entre la ironía y la admiración-. Hasta hubo momentos en que yo mismo me creí esa sarta de mentiras.
– ¿Está todo bien así? -contestó el aludido por toda respuesta.
El policía no respondió. Sonreía cuando dijo junto a la puerta:
– Me voy a ver la declaración de éstos, no vayan a decir alguna tontería.
Llovía tras los cristales, esa lluvia fina y constante que moja los tejados y los hace chorrear hasta el suelo en pequeñas hileras de cascadas. No era un paisaje últimamente muy frecuente en Sevilla, como consecuencia de las prolongadas sequías de los años anteriores.
Por el ventanal del ático, Saltero, sentado en su sillón habitual, que tenía la cualidad de proporcionarle sensación de hogar y sosiego, contemplaba la mañana. Le gustaba la lluvia. Sobre todo ver el efecto de las gotitas sobre las aguas del Guadalquivir, donde formaban innumerables pequeñas ondas.
Hur entró.
– Me permitiría el señor felicitarle.
– ¿Por qué?
– Como habrá tenido ocasión de leer, toda la prensa se hace eco de la resolución del caso AVE.
– ¿Alguien me nombra a mí? -se alarmó Víctor, pareciendo prestar por primera vez atención a la conversación.
– ¡Oh, no, señor! El que aparece en la prensa es un comisario; incluso del inspector Quintero apenas hacen referencia. De usted, por supuesto, nada.
Hur conocía perfectamente la fobia de su jefe a destacar en cualquier medio de comunicación, pero el mayordomo, junto con su amigo el policía e Irene, era el único que sabía de su intervención decisiva para aclarar el caso.
– Bueno, a Quintero tampoco le interesa demasiado la publicidad -restó importancia a su menor protagonismo mediático comparado con el del comisario-. Le interesaría más una subida de sueldo. Pero, en fin, es normal que sean los políticos los que aglutinen éxitos. Lo que pasa -continuó reflexivamente- es que no estaría mal que también fueran padres de los fracasos, cuando éstos llegan. Pero los fracasos suelen ser huérfanos, ¿verdad?
– Efectivamente, señor.
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