Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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No pudo seguir hablando. Todo su cuerpo se arqueo mientras quedaba dramáticamente doblado sobre la silla, a punto de vomitar, La angustia le impedía decir una palabra más, pero de todos modos tampoco hubiera podido pronunciarla. Ni le convenía hacerlo, so pena de declararse culpable ante todo el mundo. En el pasillo, de pronto, habían aparecido dos policías con uniformes azules. I tetras de ellos, l n misión de rigurosa retaguardia, venía un tipo gordo que debía di li I uno de los gerentes del hotel.
Fue él quien en correcto castellano barbotó, mientras las primeras puertas empezaban a abrirse:
– Pero ¿qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién se atreve a ensuciar el honor del Marriott?
Salomón tuvo una arcada. Pero con un terrible esfuerzo fue él quien balbució:
– Yo he sido testigo… Este hombre ha matado a mi hermano, pero lo ha hecho para salvar la vida de una mujer ciega, la señorita Alonso. Ella lo confirmará también. Mi hermano estaba… sometido a tratamiento… Creo que había acabado de volverse loco.
– Quizá lo que ustedes digan no baste… -gimió el gerente del hotel-. ¡Hace falta que lo confirme alguien más, que todo quede bien claro…! ¡No consentiré dudas sobre algo que ha ocurrido en el Marriott!
El Marriott parecía ser la única cosa que le importaba en la vida.
Méndez, que acababa de salir tambaleándose de la habitación, mostró su placa con los dedos todavía manchados de sangre. La placa no tenía ningún valor oficial allí, pero la palabra «policía» la entiende todo el mundo, aunque la esgrima un tipo como Méndez.
El gerente, por supuesto, la entendió. Preguntó con voz tensa:
– ¿Qué va a declarar usted?
– Lo mismo que dice Salomón Gandaria. Su hermano Ismael me ha atacado a mí por… por sorpresa antes que a la mujer. Si no llega a ser por sorpresa, qué coño va a tumbarme. Y oiga una cosa, amigo.
– ¿Qué…?
– Yo soy un policía español, aunque España, en beneficio de su decoro, trate de ocultarlo por todos los medios. Éstos son ciudadanos españoles. Ya sé que la policía egipcia tiene que intervenir, pero será mucho mejor que me dejen a mí el asunto. No saben ustedes la cantidad de molestias que se van a ahorrar.
– Es un asunto a considerar, claro… -dijo el gerente pensativamente-. Supongo que será lo mejor para el buen nombre del hotel. De todos modos deberán quedarse aquí durante las formalidades, en especial usted, señor… ¿Cómo ha dicho que se llamaba…?
– Méndez.
– Bien, señor Méndez. La señorita Alonso será atendida, y en cuanto al señor Salomón Gandaria, ¿se llama así, verdad?, será mejor que se retire a su habitación. Usted debe quedarse porque es otro hombre -señaló a Galán- también, porque podría ser el culpable.
Todo aquello pareció absolutamente lógico a Méndez. Hizo una seña a Galán y entraron los dos de nuevo en la habitación, junto con los dos policías egipcios. Uno de ellos se hizo cargo de la pistola de Galán.
Éste encendió un cigarrillo, sin querer mirar el cadáver de Gandaria. Los dedos le temblaban quizá por primera vez en su vida.
Méndez dejó cuidadosamente a un lado la maleta con el dinero y se apartó, porque siempre había sustentado la creencia de que toda cantidad superior a mil euros puede desprender radiaciones maléficas.
– ¿Por qué se escapó del hospital, Galán? -musitó, sabiendo que los dos policías egipcios no podían entenderle-. ¿No se dio cuenta deque era una locura?
– Toda la vida he hecho locuras.
– Como la de intentar matar a Gandaria, por ejemplo.
– Para eso me pagaban. Pero no me pude dar cuenta de cuál era la verdadera situación. Cometí más errores que en todo el resto de mi vida.
– ¿No se dio cuenta de que, al ver que estaba vivo, Ismael Gandaria extremaba las atenciones hacia usted? ¿No comprendió que esto formaba parte de un plan para aparecer como el hombre más inocente del mundo?
Galán se derrumbó sobre una butaca. No podía tenerse en pie.
– Claro que lo pensé -murmuró-. Fue eso lo que me hizo comprender que sucedería algo más grave aún, y que tenía que estar en El Cairo si quería proteger a la niña.
– ¿Protegerla por qué? -preguntó Méndez tensando el cuello-. ¿Por qué?
Los ojos de Galán se cerraron un momento. No era solo la herida, no era sólo el cansancio, pensó Méndez. Había algo más. Méndez, que siempre había flotado entre viejas historias, se dio cuenta de que allí flotaba otra vieja historia. Y encontró un terrible vacío en los ojos de Galán, cuando Galán abrió los ojos.
– No lo entenderá, Méndez -dijo con voz muerta
– ¿Por qué no?
– Porque usted nunca ha querido cambiar.
– Bueno, no lo sé -susurró Méndez-. Tal vez es que la calle no me ha dejado. Algún día se escribirá la historia de por qué las calles no dejan cambiar a la gente.
– Yo quise hacerlo -bisbiseó Galán-. A pesar de las calles y a pesar de todo.
– ¿Usted?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Quizá sentía asco de mí mismo.
– ¿Y qué trató de hacer?
– Lo que suele hacer todo el mundo: me casé. Usted sabe que todo hombre piensa que necesita encontrar a una mujer o dejar a una mujer para poder cambiar de vida. Yo fui de los que la encuentran. Acepté un empleo rutinario y honorable, un piso tranquilo y honorable. Vivíamos en Madrid, cerca del Campo del Moro y la carretera de Extremadura. Pensé que también tenía una mujer honesta y honorable. Bueno, es verdad, la tenía.
Se pasó una mano por los ojos. Cada vez parecía ser más intensa en él la sensación de vértigo.
– Por supuesto -dijo al cabo de unos instantes, con voz débil-, hasta las mujeres honorables sueñan. Y suelen soñar con maridos emprendedores, poderosos y ricos, aunque no sean honorables. Me di cuenta demasiado tarde de que ése no es el requisito más imprescindible que existe. Llegó un momento en que ella me dijo: «Quédate con tu abono para el autobús. Vete a la mierda».
– Siempre he aconsejado que se acuda a los sitios a pie -susurró Méndez-. Los autobuses son una lata.
– Lo que no sabía -dijo Galán como si no le hubiese oído- era lo que pasaría con la hija que iba a nacer. En fin, ni siquiera sabía que ella estaba embarazada cuando me abandonó por inútil, por miserable, por mierda y por pobre. Usted ha dicho que algún día se escribirá la historia de las calles que no dejan cambiar a la gente, ¿verdad? Pues yo le voy a decir otra cosa, Méndez: algún día se escribirá la historia de las mujeres a las que sus maridos nunca les dieron lo que ellas habían soñado. Y la mía es ésa.
– Está escrita -dijo rápidamente Méndez-. La historia está escrita.
– ¿Dónde?
– En los merecidos cuernos de los maridos y en las casas de pulas. Pero usted me estaba hablando de su hija.
– Sí.
– ¿Qué pasó con ella?
Galán volvió la cabeza para no mirarle. Un sudor helado empezaba a cubrir su cara.
– La abandonó viva en una bolsa de basura.
Méndez sólo fue capaz de decir con voz opaca:
– La muy cabrona.
– Hay palabras peores, Méndez.
– La muy maricona.
– La he buscado por todas partes para matarla. Y algún día daré con ella, se lo juro. Algún día daré con ella.
– Pero ¿por qué una madre abandonó a su hija de ese modo? ¿Por qué? ¿Por qué?
– Tuvo miedo.
– ¿De qué?
– La niña era mongólica.
Todo el cuerpo de Méndez se inclinó hacia adelante. De pronto pareció más cansado, más viejo, más carcomido por el peso de todas las noches que se le habían ido metiendo dentro. Con un hilo de voz farfulló:
– ¿Mongólica… como Olga?
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