Víctor Saltero - Sucedió en el ave…
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¿Quién había matado a los dos etarras? ¿Eran simples asesinatos o justas ejecuciones?
Quintero, Hur, Irene y Víctor Saltero viven una apasionante historia en el misterioso tren AVE de las 20.00 h.
Estamos ante una inquietante novela, escrita con una asombrosa ambientación y estética cinematográfica…
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Hur, como siempre, le había seleccionado una deliciosa combinación de canciones para disfrutar del baño. Hoy, especialmente y no sabía por qué, el agua a la temperatura perfecta y la música le arrastraban por recuerdos que llenaban su memoria.
Sonaba en ese momento Je ne t'aime plus , de Cristophe.
Le vinieron las imágenes de aquella noche; de aquella que sin palabras decidieron que sería hermoso unirse para compartir la aventura de vivir. Fue hermosa. aunque tal vez como tantas otras, pero tuvo algo especial. Sucedió al poco tiempo de conocerse. Estaban citados en el restaurante Becerrita. Irene llegó como una princesita sensual, envuelta en un traje blanco de frágiles tirantes sobre los hombros y unas delicadas sandalias de tacón que poseían la virtud de realzar las suaves curvas de sus piernas. Sí, porque ella no tenía ángulos; su cuerpo era la suma de unas curvas delicadas que, involuntariamente, le hacían destacar la profunda sensualidad de su decidida feminidad.
En una íntima mesa para dos, situada en el saloncito de entrada, bajo un arco que parecía hecho exclusivamente para ellos, disfrutaron una cena de manjares y conversación exquisita. Ambos sabían oír, y allí, aunque había más comensales en otras mesas, tenían la sensación de estar solos. El lugar y la noche parecían construidos para los dos. Recordaba su mirada lánguida, curiosa y viva.
En el baño comenzó a sonar It's now or never , de Elvis.
Víctor siguió recordando cómo al salir del restaurante se presentó una ligera llovizna. El vestido blanco de ella y su calzado parecían no ser los más adecuados para esas circunstancias; riendo, tomaron un taxi que los acercó al apartamento que Irene tenía en el centro de la ciudad. Recordaba que durante el corto viaje prácticamente no habían hablado, sólo sentía su perfume y el roce de su piel.
Una vez en el apartamento, compuesto de un coqueto saloncito y un dormitorio al que se llegaba por un corto pasillo, y aún estando en éste, allí de pie, comenzó a desnudarla haciendo correr suavemente los tirantes del vestido por sus hombros.
A pesar de las múltiples relaciones que Víctor había tenido a lo largo de su vida, aquel hermoso cuerpo desnudo, con las sandalias de tacón en sus pies como único atuendo, le llevó a redescubrir el privilegio de la sencilla feminidad, delicada y sensual, alejada de cualquier matiz de vulgaridad.
En el tibio baño comenzaron a sonar los acordes de My way , interpretado por Frank Sinatra.
Su mente viajó al momento en que aquella noche, llegaron a la cama, donde retiraron un edredón de plumas que la cubría; no sabía por qué recordaba ese detalle con tanta precisión. Ambos eran conscientes de que disponían de todo el tiempo. No existía el pasado ni el futuro, sólo aquel instante de un hombre y una mujer unidos en ese pequeño rincón del mundo.
Recordaba cómo había sentido la necesidad de ir muy despacio al recorrer con la punta de su lengua cada centímetro de la piel de ella, desde los pies a su boca, muy lentamente, deseando que esos sabores permanecieran para siempre en su paladar. Subía y bajaba atrapando sus pezones, que se endurecían entre los labios con la excitación, y después saboreaba el jugo de su íntima feminidad.
Más tarde oían música suave mientras charlaban a media voz, y al rato volvía a despertarse la danza de los sentidos.
En otras ocasiones, cuando él llegaba al apartamento, la recordaba sentada en un sillón, y mientras comentaban las incidencias del día, se admiraba de cómo alguien podía convertir en un lugar tan acogedor un pequeño saloncito con una alfombra enrollada puesta en pie, apoyada en la pared, y con una mesa de madera sin barnizar, cubierta por un sencillo paño que arropaba una estufa eléctrica. Allí fabricaban los sueños que aún hoy seguían construyendo.
Otras veces, si él llegaba tarde, Irene le esperaba con un ligero, corto y semitransparente camisón azul claro que insinuaba la mayor parte de su cuerpo. "¡Es perfecta!", pensó.
El agua se estaba enfriando cuando Dulce Pontes desgranaba los últimos compases de Cançao do mar.
Capítulo 10
Las tres miradas de terror seguían clavadas en Santiago.
Óscar, desde su asiento, sólo alcanzaba a ver el brazo inerme y lacio de uno de aquellos hombres colgando desde el asiento hacia el pasillo. Estaba paralizado por el pánico.
La señora mayor, al estar en la otra hilera de asientos, tenía una visión más amplia. Las cabezas caídas, y los ojos desmesuradamente abiertos, no dejaban lugar alguno a la duda sobre lo allí acontecido. Se agarró a su marido que, mirando entre los respaldos de los asientos, intentaba adivinar lo ocurrido.
Pasaron unos minutos. Muchos o pocos, nadie lo sabría decir. Solamente se escuchaba el monótono ruido del tren caminando por las vías.
Vieron cómo aquel hombre, que aún tenía la pistola en su mano, con el rostro profundamente pálido, se puso trabajosamente en pie y dio unos pasos hacia ellos.
Todos se tensaron.
– Señores -dijo Santiago-, no tienen nada que temer de mí.
Los tres pasajeros le miraban con el desconcierto y el terror aún dibujados en sus pupilas.
– Tengo intención de entregarme a la Policía -continuó el hombre de la pistola con una voz de profundo cansancio que parecía intentar tranquilizarlos-, si no me queda otro remedio -aclaró-. Pero antes han de saber que nunca les haré ningún daño a ustedes.
Hizo una pausa. Parecía agotado.
– Sólo les voy a pedir que me oigan unos minutos -y continuó-. Después podrán llamar, Isasi lo deciden, a quien crean oportuno para que me detenga. No lo impediré. Pero antes, por favor, óiganme lo que tengo que contarles.
– ¡Usted está loco! -fue Óscar el primero en hablar-. ¿Sabe que acaba de matar a dos hombres? Y aun así nos pide que le escuchemos.
El joven miró al matrimonio como pidiendo apoyo. Éstos permanecían en silencio con las manos fuertemente entrelazadas. Intuitivamente, miró la cercana puerta del vagón con la secreta esperanza de que alguien entrara en ese momento y le sacara de aquella pesadilla.
– Por favor, no miren a esos hombres -rogó Santiago, mientras seguía en el pasillo procurando recuperar la calma-. Ya sé que es una imagen muy dura; por ello les pido que se concentren un momento en oírme. Sólo unos minutos -insistió-. Después, les prometo que podrán hacer lo que crean oportuno.
El silencio del matrimonio y del chico de la coleta fue lo más parecido a un obligado "adelante". De otra forma, estaban convencidos de que aquel hombre terminaría disparando sobre ellos. Al menos así lo percibían. Ese individuo tenía que estar loco para asesinar a dos personas en un tren.
Aquel individuo comenzó a hablar.
– Ellos eran dos miembros de ETA. Se llamaban Olavarria y Arrufe…
Capítulo 11
Quintero había facilitado la entrada a Víctor Saltero al tren de los asesinatos, que seguía precintado en una vía muerta.
La composición del convoy era la misma que la del día de los sucesos: nadie había tocado nada. Se le produjo una extraña sensación al entrar en un AVE tan vacío y en silencio, donde habitualmente existía ajetreo y actividad de pasajeros.
Comenzó a recorrerlo despacio, empezando por el vagón Club. Pasó de uno a otro, deteniéndose en el número seis; allí habían aparecido la pistola y los guantes en una bolsa de plástico blanco. Pudo observar el lugar donde habían sido encontrados.
Siguió avanzando y llegó al octavo. En un papel llevaba anotados los números de los asientos que habían ocupado cada uno de los pasajeros aquel día. Se sentó en el de los etarras. Desde allí pudo comprobar el campo de visión que éstos habrían tenido sobre los demás. Aunque los respaldos les impedían tener una vista clara, sí se podía concluir que cualquier movimiento que hicieran Óscar o el matrimonio de Carmona habría sido detectado por ellos. Era consciente de que cualquiera hubiese podido entrar y sorprenderlos, mas era difícil de aceptar que coincidiese que todos estuviesen durmiendo en ese momento y al mismo tiempo. Además, de haber sido así, el asesino, que indudablemente habría preparado bien el golpe, tenía que haber previsto tener bajo control a las víctimas y a los posibles testigos. Para ello, como mínimo, si venía de otro vagón debería de haber entrado alguna vez, antes de decidirse a disparar, para estudiar las circunstancias y el momento más favorable. Aun de esa forma, habría estado corriendo el riesgo de que los etarras le observaran, ya que desde sus asientos dominaba ampliamente la entrada al vagón. Con respecto a los otros cuatro viajeros, se encontraban con sus afirmaciones de que no habían visto a nadie. ¿Sería posible que todo el tiempo hubieran estado durmiendo? La verdad es que era poco creíble. Por otro lado, tampoco entendía por qué no los mataron antes de la parada del tren en Córdoba. El asesino hubiese tenido una vía de escape más fácil. ¿O es que realmente no le importaba asumir el riesgo de que le cogieran?
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