Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Sí, Méndez.
– Dios santo…
– ¿Se da cuenta, Méndez?
– No quiero darme cuenta.
– Olga podría ser mi hija.
Una mueca que hubiera podido ser una sonrisa flotó durante un solo segundo en la cara de Galán. Luego hizo un esfuerzo supremo, un esfuerzo en el que parecieron crujir no sólo sus músculos, sino también sus pensamientos, y se puso en pie. Fue tambaleándose hacia la puerta, aunque sabía que no podía salir. Como si fuera a derrumbarse apoyó la cabeza en la pared, junto a uno de los policías egipcios.
Añadió con voz casi inaudible:
– Por eso hubiera muerto para defenderla.
– Lo… lo entiendo.
– Usted no entiende nada, Méndez. Nunca ha tenido hijos. Usted no se da cuenta de que ésta es una cochina historia.
– Galán…
– ¿Qué?
Méndez se retorcía los dedos nerviosamente. -Es usted el que no se da cuenta de que también es una hermosa historia.
Y guardaron silencio los dos. En la habitación parecía flotar de pronto una luz mortecina, un aire irreal, con los dos policías silenciosos y el cadáver de Gandaria cruzado sobre la moqueta. Fue ahora Méndez el que tuvo que cerrar los ojos. Se dio cuenta de que Galán, un asesino profesional, estaba llorando.
– Quisiera enseñarle cosas a Olga… -dijo con voz entrecortada-. Quisiera…
– Se equivoca, Galán.
– ¿En qué?
– Olga le enseñará cosas a usted.
La habitación amplia y lujosa, la luz tamizada, la ventana que daba a la noche de El Cairo, el silencio discreto y acogedor de los sitios bien nacidos. La mueca de Galán, las lágrimas de Galán, los años puestos de pronto en sus ojos, en las mil arrugas de su frente, en las comisuras de la boca. El carraspeo de un policía egipcio, un crujido en la pared, la mirada errabunda de Méndez que sabe que hay algo que se ha detenido en el tiempo.
Y Méndez susurra:
– Olga le enseñará que aún existe la inocencia. Usted y yo lo hemos olvidado, Galán, y quizá necesitamos que alguien nos lo enseñe de nuevo. Usted y yo hemos dejado que cada año nos marque por dentro con una manchita negra, y hemos estado dispuestos a presenciar cómo las manchitas negras también se van marcando en el interior de nuestros hijos. A usted, Galán, le será ahorrado ese espectáculo al que dedicamos nuestra vida.
Avanzó pesadamente hacia la maleta, la tomó, se dirigió a la puerta. Ninguno de los dos policías egipcios hizo el menor ademán para detenerle. Cuando ya Méndez hacía girar el pomo, Galán alzó la cabeza para susurrar:
– Méndez…
– ¿Qué?
– ¿Adónde va?
– A hacer la única cosa buena de esta noche. Este dinero es de Clara Alonso y ya no hace falta pagar nada con él, ¿sabe? Voy a de volvérselo.
Salió. El pasillo volvía a estar vacío, como si jamás hubiese ocurrido nada en él. Méndez avanzó en silencio, con las facciones levemente contraídas. Todas las puertas estaban cerradas. Todas menos la que se abrió bruscamente a su paso.
Y una voz dijo suavemente, saliendo de la oscuridad de la habitación:
– Le estoy apuntando. Entre, Méndez.
Méndez conocía aquella voz. Claro que la conocía. La había oído en una época que ya parecía infinitamente lejana, hundida en el pasado, en un despacho desde el que se veía el viejo Madrid, se oía el rumor del tráfico neocapitalista de la plaza de Neptuno, se veían los leones de las Cortes y se distinguían las tiendas dedicadas al tiempo antiguo.
Méndez entró sin soltar la maleta.
No se le había movido ni un músculo de su rostro. Sus ojos se habían empequeñecido y trataban de habituarse a la oscuridad. Tuvo que pestañear de pronto, casi con un sobresalto, cuando las luces se encendieron bruscamente.
Y entonces lo vio. Era verdad que le estaba apuntando, aunque no parecía dispuesto a disparar. Más bien descansaba en sus labios una sonrisa negligente, casi compasiva, ligeramente cínica.
– Hacía tiempo que no nos veíamos, Méndez -dijo con voz opaca el comisario Besteiro-. Cierre la puerta.
– Bastante tiempo, comisario. Es verdad…, bastante tiempo desde aquel despacho en el que usted ocupaba, junto con su ayudante,el subcomisario Ceballos, un alto cargo bancario que era de tapadillo
– No había nada de tapadillo, Méndez. en eso se equivoca. Era mi alto cargo para poder vigilar desde las alturas. Solo eso.
– Claro, comisario. Claro que sí. Pero también ha investigado usted en las bajuras. También ha investigado al nivel del Nilo.
– Era necesario, Méndez. Quería convencerme de que no se hacía nada ilegal.
– ¿Ilegal? ¿Por ejemplo qué?
Besteiro señaló la maleta negligentemente.
– Por ejemplo -musitó-, pagar un rescate.
– ¿Eso es ilegal? ¿Lo dice en serio, comisario? ¿Qué quería que hiciera la familia?
– No soy yo quien debe decidirlo, Méndez, y usted lo sabe. Por lo tanto, a mí no me lo pregunte. Pero si una familia tiene sus problemas, el Estado también los tiene. El Estado tiene el problema, que usted parece no haber entendido, de lograr que se cumpla la ley.
– ¿La ley? ¿Qué ley?
– Impedir el movimiento de capitales no autorizados, si quiere un ejemplo.
– Y esto lo es, ¿verdad?
– Claro que lo es. ¿Necesito decírselo? Mire, Méndez, yo no quiero amargarle la vida, pero usted ha incurrido en dos responsabilidades gravísimas. En primer lugar, ha sido cómplice de una infracción económica. Sólo por eso ya podría detenerle y privarle de su arma reglamentaria.
– No tengo arma reglamentaria.
– Eso nos evita un mal trago a los dos. Claro que tampoco voy a detenerle, ¿sabe? No hay ninguna necesidad de llevar las cosas tan lejos, aunque usted haya cometido dos infracciones de bulto. Una, la más grave, es la que ya le he dicho: intervenir en una operación ilegal. Y si me dice que en nuestro país hay altos cargos que realizan eso cada día, le contestaré que a mí no me afecta mientras no pueda probarlo. Pero hay una segunda cosa: usted no ha confiado en nosotros, en nuestros esfuerzos, en nuestro tesón. No ha querido creer precisamente usted, un policía, que con la ley en la mano también puede solucionarse todo.
– ¿Qué iba a solucionar usted, Besteiro?
– ¿Y lo pregunta? ¿Sabe lo que significa haberles seguido hasta aquí? ¿Las horas perdidas? ¿Y el dinero gastado? ¿Se da cuenta de lo que hay detrás de todo eso, Méndez?
Méndez no contestó.
Sus ojos se habían empequeñecido, pero su mirada no era ni siquiera la de la serpiente vieja. La suya era una mirada perdida.
Solamente al cabo de un tiempo que pareció hacerse interminable musitó:
– Sí. Detrás de todo eso, ¿qué hay?
La pregunta quedó flotando en el aire. Los que ahora se empequeñecieron fueron los ojos de Besteiro. Pero en ellos sí que brotó la luí acerada de los de una serpiente vieja.
– Deme esa maleta, Méndez -ordenó.
– ¿Dársela? ¿Por qué?
– Es el instrumento de un delito, y los instrumentos de un delito deben ser intervenidos por la autoridad. ¿Conoce usted la ley, Méndez?
– Yo no conozco la ley, pero hago otra cosa.
– ¿Qué?
– Me cago en ella.
– No abra más su sucia boca, Méndez. No se puede tratar con tipos como usted. Deme la maleta.
– ¿Qué va a hacer con ella?
– Entregarla a la autoridad.
– La autoridad es usted, ¿verdad?
Y Méndez empujó suavemente la maleta con el pie hacia el comisario Besteiro. No se opuso a que éste la tomara. El roce del cuero sobre la moqueta de la habitación fue suavísimo, pero para ellos dos produjo el efecto de un estruendo.
– De acuerdo, Méndez. Muy bien. Celebro que haya sido razonable.
– ¿Puedo hacerle una pregunta, Besteiro?
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