Víctor Saltero - Sucedió en el ave…
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¿Quién había matado a los dos etarras? ¿Eran simples asesinatos o justas ejecuciones?
Quintero, Hur, Irene y Víctor Saltero viven una apasionante historia en el misterioso tren AVE de las 20.00 h.
Estamos ante una inquietante novela, escrita con una asombrosa ambientación y estética cinematográfica…
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Víctor, en principio, había manifestado su acuerdo con estas reflexiones de Irene, si sólo de Santiago se tratase; pues, aun entendiendo el profundo dolor que le llevó a su acción, debería ser puesto en manos de la justicia y que ésta se aplicase. Incluso sabía que el propio Freire así lo había previsto, como una consecuencia lógica de su decisión. Pero ¿y los otros tres? Eran personas normales que involuntariamente se habían visto envueltas en el caso, y que respondiendo a su corazón tomaron una decisión jurídicamente arriesgada. Víctor Saltero, por su larga experiencia como profesional del derecho, conocía perfectamente que, por muy buena defensa que tuviesen, sería muy complicado evitar que la acusación particular no consiguiera una sentencia condenatoria contra ellos por encubrimiento.
Tendría que tomar una decisión final sobre este asunto.
Capítulo 16
Quintero miró a su amigo con atención.
– Qué, ¿ya tienes las respuestas?
– Cierra la puerta -indicó por toda contestación Víctor Saltero al inspector.
Éste se levantó y, tras cerrar la puerta de su despacho en comisaría, volvió a su asiento clavando expectante la mirada en el amigo. Quitó de en medio los expedientes amontonados encima de la mesa, para poder ver la cara de su interlocutor.
– ¿Abogado, qué sabes?
– Vengo a contarte una historia, y, después, tú me dirás qué hacemos.
Era extraño que Saltero no hubiese ironizado sobre el desorden endémico de su despacho. Algo muy importante tenía que tener Víctor a juzgar por su actitud.
Quintero se prestó a oír.
– Adelante.
– Hace mucho tiempo había un niño en Galicia, de un par de años, que no había conocido a su madre…
El abogado explicó toda la historia. El policía escuchaba en silencio, sin un gesto. En medio de la misma, otro funcionario, tras una rápida llamada, abrió la puerta.
– Perdone, jefe…
No tuvo tiempo de decir más.
– ¡Sal inmediatamente, joder! ¿No ves que estoy ocupado?
El tono de Quintero no dejaba lugar a dudas. El aludido salió rápidamente murmurando un apresurado "perdonen".
El inspector se quitó las gafas y comenzó a limpiar sus cristales con un pañuelo.
– Abogado, continúa.
Víctor siguió con la narración.
Fue desgranando todos los detalles, y, cuando terminó, ambos hombres quedaron en silencio, mirándose el uno al otro.
– Me acabas de salvar la vida -dijo como único comentario el policía, más que en tono de agradecimiento, como una simple constatación de un hecho objetivo.
– No tan aprisa, amigo, aún tenemos mucho de que hablar.
– ¿Hablar? ¿De qué?
Saltero hizo un gesto ambiguo:
– De muchas cosas -contestó-. Entre otras, que busquemos otra verdad diferente a ésta.
Quintero miró a su interlocutor con cara de asombro.
– ¿Qué estás intentando decir?
– Exactamente lo que has oído.
– Tú estás totalmente loco.
Víctor no contestó. Sólo miraba serenamente al amigo. Éste le devolvió la mirada intentando descubrir algún síntoma de burla en sus ojos. Pero no era así.
– Me parece que hablas en serio…
– Completamente.
– Definitivamente estás loco -repitió-, y me puedes meter en un buen follón. Ni lo sueñes. Detendré a ese hombre por los asesinatos y a los demás por encubrimiento.
Víctor respondió con suavidad:
– Creo que, al menos, merezco que me escuches.
– ¿Me estás cobrando un precio por tu ayuda?
– Sí.
Ambos hombres volvieron a mirarse fijamente durante unos instantes. Al final Quintero pareció ceder, pero aún cargado de tensión:
– Está bien. Adelante.
– Escucha, te ruego que, por un momento, dejes de ser funcionario de policía para convertirte, simplemente, en persona. Es lo que te pido como amigo, no porque me debas nada por la solución del caso, pues fue también nuestra amistad la que me hizo intervenir en él. Hablemos, y después podrás hacer lo que creas en conciencia.
El inspector pareció relajarse algo.
– De acuerdo. Te escucho.
– El primer pensamiento que me vino, cuando supe lo que había pasado, era que en este asunto ya hay demasiadas víctimas, además de los dos muertos del tren. La primera fue un joven guardia civil, truncando los terroristas una vida que comenzaba. Tras él, Santiago, un niño de doce años que vio, desde el balcón de su casa, cómo le disparaban en la nuca a su hermano y que nunca consiguió vivir, torturado por la imagen de un muñeco roto en el suelo sobre un charco de sangre y un rostro desfigurado por los disparos. Después, los padres, dos ancianos, hoy bajo tratamiento psiquiátrico, los cuales tuvieron que huir de la ciudad donde vivían escondidos y acusados por un pueblo, con demasiados cobardes, que siempre encuentra una justificación para los de las pistolas y un reproche para las víctimas -hizo una pausa y continuó-. Estas víctimas son ya inevitables. Pero ahora nos encontramos con un matrimonio de jubilados y un joven que busca su primer empleo. Ellos podrían ser las siguientes. Las acusaciones que caerían sobre éstos son graves, y, conociendo cómo funciona el mundo de Batasuna, enviarían abogados afines a la causa, con el objeto de obtener las condenas más duras posibles contra aquéllos. La pregunta que me hago es si se merecen tanto unos asesinos como los dos etarras.
– Pero nadie puede tomarse la justicia por su mano -interrumpió Quintero con voz tranquila, como el que expresa una obviedad-. Eso lo sabes mejor que yo.
– Es cierto -concedió Víctor-. Y eso es lo primero que me planteé al tener las respuestas del caso. Es verdad lo que dices, pues es un principio básico del derecho y, sobre todo, de la convivencia. El monopolio de la violencia lo debe tener el Estado. Pero ¿qué sucede cuando la aplicación de las leyes se aleja tanto del concepto ético de la justicia, permitiendo que los culpables se aprovechen de lagunas o resquicios legales para no responder de sus actos? ¿Qué sucede cuando una sociedad manipulada confunde verdugos y víctimas? ¿Qué sucede cuando alguna parte de la gente en el País Vasco persigue, cobardemente, a estas últimas y ensalza a los primeros? Y, por último, ¿estamos ante unos asesinatos, o ante una acción nacida de la desesperación de una persona, a la que han destrozado la vida los terroristas, y la negligencia de un sistema, que ha hecho una absoluta dejación de su obligación de defender a sus ciudadanos de cualquier desalmado, con la aplicación de leyes justas que vayan más allá de cualquier interés político o electoral?
El silencio fue profundo durante unos instantes.
– ¿Sabes? Lo que me pregunto de este asunto -siguió Saltero- es ¿quién, además de los etarras, tiene responsabilidades en este caso? Y te diré, tras tantos años de ejercer la abogacía, que no sabría cómo juzgarlo.
– A mí no me interesa la política.
– Esto no es política. Es un problema de drama humano.
– ¿Y qué podemos hacer tú o yo?
– Ésa es la cuestión a resolver. Pero sí he de expresarte que tengo la convicción de que esos dos individuos ya han producido demasiadas víctimas, y no deseo colaborar en el aumento de ellas -hizo una pausa y después continuó-. En nuestro ordenamiento jurídico consagramos los tribunales populares. Quiero pensar que esos tres viajeros ejercieron de tales en el tren, y ellos, personas sencillas y normales, decidieron que debían ayudar a este chico, que aquellos etarras merecían su castigo. Indudablemente se equivocaron desde la más estricta puridad jurídica; pero, posiblemente, representaban el sentir de millones de personas cansadas de tantas componendas con indeseables.
¿Debemos convertir en víctimas también a los involuntarios testigos? Y vuelvo a la pregunta clave: ¿se merecen tanto aquellos dos? En conclusión: es evidente que el que disparó debería pagar por tomarse la justicia por su mano, pero para ello tenemos que acusar de encubrimiento a los dos jubilados y al chico de la coleta. ¿Tú estás dispuesto?
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