La pregunta quedó en el aire. Quintero escondió la cara entre las manos durante unos momentos, y después volvió a quitarse las gafas para limpiar los cristales con el pañuelo.
– Si no son ellos, la siguiente víctima puedo ser yo, si alguien se entera -dijo tras colocarse las lentes.
– Pues pensemos en una solución.
– Tú eres el cerebro -la voz del inspector no contenía la más mínima señal de sorna-. Si encuentras una que resuelva el caso y no signifique mi despedida del trabajo…
Dejó la frase en el aire; incluso él se sorprendió de las palabras que acababa de pronunciar.
Tras un instante de reflexión, dijo:
– Tienes dos días para encontrar la salida. Después los detendré a todos.
Estaban en el despacho de Quintero, además de Víctor, Vicente Zamora, su mujer María de Gracia, y Óscar Mejías, con su coleta de pelo negro.
El inspector tuvo que habilitar su oficina, no prevista para tanta gente, a base de quitar expedientes de encima de las sillas y dejar éstas para el fin que se fabricaron: sentarse. También había vaciado su mesa de papeles, al menos lo suficiente, para poder ver las caras a sus invitados.
El matrimonio de Carmona estaba sentado frente al policía, y junto a aquéllos, Óscar. El abogado se encontraba en el lateral izquierdo, en un sillón que, a juzgar por su aspecto, debería de tener bastante tiempo; apoyaba sus brazos sobre el escritorio.
Los tres pasajeros del vagón numero ocho recibieron el día anterior la citación para presentarse en comisaría. Estaban nerviosos, tensos; y mucho más por la inexplicable ausencia de Santiago. ¿Por qué no estaba allí? ¿Habría confesado?
Sus miradas iban del inspector, que los observaba tras la mesa, a Saltero, al cual aún no sabían ubicar con claridad de quién se trataba.
Quintero se dirigió a ellos con voz neutra:
– ¿Alguno de ustedes quiere cambiar la declaración que hizo sobre los asesinatos en el AVE?
Los aludidos le miraron, removiéndose inquietos sobre sus asientos, y, después, se miraron unos a otros.
– Nosotros no.
La primera que se había decidido a contestar fue María de Gracia. A nadie pasó inadvertido que respondía también por su marido, que se limitó a mover la cabeza apoyando a su mujer.
– ¿Y usted?
El inspector miró directamente al joven de la coleta. Éste dudó antes de hablar:
– Yo tampoco.
Se hizo un corto y denso silencio.
– ¿Están seguros? -insistió Quintero.
– Sí.
La afirmación salió como un murmullo de las tres voces.
– Muy bien -continuó el policía-. ¿Existe algo que se les pudiese haber olvidado contar en sus declaraciones anteriores? ¿Algún detalle que se les pasara por alto?
El matrimonio y el joven estaban cada vez más tensos, desconociendo adonde quería ir a parar aquel inspector, pero insistieron en su negativa de manera cada vez menos audible.
Quintero miró a Víctor.
– Es decir -intervino por primera vez este último-, la cuestión es que todos ustedes estaban dormidos cuando sucedieron los hechos y, en consecuencia, no vieron nada hasta que se despertaron con los gritos de las azafatas, ¿no es así?
Los tres aludidos asintieron con la cabeza. "¡Maldita sea!", pensó Óscar. "Si al menos estuviese aquí Freire… ¿Qué significa su ausencia?".
No tuvieron mucho más tiempo para reflexionar, pues aquel hombre elegante, sentado a su izquierda, comenzó a hablar:
– Vamos a intentar explicarles lo que pasó aquel día. Cuando termine, ustedes nos dirán si es correcto y si tienen algo que decir al respecto.
Todos, hasta Quintero, centraron sus inquietas miradas en Víctor. El inspector no pudo dejar de echar una ojeada a la puerta cerrada de su despacho. Había dado instrucciones de que no se le molestase bajo ningún concepto.
El abogado continuó:
– ¿Le suena a alguno de ustedes el nombre de Louis Chantal?
Como es natural, obtuvo la esperada respuesta unánimemente negativa, y siguió:
– Pues bien -su tono era reposado y seguro-, este señor fue el asesino de aquellos dos etarras.
De pronto toda la tensión acumulada, visiblemente, desapareció de golpe de los rostros de aquellas tres personas, no pudiendo evitar una mirada entre ellos, que no pasó inadvertida a los otros dos, expresando sorpresa y expectación por lo que aquel hombre acababa de decir.
Saltero continuó:
– El señor Chantal, como habrán adivinado por su nombre, era ciudadano francés. Había sido, y probablemente aún lo fuera, un activista del movimiento independentista vasco-francés. Varias veces proporcionó refugio a los terroristas etarras que venían de España huyendo de los cuerpos de seguridad. En definitiva, aquello que se llamó eufemísticamente el santuario de ETA.
Hizo una pausa.
– Louis Chantal conoció a Olavarria y Arrufe hace veinticinco años, cuando éstos huyeron de España tras asesinar a un guardia civil en Rentería. En el piso que compartía con su novia les dio refugio durante unos meses. En principio, parece que la cosa fue bien: unos jóvenes que participaban de la misma ideología, y esperanzas de ver a un gran País Vasco, incluida las provincias francesas, independiente de los regímenes opresores de Madrid y París. Como camaradas, lo compartían todo. Ese todo, en un momento dado, incluyó a la chica. Esta veía a los dos etarras como héroes que llegaban de la guerra. En conclusión, terminó teniendo relaciones, suponemos algo más que amistosas, con aquellos individuos. Como es natural, ese comportamiento molestó profundamente al ingenuo francés, que creía vérselas con dos caballeros llegados de más allá de los Pirineos.
Hizo una pausa, pudiendo observar la expectación en los tres pasajeros del AVE y la mirada preocupada de Quintero.
– Ante esta situación, el francés -continuó- pidió a Olavarria y Arrufe que se fueran de allí. Éstos en principio se negaron, argumentando el riesgo que corrían, y contaron con el apoyo de la muchacha. De camino, amenazaron de muerte a Louis, del que temían pudiese delatarlos. Así que éste aguantó un cierto tiempo, hasta que al final aquellos hombres se marcharon, y esta vez con la chica, cuando se decidieron a buscar otro refugio menos comprometido. Chantal no volvió a ver a su novia, y parece que tampoco la olvidó. De hecho, nunca se casó, ni se le conoció otra relación estable.
Nadie hablaba. Se oían de vez en cuando voces lejanas de personas que transitaban por el pasillo tras la puerta cerrada.
– Consiguió trabajo en una compañía francesa, como representante o agente comercial para España, dado el dominio que había adquirido de nuestro idioma. Hacía frecuentes viajes en el AVE, y en uno de ellos, cuál no sería su sorpresa, reconoció a aquellos dos hombres que habían destrozado su relación con la única mujer que amó en su vida. Tras unas cortas investigaciones se enteró de dónde trabajaban y que solían hacer regularmente ese viaje de Madrid a Sevilla. Fue entonces cuando decidió comprar una pistola con silenciador, desgraciadamente es fácil en nuestro país, con la esperanza de volverlos a ver y vengarse. Aquella tarde-noche los vio de nuevo. Él, en previsión de esa posibilidad, llevaba en su chaqueta el arma siempre que tomaba el AVE. Sabía que en la estación se controla el equipaje, pero no lo que llevas encima, así que no planteaba dificultad. El tren iba muy vacío, pero aquellos hombres viajaban en el vagón número ocho, y él en el seis. Esto le suponía una dificultad adicional: que podía ser visto por los otros pasajeros; en definitiva, por ustedes.
Hizo una pausa y miró a Quintero significativamente. Éste, sin decir nada, le entregó dos fotografías. Víctor las cogió, extendiéndolas sobre la mesa.
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