Había parado de llover o casi. A contraluz se veía el remolino de las gotitas. Fuera de ese pedazo iluminado de la noche había sombras, se oían ruidos lejanos, voces ahogadas por el apuro. Etchenaik estaba parpadeante, lastimado, lleno de barro y tristeza. Tuvo el recuerdo de una remota noche de verano y aquella liebre herida por el primer disparo, enceguecida en medio del camino a Pringles, los ojitos fijos en los faros esperando que la revolcara la segunda perdigonada. Era exactamente así.
– Acá falta algo -dijo alguien.
Volvió la figura blanca a crecer desde el perfil del Renault y se metió en la luz como en un escenario.
– ¿Dónde está lo que falta? Parate -y le indicó el movimiento con el caño del arma.
Etchenaik empezó a incorporarse, a contestar que no entendía, pero Marcelo se colgó del cuello y lo derribó como un luchador.
– No. A mi abuelo no… A mi abuelo no… -y corrió hacia adelante.
El del piloto lo recibió con un patadón brutal contra las costillas y otro lo planchó con una sola piña exacta. Marcelo voló como un muñequito y quedó tendido de cara al piso, quieto. Etchenaik, de pie y vacilante, dio un grito y un paso.
Pero sonó un disparo y reventó uno de los faroles del Renault. El gordo volvió la cabeza con una puteada y Etchenaik se tiró junto al Citröen, sobre Alicia. Sonaron más disparos fuera del manchón de luz y estalló el otro foco del Renault que ya estaba en marcha. La boca contra el pasto, el veterano sintió los disparos que lo buscaban en la oscuridad, reventando alrededor. Oyó portazos, gritos, después las patinadas del Renault y tiros hacia otra parte. Con la acelerada llegó la última ráfaga, larga y un poco alta que rompió lo que quedaba del Citröen y agujereó una goma a medio metro de su cabeza.
Después, el silencio.
– Se fueron -dijo.
– Salí -dijo Alicia empujándolo-. ¿Dónde está Marcelo?
– Voy a buscarlo -balbuceó Etchenaik, un padre, un abuelo.
Se paró y caminó orientándose como podía hasta que casi tropezó con el cuerpecito doblado sobre sí mismo.
– Marcelito, corazón… -y lo fue levantando.
Manoteó en el bolsillo una cajita de fósforos húmedos que casi se le desparraman al abrirla al revés. Pudo encender uno y lo protegió con la mano.
– Etchenique -lo llamaron-. Etchenique, contesta.
– Acá, acá, al lado del auto -respondió casi instintivamente.
No sabía quién lo llamaba, quién le decía «Etchenique», lo venía a buscar después de dos balazos precisos y providenciales.
Se paró para que el que llegaba lo ubicara y acercó el fósforo a la carita de Marcelo. Un hilo de sangre le salía de la nariz ya hinchada.
– Vamos ya, animal… -dijo el Colorado Macías repentinamente a su lado, amistosamente duro, un revólver caliente y una linternita.
124. Lágrimas y reproches
Macías iluminó con un chorrito de luz que parecía salir de un cigarrillo la cara de Marcelo.
– Es mi nieto -dijo Etchenaik.
Lo palparon en la oscuridad, sin decir nada. Sólo el jadeo nervioso de todos, el sordo golpeteo de la lluvia que volvía.
– Vamos ya -dijo el Colorado-. ¿Anda el auto este?
– Tiene una goma reventada pero podemos probar -dijo Etchenaik.
– Yo ando solo y sin radiollamado. Dejé el auto con Garibaldi.
– ¿Cómo llegaste?
– Vi el papel en el escritorio.
– ¿Fuiste a la oficina? ¿Qué papel? -Macías no llegó a contestar porque el veterano siguió-. Claro… El que escribí mientras el tipo me hablaba, el Planetario, la hora…
La mirada que se cruzaron era antigua, prolongación de muchas anteriores, mezcla de reproche y gratitud y comprensión y extraña solidaridad.
– Sos tan animal… -concluyó el Colorado.
El veterano alzó al pibe y lo metió adentro del Citröen. Se puso al volante y dio contacto. El autito reaccionó y hasta se encendió uno de los faros.
– Vamos, que anda.
Alicia y Macías subieron uno por cada puerta.
Etchenaik aceleró y el auto se fue de costado, amenazando con clavarse sobre la derecha. Lo enderezó y consiguió que avanzara lentamente.
– Dale hasta la embajada yanqui que ahí hay guardia permanente.
El veterano llevó el auto por el pasto, entre sombras y fantasmas. Alicia lloraba casi sin ruido en un rincón con la cabecita de Marcelo en el regazo; el nene había abierto los ojos y se quejaba débilmente. El Colorado Macías daba indicaciones y trataba de tapar el agujero del techo con la mano.
Llegaron. El inspector se identificó a los gritos, bajó corriendo, habló con el agente de guardia bajo el paradero del 37, pidió el patrullero.
Etchenaik estiró su brazo y apretó a Marcelito.
– Cómo te jugaste, nene.
Hubo un silencio largo. Se dio cuenta de que no se atrevía a mirarla a Alicia.
– Nos vamos a ir, papá -le escuchó decir entre sollozos-. No te vamos a molestar más, vas a poder andar tranquilo.
– No digas eso.
No dijo nada.
Y el padre sintió que hubiera preferido que siguiera hablando. Todo giraba a su alrededor y se detenía a la espera de una palabra o un gesto que resolviera todo.
– Alicia. -Ella no contestó-. Alicia.
– ¿Qué pasa ahora?
– Si querés, largo todo.
Los sollozos continuaban ahora más espaciados. Etchenaik acariciaba maquinalmente la cabeza de Marcelo y estaba infinitamente cansado. Por el espejo vio el perfil abatido de Alicia, apoyado contra el vidrio, los brazos cruzados con las manos en los hombros.
– Largo todo -dijo hacia el espejito, hacia esa mujer tan cercana y tan extraña ahora que lloraba con la mandíbula temblorosa.
– Estás tan loco, papá… Yo a casa no vuelvo. Marcelo se irá unos días, un tiempo con Horacio.
– No -dijo Marcelo sin moverse, seguro y tajante.
– Está bien, está bien Marcelito… -dijo el abuelo con la mano perdida en su pelo-. Te vas unos días con papá hasta que esto pase.
Y lo aplacaba como a un perro, infructuosamente.
– Al Churruca… -oyó Etchenaik.
– ¿Qué vas a hacer, Macías? -preguntó sacando la cabeza.
– ¿Cómo está el pibe?
– Bien -dijo el héroe de la noche con su vocecita-. Me duele acá.
Y las costillitas bajo la remera, bajo la camiseta de Chacarita, eran una mancha morada, innecesaria.
Alicia lo agarró en sus brazos y se lo llevó teatralmente al patrullero, bajo la lluvia, casi un golpe bajo para el veterano que poco más podía aguantar.
125. Segundas partes peores
Eran las doce y veinte cuando entraron al departamento de Alicia. El policía quedó en la puerta, el patrullero abajo, Macías en su auto particular esperando el regreso prometido y necesario del veterano.
– Salgan en diez minutos o les vuelo la puerta -dijo el inspector mojado y rabioso.
Pero Etchenaik no conseguía ni siquiera una mirada de su hija. No le encontró los ojos hasta que él mismo cerró la puerta de la cocina de regreso del baño lleno de vapor y el ruido de la ducha que aturdía y aliviaba a Marcelo. Ella iba a volver al dormitorio donde la esperaba la valija abierta sobre la cama, los cajones semivacíos. Él la paró con la puerta cerrada a sus espaldas.
– Ahora, contame -dijo.
– Déjame pasar.
– Primero me contás qué pasó.
Alicia lo miró con furia.
– ¡Para qué querés saber ahora qué pasó! Si no te importa nada…
– No grites, nena -estiró un brazo hacia ella-. Contame.
– No me toques -retrocedió hasta la mesa-. Y no me hables con ese tono paternal… Déjame pasar.
Alicia fue hasta la puerta y su padre se apretó contra el picaporte. Forcejearon. Ella se fue contra la pared lateral y una zanahoria y un tomate de yeso oscilaron en sus débiles clavitos.
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