Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Gandaria jadeó.

Pero sabía que no tenía nada perdido.

Al contrario.

Contaba con todas las ventajas.

Clara Alonso no podía verle. Él sí. Fue a llevar la derecha hacia el interior de la americana.

Entonces se oyó un chasquido.

Fue instantáneo.

Gandaria no había contado con eso.

Lanzó un gruñido gutural.

Clara Alonso acababa de oprimir el conmutador de la luz, dejando la habitación a oscuras.

Las tinieblas rodearon a Gandaria y a la mujer. Unas tinieblas donde… ¡donde ella era la reina!

¡Clara Alonso podía saber dónde estaba!

¡Él no!

La voz sonó silbante a un lado de la habitación. Gandaria hubiese jurado que ella acababa de cambiar de sitio.

Aquella voz helada llegó hasta él.

– Lo único que siento es no poder matarte poco a poco.

Y entonces el fogonazo.

Y la bala.

Era el fin.

Pero Gandaria se había movido en la última fracción de segundo. El miedo daba a sus músculos una agilidad que no habían tenido nunca. Oyó el crujido de la bala al empotrarse en la pared, junto a su cabeza.

Fue él quien saltó.

Con desesperación.

Con rabia.

Sintiendo en su piel la viscosidad de las tinieblas y el frío de la muerte.

El fogonazo le había indicado el sitio donde estaba Clara Alonso, y no le dio la oportunidad de disparar otra vez.

Cayó sobre ella. De un manotazo a ciegas le pudo arrancar el revólver, que se deslizó por la moqueta. Mientras sus dientes chirriaban sujetó a Clara Alonso por el cuello.

Y apretó. Apretó rabiosamente… ¡Apretó!

No se dio cuenta de nada.

Sólo de que quería matar.

Ni siquiera vio que la puerta se abría de golpe a su espalda.

Que un rectángulo de luz caía sobre él.

No vio tampoco la figura recortada en el marco.

El hombre que estaba allí dijo:

– Adiós, Gandaria.

Hubo un solo disparo.

El hombre no falló.

Realmente no había fallado nunca.

La bala le penetró por la nuca a Gandaria. Era plana y de poca potencia, de modo que quedó empotrada entre los huesos del cráneo. Gandaria dio en el primer instante un terrible salto, como si todo su cuerpo se fuese a izar en el aire, y luego cayó de costado, al lado de Clara Alonso.

Galán, todavía tambaleándose por el dolor de las heridas, sosteniendo la pistola humeante en la derecha, ayudó a levantarse a la ciega.

35 EL HOMBRE DE LA SILLA DE RUEDAS

A pesar de las dos detonaciones, al pasillo del lujoso hotel aún no había asomado ningún curioso. Una de las normas no escritas de la vida moderna es la indiferencia. Aunque, sin duda, desde varias habitaciones a la vez estaban telefoneando a los servicios del Marriott, de modo que aquello pronto se llenaría de camareros y quién sabe si de policías. Pero Galán no parecía pensar en eso cuando, a pesar de que él mismo apenas podía tenerse en pie, sacó de allí medio a rastras a Clara Alonso.

Sólo entonces oyó el ruido suave, casi elegante.

El armónico siseo de los muelles de la silla de ruedas.

Galán se volvió un momento.

Salomón estaba allí.

Tenía los ojos entrecerrados y en su fondo palpitaba algo así como un brillo de lágrimas.

– No se preocupe -musitó Salomón-, yo diré la verdad, o sea que lo ha matado para salvar la vida de una mujer ciega. No hay mejor caso de defensa justificada. Cualquiera le absolvería.

– Ésa es la verdad, pero sólo una parte de la verdad -bisbiseo Galán-. ¿Por qué no hablamos de la otra parte, ahora que aún estamos a tiempo? ¿Por qué me encargo matar a su hermano? ¿Por qué?.

Los labios de Salomón apenas se abrieron para decir:

– Porque yo lo sabia todo.

– ¿Que es todo ? ¿Que era lo que sabía?

– Su ruina. Sus manejos. Su falso papel de víctima. ¿Le parece poco? pero aun así no me importaba. El era mi hermano, ¿comprende, Galán? Era mi hermano. Hasta que dejó de serlo cuando le recriminé su conducta y me contestó que todo iba a cambiar y que saldría de apuros muy pronto. Que me iba a pagar todo el dinero que me debía y a taparme la boca y el culo con billetes. Eso dijo: la boca y el culo con billetes. Fue entonces cuando sospeché algo muy grave, cuando comprendí que Ismael ya no se iba a detener ante nada.

Su voz era baja, suave.

Sólo Galán podía oírla.

Y Galán musitó:

– ¿Qué fue lo que llegó a sospechar?

– Que iba a hacer algo repugnante, pero sin poder precisar mi idea. Como primera medida para tratar de evitarlo, contraté a un detective para que vigilase a Ismael día y noche. No fue mucho lo que me pudo decir, excepto que se había entrevistado muy discretamente con un policía que podía ser importante, un tipo llamado Marquina. Ésa, en realidad, parecía una buena noticia. Casi me alivió, pero el alivio duró muy poco.

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que supe que Marquina había sido asesinado. Y que muy cerca de su casa, en el Paralelo, había sido tiroteado un delincuente llamado Ángel Martín, el cual murió luego. Todo eso lo tuve que relacionar a la fuerza, porque siempre aparecía en escena el mismo policía, el maldito Méndez, con el secuestro y la muerte de una niña subnormal. Aún no sabía nada con certeza, pero mis sospechas eran tan angustiosas que acusé a Ismael del crimen. En el fondo aún estaba seguro de que me equivocaba, de que él me insultaría o se reiría de mí. Pero no hizo nada de eso.

– ¿Qué hizo?

– Me amenazó. Juró que me mataría si yo comunicaba a alguien mis sospechas. Entonces supe, mientras el mundo se hundía bajo mis pies, que él era un asqueroso asesino. Y eso no fue lo peor. Me prometió dinero para muy pronto. Supe entonces que quizás había fallado en su primer crimen, pero que intentaría otro.

Galán necesitó apoyarse en la pared.

Ya no se tenía en pie.

Con un hilo de voz preguntó:

– ¿Por qué no lo denunció?

– ¿Sí? ¿Y hundir nuestro apellido? ¿Y a nuestra familia? ¿Y exponerme además a la venganza de un verdadero asesino? No. Era mejor emplear su táctica. Pagar a un verdadero profesional. Puesto que Ismael siempre decía que iban a matarle, a nadie le extrañaría que lo matasen de verdad. Por eso lo busqué a usted, Galán. Terminaría con el problema sin vergüenza para la familia. Pero fue usted quien me dijo que otro asesino al que conocía, Fernando Torres, ya iba detrás de mi hermano.

– Claro. Creí que era mi deber decírselo.

– No niego que sentí alivio. Pensé que otro se encargaría de lo que odiaba tener que encargarme yo. Pero entonces Ismael me visitó para reiterar sus amenazas y para pedirme más dinero. Todo iba a salir bien, me dijo, pero de momento tenía muchos gastos al haber contratado a un hombre llamado Fernando Torres. Hasta me concretó la cifra que le había ofrecido por un «trabajo», sin decirme qué trabajo era. Naturalmente, él pensaba que me dejaba en blanco. Que yo no podía imaginar quién era Fernando Torres. Que no podía deducir nada. Pero con lo que usted me había dicho, Galán, sobre la profesión de aquel tipo, supe de qué se trataba. O lo sospeché. No era tan difícil, conociendo a Ismael. Me lo callé todo, por supuesto, ante usted, y en especial la circunstancia de que yo era hermano del hombre al que usted tenía que matar. Como es normal en estos casos, no le di ningún dato ni facilidades para que lo averiguase. Pero pensando en la cifra que me había pedido mi hermano, quizá le comenté lo que solía cobrar un hombre como Torres. ¿Usted pensó que él tenía que matar realmente a Ismael?

– Sí -susurró Galán-, y hasta pensé que lo pagaba también usted para asegurarse el resultado.

– No era eso. Yo sólo quería que… Sólo quería…

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