Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– Buenas tardes -dijo definitiva y cerró con un ruidito.

Etchenaik quedó allí, sin esperar nada pero sin poder irse. Era como si en medio de un partido de damas alguien metiera un caballo, un capítulo de Arlt en la novela de Mallea. Pero había que jugar con el caballo también, leer el capítulo.

Etchenaik volvió pateando hojitas por la calle arbolada hasta el parque; mirándose los zapatos, sintiéndose pensar. Tomó el primer 64 que vio en Barrancas y pidió un boleto a la Boca.

Cuando el colectivo dobló en Parque Lezama se bajó. Subió la escalinata del Argerich y miró el reloj: las cuatro, hora de visitar muertos y enfermos.

La sala estaba llena de ruidos. Había chicos que corrían entre las camas y hacían temblar los botellones de suero. A un costado, un cuarteto traqueaba vigorosamente sobre la cama de un muchacho con un brazo vendado y un ojo violeta. El accidentado se las ingeniaba para jugar con una sola mano y cada tanto había risotadas y gritos. Un hombre de sobretodo, pelado y serio, estaba junto a un viejito flaco de cabellos finísimos. Al pasar junto a él, Etchenaik pensó que las frazadas y la colcha apenas servían para que no se elevara y flotara suavemente hasta el techo o saliera por uno de los tantos vidrios rotos.

Había pocas camas sin visitantes. Una era la del Negro Sayago.

132. La salud de los enfermos

El gran oso dormía, la cabeza volcada de perfil y el cuerpo vendado tendido panza arriba. En la silla había una bolsita con un número y la ropa apoyada en el respaldo. Sobre la mesa de luz no había nada. Sólo un vaso de agua.

Etchenaik se acercó a la cabecera y luego de un momento de mirarlo arrimó la silla y se sentó a esperar. Estuvo controlando al Negro hasta que sintió que se adormecía.

Lo despabiló el golpecito en el hombro de las enfermeras que venían con la jeringa en la mano. Se pusieron una a cada lado y, sin despertarlo casi, arriaron las sábanas, bajaron el calzoncillo, y clavaron sin aviso la aguja en la nalga oscura.

Hubo una leve exclamación.

– ¿Cómo anda? -dijo la enfermera más vieja después de taparlo.

– Iba mejor hasta que llegaron ustedes -dijo el Negro con una sonrisa o algo así.

– Tiene visitas.

Le acomodaron las sábanas y se fueron. Sayago fue girando lentamente la cabeza. Cuando Etchenaik consideró que lo veía, le guiñó un ojo.

– ¿Qué tal? -dijo-. ¿Cómo andás?

– Qué hacés, flaco boludo.

– Vengo a ver cómo te morís. Me acaba de decir la enfermera que no pasas la noche.

– Ojalá… Si es para verte a vos… -el Negro se acomodó mejor para mirarlo-. Dame un cigarrillo.

Etchenaik sacó dos. Los encendió juntos en su boca y le alcanzó uno.

– Gracias. Pero no hagas bandera con el faso. Avísame si viene la enfermera.

El veterano hizo un gesto de complicidad y se quedó mirándolo.

– ¿Qué pasa? -dijo Sayago después de una larga bocanada.

– Explicame lo de Berardi. No entiendo nada cómo está todo trenzado.

El Negro lo miró con lástima.

– ¿Por qué no te vas a tu casa y te quedas piola? Acá ya no hay lugar… Te van a tirar en un zanjón…

– Vos no sos el más indicado para dar consejos de cómo cuidarse.

Sayago sonrió.

– A los enfermos no se les discute. Siempre tienen razón.

– Eso es para los chicos y los locos -Etchenaik pensó un momento-. Y creo que para los viejos también…

Hubo un silencio que los dos apuraron pitando. Al final, Sayago dijo:

– Por favor, hacé la última: sacame de acá.

– ¿Tenés miedo?

– Qué te parece…

– De acuerdo. Mañana a primera hora.

– Hoy.

– Mañana.

El negro asintió levemente. Etchenaik se acercó a la mesita, abrió el cajón, colocó el revólver y volvió a cerrar.

– Esas cosas mejoran la salud de los enfermos.

– ¿Dónde está Vicente?

– No sé. Se lo entregamos al viejo; lo debe haber sacado del país. No lo volví a ver.

– Ahora contame de la mujer de Berardi, de doña Justina.

– ¿Qué querés saber?

– Todo lo que valga la pena.

– ¿Y vos qué sabes?

Etchenaik fue doblando los dedos mientras enumeraba.

– Que no vive con él, que están divididos por el pibe; que tira en yunta con el primo abogado, que Berardi los tenía agarrados de las bolas por unos documentos de COFADE pero que parecen haberse arreglado ahora. Pero hay cosas que no concuerdan: ¿Qué tiene que ver Fredy Sanjurjo en todo eso? Hay algo gordo que se me escapa.

– Justo. La más gorda no la sabes -los ojos de Sayago brillaron.

133. Continuariola

El Negro Sayago manejó la pausa con destreza, se regodeó:

– La clave es Fredy Sanjurjo, flaco. Ese es el pescado gordo.

– El capo de la droga.

– Aja… Son años, eh. Muchos años que se arrastran acá, historias viejas y complicadas de folletín. Lo que pasa es que ahora se juntó todo.

– Concretá.

El Negro se pasó los dedos por la barriga cosida y vendada como si hiciera un rasgueo de guitarra.

– Voy a cantar, compañero, porque estoy muy jugado y me cagaron.

– ¿Quién te cagó?

– En primer lugar, Berardi. Lo conozco desde hace veinte años, cuando yo era boxeador todavía, al final, y él recién se había instalado en Avellaneda. Te acordás la época de la Libertadora, cuando había atentados todos los días, los «caños»… Bueno, éste tenía una fábrica con el hermano y como tenían cagaso con los despelotes obreros, necesitaban gente de seguridad. Yo boxeaba todavía pero agarré el laburo porque sabía que me quedaba poco. Y quedé. Cuando tuve el accidente de la pata ya no pude seguir más, pero Berardi me ayudó. Desde entonces estoy con él.

– ¿Y de la Huergo qué sabes?

– Se casó embarazada.

– No me vengas con chismes de vieja.

– Pero no embarazada de Berardi, boludo…

Sayago entrecerró ojitos de oso libidinoso.

– Tenía una pancita así cuando la vi por primera vez, el mismo día que la conoció Berardi, en el verano del '57. El viejo Tobías Huergo, el padre, tenía negocios con los Berardi, les compraba repuestos de maquinaria agrícola que éstos conseguían de contrabando y alguna otra cosa turbia. Esa vez había bajado a Buenos Aires desde La Estaca, la estancia más grande, la de Orán, por algunos asuntos de guita. Por reuniones políticas también, porque Don Tobías era un caudillo conservador fuerte en Salta.

Lo raro era que estuviera con la hija. Andaba con ella como si la tuviera esposada, una pendeja de 23 años con la cocina llena de humo.

Casi sin que le preguntáramos contó que acababa de perder a su yerno en el accidente de una avioneta, que su hija Justina estaba desconsolada. «Imagínese, no hacía seis meses que se habían casado…». Nadie preguntó nada más pero Berardi la conversó a la mina, le dio el pésame como tres veces el hijo de puta.

Etchenaik se reacomodó clásicamente en la silla para seguir el relato, le alcanzó el vaso de agua al narrador que había hecho una pausa contaminada de queja y puntadas.

– Te la hago corta: la desconsolada viuda se quedó a reponerse del dolor en la casa de sus tíos en Palermo Chico mientras crecía el bombo…

– Creo que conozco la casa; calle Castex…

– Esa -asintió el Negro- y empezaron a menudear las llamadas, las visitas, los viajes a Salta «por negocios» de Berardi, hasta que en tres meses se casaron. Tal cual: el viejo garpó un viaje a Europa de un año -Vicentito creo que es italiano- y compró la casa de Barrancas, puso todo.

– ¿Y la viuda?

– Antes o después; yo creo que en el mismo momento, Berardi supo que a la nena le habían hecho el bombo y que había desesperación por colocarla rápido. La única avioneta que había caído ya sabes dónde le había aterrizado a la Justinita… Este guacho se hizo el enamorado, se sacrificó aceptando todo lo que le revelaron o no, y se salvó para toda la vida. Sabía muy bien que ahí había guita de todos los colores.

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