Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Busco a un amigo.

Macías metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos. Convidó.

– Mi amigo se llama Sayago -dijo el veterano sin aceptar.

El otro se rió:

– Me imaginaba.

– ¿Lo mataron?

– No. Liquidó a uno y el otro está detenido. Vinieron a amasijarlo. Estaba prevenido y los esperó con el chumbo bajo las sábanas.

– Ahora sí, dame un faso -dijo Etchenaik.

– Inspector -interrumpió un cana a su lado-. El sargento Ferreira pide instrucciones; no se le puede sacar nada al detenido.

– Que espere -dijo el colorado sin mirarlo-. Vos sabes algo, Etchenaik…

– Un muerto es de los que entraron. ¿Y el otro?

– Accidente. Un tipo que estaba dos camas más allá. El susto nomás, por el estruendo. Sufría del cuore.

Etchenaik se acordó del viejito que flotaba de sala en sala.

– Gracias, inspector… -lo palmeó afectuosamente.

Metió la mano en el bolsillo, sacó la cédula mentirosa, la puso frente a los ojos de Macías.

– Ésta es la piba, aunque el nombre es otro. La levantaron del Ibérico ayer a la tarde.

– Bueh… No sé. Esa mano viene complicada.

– Salvala y te regalo lo que quieras.

El veterano lo miró un instante y luego se encaminó hacia adentro. Macías hizo un gesto al vigilante que custodiaba la puerta interna.

– Doria, no me lo deje pasar.

Etchenaik volvió.

– ¿Qué querés?

– Sayago se escapó. Después de los tiros tu amigo saltó de la cama, se puso la gorra, la camisa y salió. Doblado pero salió. Tomó un taxi a punta de revólver y chau.

– Hizo bien. Y ahora me voy yo.

Etchenaik enfiló hacia la puerta de salida.

– Klinger, no me lo deje salir -gritó Macías al custodia.

Regresó con cara de enojado.

– No me jodás más.

– Decime todo lo que sabés.

– ¿Me dejás ir?

– Sí, pero sé bueno -Macías le puso las dos palmas sobre las mejillas, cariñosamente, como palpándole la barba-. Simplificame el asunto, hoy tenía franco y quería irme afuera.

Etchenaik arrancó una tirita del borde del diario de Macías y habló mientras escribía:

– Éste es el tipo que lo mandó amasijar. Sayago es empleado de él y sabe demasiado de algunos asquerosos asuntos de familia y de guita. Del primer intento lo mandó al hospital; ahora lo vinieron a rematar pero el Negro es duro. Hizo bien en rajar porque lo van a seguir hasta el final.

– Vicente Berardi -deletreó Macías y se quedó mirando el papel.

– Es un industrial de Avellaneda. ¿Me dejás ir?

Macías no lo oía. Abrió Clarín y se puso a buscar algo volviendo las páginas con ruido.

– ¿Qué hacés?

– ¿Es este Berardi? -preguntó el inspector y le puso el diario bajo la nariz, señaló la foto.

143. El nuevo secretario

Eran cinco columnas de la página nueve bajo el título «Designaciones en el área económica». Había un subtítulo: «Trascendieron los nombres de los nuevos funcionarios. Asumen el martes». Seguía un texto corto y a media página una serie de cuatro fotografías. En la última estaba un Berardi algo más joven pero inconfundible: Vicente O. Berardi. Nuevo secretario de Desarrollo Industrial.

Etchenaik plegó el diario. Se le habían ido el apuro, el enojo y la sangre de la cara.

– Sí, es éste. ¡Qué lo parió…!

– ¿Estás seguro?

El veterano asintió.

Macías le quitó el diario de la mano con gesto enérgico y se lo guardó en el bolsillo. Ahora fue él quien lo palmeó.

– Andá y tené cuidado. No le repitás a nadie lo que me dijiste.

– ¿Y vos qué vas a hacer? -con un golpe de cabeza, Etchenaik señaló vagamente todo aquello: los tiros, el muerto, el herido.

– Veremos qué dice el matoncito este que cazamos. Por ahora las pagará él.

– Claro -dijo el veterano y se quedó callado-. ¿Te movés por lo de la piba? Tiene que ver con esto, eh. Aunque sea por eso…

– Si fuera gente nuestra, te la salvo ahora. Pero hay que ver. Demás está decir que no sabes adonde puede haber ido Sayago…

El esbozo de pregunta quedó en el aire. El colorado lo vio atravesar lentamente la puerta de vidrio y después bajar la escalera a los tirones hasta desaparecer.

Cruzó Paseo Colón y bordeó Parque Lezama caminando despacio. Al llegar a Defensa y Brasil compró La Nación en el kiosco y se metió en el salón familiar del Bar Británico. Pidió una ginebra con hielo.

Encontró la noticia en términos similares a los de Clarín. Hasta la foto era la misma. Cerró el diario, y apoyó los codos encima. Estuvo largo rato mirando hacia el parque. En un momento dado la ventana se llenó con un grupo rumoroso de colores. En seguida entraron los sonrientes feligreses de la iglesia ortodoxa que regresaban del culto. Juntaron las mesas, distribuyeron los niños y se adueñaron plácidamente del lugar y sus sillas. Etchenaik se sintió repentinamente molesto por tanta camaradería, solo y agredido por los alegres propietarios del domingo que llegaban absueltos, benevolentes, flamantes de agresiva caridad. Mientras apabullaban al mozo con vastos pedidos, el veterano recogió su diario y su culpa, dejó el dinero junto al vaso que se empinó de pie y huyó ante tanta empalagosa salud espiritual.

Tomó ahí mismo el 24 y volvió a la oficina. Estaba maniobrando con la llave en la puerta del edificio cuando lo chistaron. Se dio vuelta. No vio a nadie.

– Flaco -llamaron muy cerca-. Flaco boludo.

Ahora lo vio. Apenas sobresalía la gorra por encima del asiento delantero de una pickup estacionada cinco metros más allá. Se acercó.

– ¿Qué haces, Negro?

– Te espero -y tenía la cara como movida o descentrada por el dolor-. Me cansé del hospital y, como no llegabas… Me vine yo.

Sayago trató de sonreír. Etchenaik se inclinó hacía la ventanilla.

– Me enteré. ¿Cómo estás?

– Jodido -volvió a sonreír-. Demasiado ejercicio. Pero fíjate que…

No pudo continuar. Revoleó los ojos, flojos los labios, y se fue de costado sobre el asiento. Etchenaik lo retuvo.

– Aguantá un poquito más. Vamos adentro que te curo.

– No. Rajemos. Van a venir; acá van a venir.

– ¿De dónde sacaste la pickup?

– La afané. Hay que explicarte todo a vos…

El veterano lo miró con admiración.

– Correte -dijo abriendo la puerta-. Correte que te llevo.

El Negro se recostó, cerró los ojos, y Etchenaik supo que tenía que apurarse para llegar a Villa Luro.

144. Primeros auxilios

Estacionó frente a la casita de verja alta y pasto alto en el jardín. El Negro se bamboleaba despierto pero con la mirada perdida.

Golpeó dos veces y esperó. Los pibes jugaban al fútbol de vereda a vereda en la cortada que moría cincuenta metros más allá, contra la vía. Un taxista lavaba su auto al sol con las alfombras de goma dispersas sobre la vereda y la radio encendida. Iba a golpear de nuevo cuando se abrió la puerta.

– ¿Qué pasa? -dijo el gallego con el mate en la mano.

– Abrime el portón que vengo con la pickup cargada. ¿Está tu vieja?

– Sí.

Etchenaik miró por encima del hombro de Tony y vio el patio, la galería, doña Alcira sentada en el sillón de mimbre junto a la mesita del mate nueva, exacta allí.

– ¿Sabés qué traigo?

– Quilombo seguro.

– Justo. Tengo al Negro Sayago ahí.

El gallego se dio vuelta murmurando. Hubo un corto diálogo con la viejita y luego el gesto afirmativo. Abrió el portón, Etchenaik aceleró la pickup y la llevó hasta el fondo, entre malvones y una parra que se comía todo el patio.

Cuando Tony le vio la pinta a Sayago le cambió la cara.

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