Prólogo
El tiempo fluye como una corriente impetuosa a ratos, apacible y risueña otras muchas veces, que puede ofrecer a primera vista cierta ilusión de movimiento y de variedad. Pero para vivir una vida que valga la pena no basta flotar a la deriva; el hombre no es un tronco en el agua, y el simple pasar del tiempo lo envejece, lo agita, lo golpea, pero no lo hace mejor. Quien no se empeña en descubrir quién es y en decidir a dónde va, quien no fija el timón y empuña los remos de su libertad para seguir su camino, acaba viendo cómo el flujo de la vida le arrastra a donde no quería llegar. La vida humana no es cuestión de estar vivo y dejarse ir.
Estas páginas son una invitación apasionada a asumir personalmente la gozosa aventura de vivir. El autor —con quien me une una amistad añeja y regocijante, que es la razón principal de que yo haga este prólogo— escribe sin el menor desinterés, sin sombra de distanciamiento o exquisitez intelectual. Escribe porque le importa decir unas cuantas cosas que sabe por su larga experiencia y que a otros muchos les importan, o les importarían si cayeran en la cuenta de ellas. Es éste un libro lleno de vitalidad, con la estructura teórica imprescindible para ayudar a entender la vida y a vivirla bien.
El lector no encontrará aquí propiamente un ensayo de antropología académica, sino más bien un acompañamiento práctico, a pie, para descubrir el misterio de la vocación como clave fundamental de la existencia humana, y para construir la propia existencia en torno a esa clave, para vivir con sentido de vocación. Esto —el sentido vocacional— significa, por supuesto, que en el mismísimo punto de partida hay una propuesta paradójica: para llegar a ser uno mismo es preciso romper la soledad del ensimismamiento.
Se empieza a vivir de verdad personalmente cuando se sale de sí mismo. Se trata, es cierto, de asumir personalísimamente el protagonismo de la propia vida, pero esto no acontece en primera persona del singular, sino en primera persona del plural. Y aquí entra Dios: el descubrimiento de sí mismo, de la propia verdad, se da definitivamente al descubrir a Dios y a los demás. Por eso el autor se esfuerza en orientar la mirada, en enseñar a mirar, para no terminar viviendo a tientas, casualmente, la libertad.
En esta perspectiva aparecen en el libro cuestiones que interesan profundamente a cualquiera: la autenticidad, el sentido de la libertad, la autoestima, el compromiso, el amor, la incertidumbre, la seguridad... y el miedo. Quizá no sea descabellado afirmar que el momento cultural, sin dejar de mostrar un punto de arrogancia en no pocos aspectos, ofrece también un muestrario prácticamente ilimitado de temores. Casi más que el anhelo de felicidad, que los clásicos identificaron como el profundo latido común a todos los hombres, domina en el fondo de tantas actitudes el miedo a perder, a errar, a no ser feliz.
Se me ocurre, por eso, que una fórmula acertada para recomendar la lectura de estas páginas podría ser: para perder el miedo a vivir. Que la vocación es la clave antropológica fundamental significa, a fin de cuentas, que toda la existencia de cada hombre, de cada mujer, que se despliega como respuesta a una llamada personal de Dios, está atravesada por el acento tierno y reconfortante de estas palabras que acompañan a cada vocación narrada en la Sagrada Escritura: ¡No temas!
Porque Dios es el coprotagonista estelar y socio mayoritario en la empresa de vivir, y en estas páginas. En realidad, hablar del hombre sin hablar de Dios no llega siquiera a la media verdad. Este libro, como el autor desearía que sucediera con la vida de cada lector, comienza en los ojos del hombre, en su mirada atenta, y acaba en los brazos de Dios. Ojalá su lectura ayude a muchos a buscar el buen comienzo para tan buen final.
Jorge Miras
12 de octubre de 2002
Nuestra Señora del Pilar
Al lector
Dicen que hay pocas vocaciones, pero sería más preciso decir que hay pocas respuestas, pues Dios no deja de llamar.
Así lo explicaba Mons. Fernando Sebastián, en una carta con ocasión del Día de Oración por las Vocaciones de 2002: «Sería más exacto decir que vocaciones sí hay, porque Dios no deja de llamar para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que no hay son respuestas. La voz de Dios se oye sólo cuando hay un cierto grado de silencio interior, es una voz íntima que resuena sólo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre el exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta. Donde no hay pregunta tampoco llega la respuesta.
Por eso se puede decir que si no hay vocaciones es porque en un nivel más profundo, no hay sentido vocacional de la vida. Nuestros jóvenes no tienen tiempo de preguntarse para qué están en este mundo, qué es de verdad vivir, qué es lo que puede dar verdadero valor a su vida, lo que les puede llenar el corazón y darles la felicidad a largo plazo. Por eso es más exacto decir que no es que no haya vocaciones, lo que no hay es proyecto realmente libre y personal de la propia vida. Se vive impersonalmente, dejándose llevar, sin tener el valor de salirse de la fila para pensar, proyectar y definir la propia vida».
Las consideraciones que contiene este libro no buscan añadir nada nuevo al tratamiento teológico, jurídico o antropológico de la vocación. Sencillamente, tratan de ayudar a «salirse de la fila», de ofrecer un poco de luz a tantas personas que alguna vez se han planteado o llegarán a plantearse el sentido de su existencia: para qué estamos en el mundo. Quieren transmitir una experiencia vivida a lo largo de muchos años, contrastada en muchas conversaciones, que podría ayudar a entender mejor que la existencia del hombre, mi existencia, se configura y se despliega como respuesta de la criatura a una llamada de Dios Creador y Redentor.
En el primer capítulo de estas consideraciones he tratado de exponer sucintamente un tema que me apasiona y que llevo en el corazón. Así lo he expuesto durante varios años a los alumnos de Ética del tercer curso de Derecho: el tema del «encuentro».
Cuando mi libertad se topa con la verdad (Dios, los demás, la realidad de las cosas...) se produce un encuentro decisivo para la existencia personal. Si se vive en la apertura necesaria para concurrir a esa cita, para dejarse encontrar, el encuentro con la verdad necesariamente apasiona, enamora, lleva a vivir con plenitud de sentido, de voluntariedad y, por eso, de libertad. Responder a la vocación personal es tanto como vivir la propia existencia con verdad y en libertad.
Para ilustrar esta cuestión fundamental he tratado de sintetizar en muy pocas páginas algunas ideas de los autores (Guardini, López Quintás, Polo, etc.) que me han ayudado a comprender las condiciones y actitudes necesarias para el encuentro de mi verdad y de Dios, sin las cuales difícilmente llegará el hombre a ser plenamente hombre y, por lo tanto, a ser hijo de Dios. También en las reflexiones que propongo sobre la vida entendida como vocación ha influido la lectura y meditación de textos de otros autores, como Torelló, Frankl, Yepes, Pigna, Thibon, Llano, etc., sin olvidar a quien ha sido mi gran maestro y Padre en todo lo referente a la vocación: Josemaría Escrivá de Balaguer, a quién la Iglesia acaba de canonizar.
El segundo capítulo expone la doctrina de siempre sobre la existencia y la vocación cristiana. En ella procuro ofrecer algunas consideraciones que ayuden a que cada uno las personalice, la interiorice, en su meditación personal. Son reflexiones que nacen de la vida misma, de la sinceridad personal, y que espero contribuyan a orientar la vida de quienes las lean.
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