Víctor Saltero - Sucedió en el ave…
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¿Quién había matado a los dos etarras? ¿Eran simples asesinatos o justas ejecuciones?
Quintero, Hur, Irene y Víctor Saltero viven una apasionante historia en el misterioso tren AVE de las 20.00 h.
Estamos ante una inquietante novela, escrita con una asombrosa ambientación y estética cinematográfica…
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Poco a poco fueron disminuyendo.
Con los ojos aún rojos, pero al fin secos, se dirigió a Víctor:
– Es usted cruel. Deténgame, o haga que me detengan, pero ¿quién le ha dado derecho para resucitar aquel día?
– Yo no he hecho más que sacar al exterior lo que te llevó a la acción del tren. Esos recuerdos dejaron de pertenecer a tu intimidad cuando decidiste disparar aquella pistola en el AVE. Si realmente los hubieses superado, nunca habrías asesinado a aquellos hombres.
Callaron de nuevo. La sensación de Santiago era de aturdimiento. Pero, también, por primera vez en muchos años, notó que la angustia iba comenzando a diluirse por dentro. Parecía como si hubiese tenido un grito contenido en su interior durante siglos, y el hecho de que ese hombre tranquilo y desconocido le describiera con tanta precisión lo sucedido aquella mañana, allá en Rentería, le descargaba el corazón de tensiones insoportables.
Le miró como si lo viese por primera vez. No, no era un hombre corriente. Le transmitía sosiego. Pero ¿qué quería?
– ¿Y ahora? -preguntó Santiago sin un ápice de desafío, más bien esperando que el otro le dijera lo que tenía que hacer a partir de lo que ya sabía.
– ¿Quieres seguir hablando?
– Es usted el que habla. Yo estoy en sus manos.
Víctor Saltero asintió con la cabeza, pero hizo un gesto de duda:
– No, no sólo yo conozco esta historia. Supongo que los tres pasajeros que iban contigo en el AVE la deben de saber. Deduzco que se la contaste, dándoles tus razones para matar a aquellos dos asesinos, y decidieron entre dos posibilidades: encubrir o delatar. Estimo que fue la señora la que convenció a su marido y al otro chico de escoger la primera opción. Ella tiene agallas y corazón.
Santiago Freire asintió con la cabeza sin hablar.
– El problema es que, si se descubre, les pueden acusar de encubrimiento -dijo el abogado reflexivamente.
– Lo sé -contestó inmediatamente Santiago-. Y eso no puedo permitirlo. Ellos no tienen nada que ver; son personas increíbles: se arriesgan por alguien que conocieron en aquel mismo instante.
– Cierto.
– Yo estoy a su disposición para entregarme cuando usted me diga, pero a ellos no debe pasarles nada.
Víctor no contestó. El silencio ahora no estaba cargado de tensión, sólo de profunda tristeza. El abogado pareció sumergirse en sus propios pensamientos, mientras Santiago esperaba mucho más relajado, totalmente decidido a hacer lo que aquel hombre le dijera.
Llamaron a la puerta suavemente, y el mismo camarero de antes les preguntó desde ella:
– Don Víctor, ¿desea que les traiga alguna otra cosa?
– No, gracias -contestó Saltero tras consultar con la mirada a Freire.
El camarero volvió a salir discretamente.
– ¿Tu mujer, supongo, no conoce lo que pasó?
– No, nunca le conté nada. Para qué le iba hacer sufrir. Además -continuó-, en el mundo de las personas normales estas cosas sólo las conocen por los medios de comunicación, dentro de otro montón de noticias, y es imposible que sepan cómo afectan a una vida. Cómo la destrozan.
– Tal vez deberías haberle dado la oportunidad de ayudarte.
– Si lo hubiese sabido, probablemente, habría intentado hacerme desistir, y eso no podía ser.
– Ya. Por eso supuse que no conocía estos hechos.
– Desde niño tenía grabado a fuego los rostros de esos dos hombres -continuó Santiago-. No sólo mataron a mi hermano, sino también a mis padres, pues ya jamás fueron los mismos. Pasé mi pubertad viendo cómo tenían miedo a salir a la calle. Observaba que muchos vecinos de aquel pueblo nos miraban con recelo. ¡Como si hubiésemos hecho algo! Sus ojos y gestos parecían indicarnos que los culpables éramos nosotros; sobre todo, cuando detuvieron a aquellos dos canallas. Nuestra vida allí se volvió imposible. A mí, en el colegio, incluso los niños me hacían el cerco, manifestándome un desprecio que no podía entender. Nadie que no haya vivido eso sabe lo que es. Yo creí enloquecer. Un buen día mis padres, con profunda amargura, dejaron el taller y nos fuimos los tres a Madrid. Hoy siguen sin salir prácticamente de casa, consumiéndose entre los recuerdos y el silencio. Ellos tampoco hablan ¿Quién los entendería?
Hizo una pausa, continuando con voz baja y suave:
– A pesar de que yo era aún pequeño cuando detuvieron a aquellos individuos, viviendo todavía en Rentería, procuraba, a escondidas de mis padres, seguir por los medios de comunicación el juicio contra ellos. La verdad es que los periódicos no decían gran cosa. Incluso muchos en el País Vasco los defendían. Y otros, la mayor parte, callaban cobardemente. Parecía que nosotros éramos los verdugos y ellos las víctimas. Yo no podía entenderlo, y en mi interior ardía de dolor y de un vacío cada vez mayor. En fin, hace unos meses me enteré que salían de la cárcel. Cuando sucedió, los recibieron como héroes con pancartas de salutación y medios de comunicación dándoles la bienvenida. Todo el mundo se me vino encima. Mis padres enfermaron; hoy apenas sobreviven con el tratamiento de un psiquiatra. Me juré que pondría fin a tanta injusticia, disparate y angustia -hizo una pausa y, casi en un susurro, terminó-. Bueno, ahora aquí me encuentro inerme ante usted. Pero ¿sabe? Estoy descubriendo que no me importa. Sé que hice lo que tenía que hacer.
No hubo alarde en la última frase, sólo convicción.
– ¿Piensa volver hoy a su casa de Madrid?
Santiago miró francamente a Víctor.
– No lo sé. Usted dirá.
– Yo sólo quería contarte una historia -contestó Saltero con voz neutra-, y ya lo he hecho. La estación del AVE está cerca de aquí. Probablemente -continuó, mientras se ponía en pie echándole un vistazo al reloj-, si sales ahora, aún llegues a tiempo para coger el tren de las siete.
– ¿Y… ya está? -preguntó Santiago, incorporándose a su vez.
– Te dije que no soy policía. Lo que ésta descubra no es de mi incumbencia. Mientras, procura vivir…
Momentos más tarde se despedían con un rápido apretón de manos a las puertas del restaurante.
Capítulo 15
¿Encubrir o delatar? En el fondo, ésta era otra vez la cuestión; la misma que se habían debido plantear los pasajeros del vagón número ocho.
Víctor Saltero paseaba, sin rumbo fijo, por la calle Sierpes, que a esa hora del mediodía permitía tomar el pulso del animado ambiente comercial sevillano.
Con Irene, la noche anterior, había comentado en profundidad el caso y las preocupaciones que éste le provocaba. La solución le situaba ante un dilema inesperado. Por un lado, su formación jurídica le llevaba a la evidente conclusión de que nadie estaba legitimado para tomar la justicia por su mano. En base a ese principio, debería informar a Quintero de sus descubrimientos y que la justicia actuara contra todos los que, bien por acción o por omisión, intervinieron en los asesinatos del AVE. Por otra parte, era consciente de que la aplicación de esta alternativa llevaría a los tres testigos del fatídico tren, como producto de una comprensible reacción emocional, a responder por un delito de encubrimiento que los situaría ante un sinfín de problemas penales.
Se preguntaba si habría alguna fórmula para sacar al matrimonio de jubilados y al chico de la coleta de ese horizonte de conflictos jurídicos.
Irene también le había expresado sus dudas y se refirió, con énfasis, a las posibles repercusiones políticas del caso. Ella opinaba que las excarcelaciones que un Gobierno legítimo decidiera, en el intento de buscar la paz en el País Vasco, no podían justificar bajo ningún concepto lo realizado por Santiago. Pensaba que merecía la pena hacer lo que fuese necesario para impedir que brutales experiencias, como la vivida por Freire de niño, se pudiesen repetir, y para ello tendría que ser una prioridad de cualquier Gobierno encontrar alguna fórmula para acabar con la pesadilla de ETA.
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