– No sabés.
– No me interesa si te dejaste de comer las uñas.
«Como volcando un veneno» pensó Etchenaik y decidió oscuramente que era el momento, la necesidad del deschave.
– A vos te daban la teta todavía o poco menos -arrancó casi arrepentido de antemano, consciente de que lo oían con burlona atención, lo toleraban-. Una foja, tenía… Entonces no era tanto el fato de la droga como ahora. Teníamos una brigada con el comisario Aranda, un chaqueño de fierro, yo y tres o cuatro más. El final fue con unos malandras de Vicente López que tenían organizada toda la cadena de la prostitución con las pibas que caen a Retiro desde el norte. Tuvimos enfrentamientos feos, bajas. Yo me ligué un tiro en el tobillo y me quedé sin los últimos años de veterano en el básquet de Macabi. Pero no me importaba, íbamos bien. Por eso no nos daban bola. Aranda y yo tuvimos amenazas y mi mujer me pedía que largara.
Etchenaik se empinó la cerveza. Cora todavía estaba ahí, aunque podría haber partido o mudarse definitivamente a la mesa de los muchachos vigilantes. No importaba, en realidad.
– Cuando tocamos a algún pez gordo la cosa se complicó -agregó de un saque-. Había gente importante que estaba en el fato y nos pararon. Toda la corrupción estaba en el Régimen Depuesto y no podías señalar que había mierda flotante. Nos dispersaron. Al pobre Negro Aranda lo devolvieron a Presidencia Roque Sáenz Peña y allá se pudrió hasta jubilarse. A mí no me arreglaron el tobillo y a la mujer de Salvatierra, un agente de la brigada, no le devolvieron el marido ni le dieron otro. Todo quedó como estaba. Me llevaron a la Central pero ya fui sin ganas. Era la época de la Libertadora y traían detenidos todos los días. Obreros peronistas, casi siempre. Me mandaron a una oficina a pasar papeles y que no jodiera. Una tarde, buscando a alguien en otro piso, abrí una puerta y me encontré con un tipo que flameaba bajo la picana. Todos se dieron vuelta, hasta el que sufría en la mesa. «¿Qué hacés, boludo?», me dijeron. Cerré la puerta y empecé a caminar. El tipo que picaneaba almorzaba todos los días conmigo, tenía mujer, yo conocía los pibes… No paré hasta mi casa. Llegué, fui al baño y vomité. Me saqué la pilcha y no me la puse más.
Ella asintió inexpresiva, dura.
– Me fui a laburar de inspector de ferias, revisar la merca, olfatear heladeras, botonería menor… Después estuve en DAOM y me jubilé como municipal. Ahora quise volver, pero de otra manera.
– ¿Y las uñas?
– Nunca más -refrendó el veterano-. Aunque hace unos días… Mordisquitos…
Ella se clavó el pulgar agresivamente entre los incisivos, hizo ruidos evidentes, lo desafió.
– Tengo tiempo para irme de donde estoy y dejar de comerme las uñas. El que no tiene tiempo sos vos: las cartas, Etchenaik. Si no, «pum».
– En la primera versión de este sueño yo era mucho más joven y la escena seguía de otro modo; yo te decía que sí, íbamos a la oficina, había mate, ginebra, negociaciones, una encamada sincera y un final duro, doloroso. En esta versión -hizo una pausa, le cambiaron los ojos, quebró la voz- hay un final a toda orquesta: los muchachos se acercan a la mesa, traen los fierros en la mano y me van a levantar…
– Vamos, piba… ¡Arriba! -dijo el más joven poniendo el grueso caño en la mejilla de Cora.
Cuando Etchenaik amagó levantarse sintió el ruido seco de la pistola del otro que golpeaba la mesa. Lo miró. Ése sabía todo, todo.
– Vos quieto, viejo. Y gracias por todo -lo humilló.
Se la llevaron del pelo, a gritos, sin apuro.
Etchenaik no pudo entender lo que decían las palabras hasta que la puerta del auto se cerró tras ella, vino el mozo, levantó las sillas caídas, le pidió que pagara y se fuera rápido.
***
Ahora el mozo, repentinamente, barría. Fuera de hora, fuera de lugar, pasaba un obsceno escobillón por donde no había tierra ni puchos siquiera; en realidad empujaba el aire que todavía temblaba de violencia, sucio de palabras terribles.
– Váyase -ahora era el dueño, a su lado.
Etchenaik se paró, agarró el diario que ya no sabía quién había dejado sobre la mesa y entonces la vio. La carterita de Cora pendía olvidada por ella, por ellos, por él, en el ángulo más evidente de la silla. La recogió de un manotazo, la metió entre las páginas de Clarín como un extraño suplemento de confusión y muerte y salió, empujado por todos.
Córdoba corría hacia el oeste con todos los autos del atardecer. El veterano cruzó hacia la Plaza Lavalle apretando el diario bajo el brazo, como si se tomara la temperatura del miedo. Se zambulló en el subte y se mezcló entre los pasajeros, casi frotándose. Bajó en Carlos Pellegrini y dejó que toda la gente se escurriera del andén. Miraba alrededor, miraba los kioscos sin ver, esperaba la mano dura en el hombro, el envión hacia las vías. No pasó nada. Volvió a tomar el subte, ahora hacia el bajo. Al llegar a Leandro Alem esperó que bajaran todos y la puerta casi lo apretó al saltar último. El antebrazo le dolía de tanta tensión. Salió lentamente a la superficie y buscó un bar. Pero no. Había una multitud frente al Luna Park. Casi sin pensarlo Etchenaik se encontró haciendo la cola de las localidades populares, pidiendo una ubicación desde donde la contemplación de la entrepierna expuesta de las patinadoras de Hollywood on Ice no lo perturbara aún más, lo dejara pensar. No recordaba quién le había dicho o dónde había leído que el patinaje sobre hielo era sedante y motivador de fantasías de felicidad.
Patinaría, se deslizaría, sería feliz por un rato. Entró, se ubicó y fue al baño. Buscó el último retrete y allí, a la luz de una lamparita sucia, cagada por mil moscas deportistas, profanó la urna con las cenizas de ella. Había un portadocumentos con una cédula a nombre de Cora Paz Leston, un registro de conductor con la misma cara pero a nombre de Celia Iñíguez y otra cédula de la misma Celia. Una birome muy mordida -casi sollozó-, un rollito de dólares, un pañuelo, monedas, billetes arrugados, una pistola del 22 con toda la carga, una cajita de chiclets casi descargada… En un bolsillo lateral había una libreta de direcciones y, en un sobre, una libreta universitaria. La abrió: Vicente H. Berardi, Facultad de Filosofía y Letras, carrera de Antropología. Había unas pocas materias anotadas y el resto de las páginas estaban en blanco. Había manchas húmedas, de barro tal vez, en el lomo plástico. Guardó todo en un bolsillo interior del saco, estrujó la carterita de tela en el tacho, entre los papeles llenos de mierda y salió. Nadie lo había visto.
Cuando regresó a su asiento arrancaba la música, las luces se apagaban y las primeras pantorrillas de la noche se deslizaban vertiginosamente bajo un reflector que no las dejaría mentir ni tropezar.
El tampoco podría mentir ni tropezar más. Estaba bajo un reflector que cambiaba en ocasiones de mano pero que siempre lo seguía. Los números de plumas y lentejuelas se deslizaron entre aplausos de hielo y el veterano apenas consiguió interesarse por el equilibrio inestable de una jovencita de malla rosa que sonreía un poco menos duramente que el resto cuando giraba mirando hacia afuera. Esa sonrisa joven le recordó otras, que quería olvidar. Cuando miró el reloj, bajando los escalones, no pudo dejar de imaginar qué estaría pasando o habría ya dejado de pasar en otra parte, con otros cuerpos, otra boca, otros ojos impensables.
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