Víctor Saltero - Sucedió en el ave…

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Sucedió en el ave…: краткое содержание, описание и аннотация

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"Como cada día, el AVE llegaba puntual. A las 22.25 hacía su majestuosa entrada en la estación, pero, esta vez, todo iba a ser diferente…"
¿Quién había matado a los dos etarras? ¿Eran simples asesinatos o justas ejecuciones?
Quintero, Hur, Irene y Víctor Saltero viven una apasionante historia en el misterioso tren AVE de las 20.00 h.
Estamos ante una inquietante novela, escrita con una asombrosa ambientación y estética cinematográfica…

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Víctor siguió buscando más información. ¿Quién sería ese niño? En la prensa de los días siguientes sólo describían cómo el chico, desde su balcón, lo había visto todo: acercarse a los dos asesinos y disparar sobre el guardia civil para después salir corriendo.

Saltero ojeó todos los periódicos nacionales de aquellos días, intentando encontrar más información sobre el pequeño. Apenas encontró nada, sólo que tenía doce años; lógicamente, intentaban salvaguardar la seguridad del menor.

Víctor hizo un cálculo mental de qué edad tendría hoy ese niño, y después miró la de Santiago Freiré.

Salió de la hemeroteca y se decidió a pasear un rato por el parque de María Luisa. Aunque hacía frío, el sol templaba la mañana y andar por los jardines era muy agradable.

Dejó vagar su mente relajadamente durante un buen rato.

Cuando se dispuso a ir a comer, supo que tenía todas las respuestas.

Capítulo 14

– Me permite tutearle.

– Por supuesto -respondió Santiago Freire García a aquel señor tan correcto que había conocido en el interrogatorio de la sala Club AVE de Santa Justa-. Pero desearía saber ¿qué hago aquí?

Víctor Saltero hizo un gesto como quitándole importancia al lugar.

– Me gustaría contarte una historia, y me pareció más adecuado este sitio que la comisaría. ¿Te incomoda?

– Oh, no. Es sólo que atrajo mi atención su llamada citándome, simplemente, para hablar en este restaurante, como si fuésemos dos viejos amigos. ¿O es que espera que diga algo distinto a lo que ya informé en los diversos interrogatorios? -y continuó-: ¿No será que quiere jugar al policía bueno como en las películas?

Saltero sonrió:

– En primer lugar, esta sala reservada de mis amigos de la Taberna del Alabardero, que han tenido la gentileza de dejárnosla, es un sitio sumamente agradable y discreto para que dos personas se sienten a hablar -hizo una pausa y continuó-. En segundo lugar, no soy policía. Podría definirme como un colaborador eventual de ellos. Te puedes ir cuando quieras. En tercer lugar, es posible que la historia que deseo contar pueda interesarte mucho, y, especialmente, que la cuente yo, como si fuésemos dos viejos amigos, y no como un colaborador de la Policía.

Se hizo un silencio y Santiago se removió inquieto en su asiento. Puso en su rostro una sonrisa forzada al decir:

– Disculpe, no intenté ofenderle. Pero es lógico que me extrañe esta cita.

– Claro, es natural.

En ese instante una discreta llamada precedió a la entrada de un camarero trayendo, en una bandeja, unos refrescos. Los sirvió y salió dejando solos a los dos hombres.

Santiago miraba expectante a su interlocutor. Era un hombre tranquilo y elegante. Tenía clase, aunque no parecía ser consciente de ello. Todo en él daba la impresión de naturalidad y serenidad. Transmitía confianza. Por un instante pensó que no se le podía imaginar perdiendo los nervios.

Aquel hombre comenzó a hablar:

– Hace mucho tiempo había en Galicia un niño que no había conocido a su madre. Esta murió cuando él apenas tenía un par de años. Allí vivió durante una época, como otros tantos críos, acudiendo a su primer colegio. Poco después su padre aceptó una oferta de trabajo en el País Vasco, y, como es natural, aquel crío se trasladó con su progenitor. Así que, en un taller de reparaciones de automóviles en Rentería, comenzó una nueva vida para ambos. Parecía que el mundo daba otra oportunidad a ese padre que había visto morir a la mujer que amaba.

Se hizo un silencio. Santiago miraba sin pestañear a Víctor Saltero, preguntándose dónde quería ir a parar. Éste continuó:

– Aquel padre tuvo la suerte de encontrar a una estupenda mujer allí, en el pueblo. El único problema es que estaba divorciada y que tenía un hijo mayor, bastante mayor que el pequeño huérfano. Así que ese chico que venía de Galicia se encontró de golpe con una madre y un hermano; es decir, una familia completa. Esa que, en realidad, nunca había tenido hasta entonces. Aquella mujer divorciada lo estaba de hecho, que no de derecho. Esta circunstancia impidió que ese hombre y esa mujer llegaran a casarse. Pero no les hacía falta ya que, igualmente, vivieron juntos y felices. El pequeño fue creciendo queriendo a su nueva madre y admirando a aquel hermano. A los pocos años los quería como si hubiesen sido de su sangre.

A estas alturas Santiago parecía bajar la mirada buscando algo inconcreto en el pulcro mantel.

Saltero continuó:

– El pequeño iba al colegio como un niño más, y aunque escuchaba entre sus compañeros y profesores algunas cosas que no entendía, siguiendo los consejos de su padre y su nueva madre, procuraba no intervenir y callar. No, no era un chico problemático. En definitiva: creció feliz. Al cabo de unos años su hermano, que se había convertido en todo un hombre y había terminado el COU, consiguió, tras unas oposiciones, un trabajo. En la casa, aquel jovencito, observaba que cuando preguntaba por la naturaleza del mismo le solían responder con evasivas. Bueno, no le importaba demasiado. Lo que le preocupaba en realidad era, simplemente, que compartía menos tiempo con él. Le dijeron que trabajaba en una administración pública, y que tenía turnos de noche de vez en cuando. Así que, fuese lo que fuese, odiaba el trabajo de su hermano, pues apenas le dejaba tiempo para disfrutar de él, y ahora, cuando comenzaba a despuntar su pubertad, sentía que le necesitaba más que nunca. Su padre, desde su perspectiva, era muy mayor. Su madre también, y además era mujer. Pero su hermano era perfecto: entendía todas sus preocupaciones, le sabía decir la palabra justa cuando se sentía triste, estaba lleno de vitalidad y, además, las chicas le llamaban con frecuencia. ¿Qué más se podía pedir? El chico presumía de hermano.

Víctor Saltero bebió un sorbo del refresco. Santiago aún no lo había probado.

– En Rentería, esta familia habitaba en un primer piso de un barrio residencial, con balcón a la calle. No era muy grande, pero sí cómodo para los cuatro miembros. El hermano mayor solía irse al trabajo, salvo cuando tenía turno de noche, justo a la hora en que el pequeño se levantaba. De hecho, éste se asomaba cada mañana al balcón para decirle adiós. Invariablemente, el mayor se volvía con una sonrisa y un guiño para despedirse. Así fue pasando el tiempo. Pero un buen día, cuando el pequeño había cumplido los doce años, sucedió lo inesperado.

Hizo una pausa sin mirar al oyente. Después, con voz lenta y profunda, continuó:

– Era un día de primavera y, como siempre, el hermano pequeño se precipitó al balcón, aún en pijama, para despedir al mayor. Este sonrió y le dijo adiós con la mano. Pero no vio a dos hombres que se acercaban tras él con paso acelerado. El chico, sin saber por qué, se fijó en ellos. Algo le intranquilizó de esos individuos. Vio cómo uno sacaba algo de debajo de la cazadora y extendía el brazo detrás de la cabeza de su hermano. De pronto, oyó un ruido seco y fuerte, y aquellos dos hombres comenzaron a correr perdiéndose por la primera esquina. Cuando volvió la mirada pudo ver a su hermano con la cabeza abierta en medio de un enorme charco de sangre. Vio cómo tenía unas sacudidas, quedando finalmente quieto en una extraña postura; muy quieto, y muy roto.

Saltero clavó los ojos en los de su silencioso oyente. Intento inútil, pues los escondía para disimular lágrimas tras un pañuelo.

– Aquellos hermanos se llamaban: Juan, el mayor, un joven guardia civil, y el pequeño Santiago, al que nunca se le olvidarían las caras de aquellos asesinos y la imagen de su hermano destrozado en medio de un gran charco de sangre.

Calló, dejando que los sollozos que salían de aquel alma siguieran su curso natural. Esperó que pasara un buen rato. Freire escondía la cara entre sus manos. Las sacudidas de sus hombros indicaban la intensidad del llanto.

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