Víctor Saltero - Sucedió en el ave…

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Sucedió en el ave…: краткое содержание, описание и аннотация

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"Como cada día, el AVE llegaba puntual. A las 22.25 hacía su majestuosa entrada en la estación, pero, esta vez, todo iba a ser diferente…"
¿Quién había matado a los dos etarras? ¿Eran simples asesinatos o justas ejecuciones?
Quintero, Hur, Irene y Víctor Saltero viven una apasionante historia en el misterioso tren AVE de las 20.00 h.
Estamos ante una inquietante novela, escrita con una asombrosa ambientación y estética cinematográfica…

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Nada parecía tener sentido. Desechando también, por absurda, la hipótesis de la conspiración, por eliminación concluyó que el asesino tuvo que ser uno de los cuatro pasajeros del vagón ocho. Pero ¿por qué callan los restantes?

Saltero, tras mirar el papel, se sentó en el sitio que había ocupado Santiago Freire García.

Desde allí se dominaba cualquier movimiento de los demás y, por supuesto, también la puerta de acceso al vagón.

Se quedó un rato pensando.

Al cabo, fue llegando a una conclusión: Santiago era el único que podía controlar continuamente a los dos etarras y al resto de los pasajeros. Pero si fue él, ¿por qué lo hizo? ¿Cuál era el motivo que le llevó a matarlos? Y el resto de pasajeros, ¿qué tienen que ver con este asunto? ¿Están asustados? ¿Freire los chantajea de alguna forma? Y si no es así, ¿por qué le encubren?

En ese momento sonó su móvil. Reconoció el número que le llamaba.

– El vasco-francés que iba en el tren ha muerto -informó Quintero, que parecía excitado-. Pero ¿sabes lo más curioso?

– Seguro que me lo vas a decir…

– Había tenido en Francia relación con ETA. No es mucho, pero algo es algo, y su asiento estaba en el vagón número seis, donde apareció la pistola.

– ¿Se sabe qué hacía por aquí?

– No. Estamos en contacto con la Gendarmería francesa esperando un informe sobre ese individuo. Creo que puede ser importante.

Quintero se sintió algo frustrado, pues esperaba una reacción más viva y entusiasta de su amigo.

– Qué pasa, abogado, ¿no lo crees interesante?

– Sí -el tono de Víctor era prudente-. Pero ya hablaremos.

– Y tú, ¿tienes algo nuevo?

– Aún no lo sé. Pero necesito la lista de víctimas de ETA que te pedí, y que me confirmes si la noche anterior a los sucesos del AVE el matrimonio de Carmona se quedó cuidando a sus nietos.

– ¡Joder! ¿Qué importancia puede tener eso ahora?

– Es posible que la tenga. Por supuesto -continuó-, comprobaste la entrevista de trabajo que dijo tener Óscar Mejías.

– ¡Pues claro! ¡A veces me pregunto por quién me tomas!

Víctor rió:

– Por quien eres; ni más ni menos.

Quintero sabía que esas palabras, dichas por el abogado, podían tener diversas interpretaciones. Decidió que no era momento para detenerse en minucias.

– Está bien -dijo conciliador-. Pero dime: ¿por qué demuestras tan poco interés por lo que te he dicho?

– Créeme que no es así. Lo que sucede es que me pregunto cómo alguien puede preparar estos asesinatos y tener la imprevisión de estar en otro vagón del tren, distinto al de las eventuales víctimas. Para realizar su acción debía recorrer -continuó Víctor- dos vagones para poder acercarse a ellas, y hemos de suponer que tendría que haberlas tenido controladas en todo momento para buscar el instante más oportuno.

– Entonces, ¿cuál es tu teoría?

– Cuando me des la información que he pedido te la diré. No obstante, sigue la línea del francés y veamos hasta dónde nos lleva.

Sin más, colgó el móvil.

Capítulo 12

– Usted no se entregará.

La clara y rotunda expresión de María de Gracia Serrano sorprendió a su propio marido, que se quedó mirándola con asombro. Óscar hizo otro tanto.

– Usted no se entregará -repitió decidida la señora mirando a Santiago Freiré-. Ya ha sufrido lo suficiente en esta vida como para haber penado lo que esta noche ha pasado aquí. No han sido unos asesinatos, sino la ejecución de unas sentencias.

Los tres hombres tenían los ojos clavados en ella, expresando sus miradas una mezcla de confusión y sorpresa.

– Señora -Santiago se dio cuenta de que estaba emocionado y casi balbuceaba al hablar-. Señora -repitió-, no puede saber lo que significan para mí sus palabras y cuan profundamente se las agradezco; pero no puedo permitir que se vean mezclados en nada de esto. Yo hice lo que tenía que hacer, pero ustedes no pueden asumir riesgos por ello. Nunca podré olvidar sus palabras.

Los otros dos hombres callaban, desplazando fascinados, alternativamente, sus miradas de uno a otro interlocutor.

– Escuche, muchacho, ¿por qué ha de haber riesgos para nosotros? -al decir esto María de Gracia volvió la mirada hacia su marido y Óscar-. Podíamos haber estado durmiendo. Este tren viene muy vacío, la película es un tostón, y con los auriculares puestos no se oye gran cosa. Creo que, al menos, usted debe tener su oportunidad de escapar cuando lleguemos a Sevilla.

Todos quedaron en silencio unos instantes.

Esta vez fue Óscar el primero en reaccionar:

– Puede que tenga razón.

– ¿Usted también cree en esa locura? -se alarmó Vicente Zamora, que confiaba en la oposición del joven para hacer desistir a su mujer. La conocía bien y sabía de su testarudez.

– Tiene razón el señor -intervino Santiago-. Es muy arriesgado.

– No, no lo es -la voz de ella sonaba cada vez con mayor determinación-. A ninguno de nosotros nos pueden acusar de nada por haber estado dormidos y no darnos cuenta de lo ocurrido, así que cuando descubran a ésos -lo dijo sin atreverse a mirar los cadáveres-, habremos llegado a Sevilla. Se darán cuenta cuando vean que dos pasajeros no bajan del tren. Pero para entonces todos nosotros estaremos lejos. Mi marido y yo cogemos mucho el AVE, para ver a nuestra hija en Madrid, y sabemos que esto no es como el avión, donde identifican a los que vuelan; aquí no. ¿Cómo podrían averiguar después de irnos nuestros nombres?

Vicente replicó con cierto nerviosismo:

– Escucha, María: dentro de poco vendrán las azafatas con los regalos. Entonces los descubrirán.

Óscar y Santiago asintieron con la cabeza a la nueva dificultad que se planteaba.

María de Gracia no contestó. Se dirigió a su asiento y le dijo a Óscar:

– Hijo, tú que eres más alto, bájame esa maleta.

El joven lo hizo, entregándosela a la decidida mujer. Esta la abrió y, tras revolver en su interior, extrajo dos mantas de viaje.

– Tome -dijo dándoselas a Santiago-. Écheselas por encima, a ver si conseguimos que parezcan dormidos. Queda poco para llegar; creo que cada uno de nosotros debería volver a su asiento y hacer como si durmiésemos de verdad. Así las azafatas, si entran, podrán confirmarlo posteriormente.

Freiré colocó las mantas sobre los cadáveres. No los cubrían completamente, pero sí lo suficiente como para tapar lo orificios de las balas en el pecho. Pensó que debería cerrarles los ojos; mas no lo hizo, no encontró fuerzas para ello. Se abstuvo de comentar nada a este respecto al resto de pasajeros y, poco después, oyó a Óscar, que se dirigía a él:

– Debería desprenderse de los guantes y la pistola. Tendría que esconderlos en algún sitio.

Santiago Freire estaba tan aturdido que apenas se daba cuenta de que no hacía más que lo que le decían. Parecía una marioneta desconcertada. Aquella gente desconocida estaba demostrando tener más sangre fría y entereza que él.

Esta vez fue el señor mayor, Vicente, el que, tendiéndole una bolsa blanca de plástico, le dijo:

– Métalos aquí, pues debiera llevarlos a otro vagón.

Tras introducir la pistola con el silenciador y los guantes, se dispuso a salir.

– ¿Adonde va? -fue la señora quien le detuvo-. Esto lo puede hacer mi marido. Usted está demasiado aturdido. Haz como si fueses al baño -dijo dirigiéndose a Vicente-, y esconde eso en otro vagón.

El aludido, que indudablemente poseía el hábito de obedecer a su esposa, con cierta aprensión, cogió la bolsa y la ocultó bajo su chaqueta.

Todos se sentaron en sus asientos esperando el regreso de Vicente.

Al poco, volvía con el alivio y los nervios aún reflejados en su rostro.

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