– Decime, por favor.
Ella se quedó quieta, apoyada en la pared, hasta calmarse.
– Me toquetearon -dijo insultándolo-. Cuatro tipos, delante de Marcelito.
Etchenaik no dijo nada. La miraba como si fuera la primera vez.
– Y fui una estúpida porque me resistí -siguió ella-. Entonces me pegaron, delante de Marcelo también.
Se bajó el cuello y había marcas, un rayón rojo.
El veterano soltó el cigarrillo y se sentó en la silla que estaba arrimada a la mesa, junto a ella. Estuvo quieto y callado mirando el mantel. Se oía el rumor de la hornalla superpuesto al de la lluvia en el patio vecino.
– ¿Y el nene? -dijo sin levantar la mirada.
Alicia hizo un ruido casi de asco con la boca.
– Quédate tranquilo, abuelito… Lo molieron a palos nomás. Pero no te va a decir nada, no quiere que te preocupes.
Etchenaik levantó la mirada para verla salir de la cocina.
– Es la segunda vez que pasa, papá -dijo Alicia con el picaporte en la mano-. Yo era una nena como Marcelo ahora y me acuerdo bien. Estás totalmente loco.
– Aquella vez le prometí a tu madre que largaría y largué, me abrí… Yo le cumplí a mamá -dijo pidiendo a gritos que no lo crucificaran.
– ¿Y ahora? ¿Me podes decir qué te obliga a mezclar todo, joder a los demás, meter a los que te quieren en esto? Yo me voy.
La puerta se cerró.
Sabía que era el momento de levantarse, abrir la puerta, explicar y prometer ante la valija entreabierta y el llanto hipado de Alicia. Pero no lo hizo. Pasaron algunos minutos. Cuando apareció el pibe con los ojos hinchados de llorar y la nariz de todos los colores se quedó tieso y le dio un abrazo fuerte. Sintió en las manos y en la cara el agua de una peinada rápida que hacía zigzaguear la raya.
– No quiero ir con papá -dijo Marcelo contra su camisa-. Yo quiero estar con vos, abuelo.
– Mamá tiene razón. Vos viste lo que pasó… No conviene que se queden acá.
Lo apartó y al tomarlo de los hombros y estirar los brazos se sintió representar una comedia cursi, imbécil, verdadera.
– Estoy tan orgulloso de vos… -peleó contra su propia voz quebradiza-. Te quiero mucho.
Lo abrazó de nuevo. Alicia estaba con el piloto puesto, la valija a los pies y el paraguas en la mano.
– Dame el teléfono de Horacio -dijo el padre.
– No lo llames -y Alicia abrió la puerta.
Etchenaik salió tras ella, y el uniformado de azul le puso la mano en el hombro.
Todavía llovía y seguiría algunos años más. El Colorado lo esperaba en su auto. Había despachado al patrullero, tenía cara de cansado, estaba sucio y enojado.
– Subí, vamos… -lo apuró-. Si te dejo un minuto solo te mandás otra cagada…
Etchenaik se metió en el Falcon y sintió que era como ponerse guantes con los dedos llenos de dulce de leche.
– ¿Adónde vamos?
– A la Central.
– ¿No lo podemos hablar en un café?
– No.
El inspector condujo con autoridad y contenida parsimonia el desprestigiado modelo americano: Junín, Belgrano, lo detuvo el semáforo de Entre Ríos.
– Es récord argentino -dijo sin mirar al veterano.
– ¿Qué cosa?
– Lo que hiciste estos tres días pasados: creo que no te queda ley por trasgredir, barbaridad por cometer.
Con la luz verde comenzó la enumeración, los dedos sucesivos:
– El lunes nos vimos en el entierro de Marcial, cuando te bajaste cabrero del auto, haciéndote el duro al pedo. No sé qué habrás hecho el martes pero el miércoles a la noche me informaron que hubo tiroteo en la oficina, algo de televisión por la cantidad de agujeros. La sacaste barata porque no te detuvieron -por orden mía- y decidí esperar que me llamaras. Te hice vigilar discretamente cuando fuiste a Avellaneda para ver qué hacías y me encuentro con que te escapás a la requisa policial en el puente… Otro despelote. Después, ayer…
Etchenaik tuvo ganas de reírse. O de llorar o de despertarse. Era como en los westerns spaguetti o en una historieta de acción desaforada en donde todo pasa sucesivamente, sin noches ni días ni pausas para comer y las cosas se acumulan, se encadenan enloquecidamente.
– ¿Qué día es hoy?
– Viernes.
– No me dejes adentro que mañana tengo que ir a ver a All Boys.
El Falcon entró silencioso a la Central como a un castillo con puente levadizo. Antes de bajarse, el veterano ya sintió ganas de escapar.
– Vení -dijo Macías con un suspiro-. Vamos a mi oficina. No hay nadie.
Subieron una escalera fría y vacía, recorrieron un pasillo con paredes recubiertas de madera lustrada, entraron a una oficina de vidrios esmerilados con chapita y cargo a la derecha. Macías se paró detrás del escritorio y lo invitó a ocupar la silla de enfrente. -Voy a buscar café -dijo al instante-. Andá contando mientras tanto…
Etchenaik vaciló, se dio vuelta para seguirlo. -Sé que me salvaste la vida, Colorado. Te lo voy a agradecer siempre porque ya estaba regalado.
– ¿Viste como sonaron los focos? BOF-BOF… Todavía puedo tirar, parece.
– ¿Por qué estabas solo?
El Colorado regresó con dos vasitos de plástico semillenos de café negro y caliente.
– Me iba a casa cuando Pintos me avisó que habías llamado, que volvías a la oficina. No le di bola, pero en el camino pensé que podía pasar algo. Toco timbre y no estabas. Me extrañó y subí. Estaba abierto y vi lo que habías garabateado mientras hablabas por teléfono. Como no había tiempo ni andaba con el radiollamado me fui así nomás. Dejé el auto en Plaza Italia y cacé un taxi para no despertar sospechas, porque el Falcon es muy botón con las antenas…
Etchenaik sonrió, sobrador, irónico; Macías no le hizo caso.
– Me bajo y escucho los tiros, el barullo de los autos. Cuando el Citröen se hace pomada contra el Planetario yo estaba ahí, a diez metros agazapado. Por suerte esperé en salir. Si no, nos mataba a los dos.
– ¿Quién? ¿El gordo Efe?
– Ese es Fredy Sanjurjo… El gordo del piloto era Fredy Sanjurjo, animal.
Era la tercera vez que escuchaba ese nombre y debe haber abierto los ojos como si le mencionaran al Papa, o al mismísimo Samputa.
– No entiendo nada, Colorado.
– ¿Cómo que no entendés nada?
– Claro… Es como si me hubiera peleado en un boliche con dos tipos, los invito a salir a la vereda y en ese momento aparece otro que sale de un auto con revólver y me acusa de chocarlo.
Mientras hablaba, Etchenaik sentía que tal vez la embarraba más pero no podía detenerse. El Colorado lo miraba sin fe, desalentado.
– En serio: es la primera vez que veo a ese Sanjurjo y no sé qué tiene que ver con el asunto en que estoy metido. Esperaba a otra gente, Colorado. No entiendo.
– Entonces me vas a contar todo.
– Creo que no puedo.
Macías miró el reloj.
– Van a ser las dos de la mañana. Es muy simple: bajamos un piso, te dejo detenido y me voy a dormir. Hace quince días que andamos a los golpes, Etchenique. Desde que te metiste con el asunto de Marcial Díaz te tuve mucha paciencia pero en el fondo arruinaste todo porque los peces gordos de la droga se espantaron cuando los teníamos. ¿Ahora que reaparece uno no me vas a dar la información? Dejate de joder…
Tenía tantas posibilidades de elegir como un buzo dentro de una jaula en la olla de las Aleutianas. Las utilizó.
– Está bien. Hagamos de cuenta que es Noche de Reyes: el rey de la droga, el rey de los boludos, el rey de los amigos con puntería. Vos me regalaste la vida, yo te lleno los zapatitos de información. Aunque nuestros intercambios no sirven para nada.
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