Pero no: una libreta, llaves, cosméticos, dos o tres cartas dirigidas a ella con coloridas estampillas, sin remitente. Etchenaik se detuvo allí: el papel liviano de avión, el franqueo boliviano. De pronto la mujer se agitó convulsivamente para alcanzar el sobre que estaba un metro sobre su cabeza. El manotazo quedó corto.
– Quieta, viejita.
El veterano metió todo otra vez dentro de la cartera, se guardó el revolvito en el bolsillo interno.
– Déjeme, por favor -dijo ella mansa.
– Tome, límpiese.
Etchenaik le puso su propio pañuelo en la mano. Ella se restregó los ojos, la nariz. Al ver la sangre comenzó a llorar fuerte de nuevo. Etchenaik se levantó, pasó sus largas piernas sobre ella y fue a recoger el sobre de papel madera. Lo entreabrió y echó una mirada a los papeles. Sonrió y volvió a mirar a la mujer que seguía allí, sollozante, con los miembros dispersos, la pollera recogida y la nariz sangrante como una vulgar violada de quinta edición.
Etchenaik guardó el sobre doblado en su bolsillo y se acercó a la señora Justina Huergo de Berardi. La agarró del brazo.
– Arriba. Levántese que no tiene nada.
Ella abrió los ojos y lo miró hacia arriba y hacia atrás con firmeza.
– Todavía está a tiempo, Etchenaik. Acepte lo que le ofrezco. Lo que quiera… Diga una cifra.
– Me alcanza con lo que voy a juntar en la escalera, señora -la contempló con sonriente brutalidad-. Los quiero destruir, señora. Y haré lo posible, aunque sea lo último que haga.
– Está loco. Está loco y es un estúpido.
La mano de Etchenaik apretó y la obligó a levantarse.
– Vamos, rápido que estoy apurado.
Se la llevó a la rastra hasta un bañito que había visto junto a la oficina de la secretaria nuevita. Prendió la luz y la sentó en el inodoro.
– Usted se queda acá -dijo desde la puerta-. Buen fin de semana.
Cerró e hizo girar la llave. Se la guardó.
Mientras bajaba los primeros escalones comenzó a escuchar los gritos, las puteadas, los golpes en el picaporte y los puñetazos a la puerta. No hizo caso. Fue juntando los billetes sin alisarlos, abultando los bolsillos del saco. Le dio una patada a la cartera que fue a parar al pie de la escalera y después la recogió. Desde la puerta de calle comprobó que los ruidos no llegaban hasta ahí. Miró el reloj: eran las seis y media.
Mientras manejaba dispersó los papeles sobre el asiento. Los hojeaba en los semáforos.
Tenía que apurarse. Mucho. Y enhebró el puente, se comió iodo el trayecto por Montes de Oca de un saque, dobló por Martín García, metió el auto en el baldío enfrente del Argerich. Cazó el sobre y entró a los saltos al hospital.
Tony estaba con las piernas cruzadas recostado en la cama, leyendo la quinta. Estaba allí, vestido de traje en medio de la sala poblada de enfermos instalados con radios a transistores, visitas tardías, mate y revistas El Tony. El gallego parecía alguien a quien hubieran dado de alta y sólo estuviera esperando un llamado o un gesto para partir.
Apenas bajó el diario cuando Etchenaik se le puso al lado.
– ¿Y el Negro?
– Está bien. Solamente perdió mucha sangre. Se lo llevaron hace un rato para curarlo. El puntazo le resbaló por las costillas.
Volvió a levantar el diario y no lo bajó durante el resto del diálogo. Su voz salía de atrás del papel como desde un oráculo.
– ¿Y vos qué haces?
– Le cuido las cosas para que no lo afanen.
Etchenaik se sentó en la cama y Tony le restregó el diario al volver una página.
– Gallego… Ahora está todo claro.
118. Las trenzas y el corazón
El gallego no pareció muy entusiasmado.
– ¿No oíste? -insistió el veterano.
– No te doy más pelota. Me importa tres carajos lo que hayas aclarado.
Ya no era el galleguito entusiasmado, el mozo perdedor que se embalaba en la aventura para romper de una vez por todas con la monotonía de sus años del Ramos. Etchenaik sintió que habían ido demasiado lejos.
– Hasta la joda esa con los del fletero, la cosa venía bien. Ahora, no va más. Te van a reventar.
El veterano no dijo nada. Fijó su atención en la silla donde estaba la ropa de Sayago. La camiseta tenía un oscuro coágulo pegado. Un reloj, los documentos y un pañuelo sucio se apoyaban en el pantalón arrugado y la camisa sin alma.
– Está casi todo claro, gallego. Y los voy a reventar. Tengo pruebas. Berardi los tenía agarrados de las bolas a la ex mujer y al primo: Nancy fue a recoger documentos de COFADE, una empresa en la que estaban metidos los Huergo con negociados de importación y exportación y que les duele. Cuando yo le mencioné el asunto, don Mariano se cagó todo… Del mismo modo, cuando se separó de su mujer, Berardi les siguió sacando guita extorsionándolos con lo que sabía. ¿Me seguís?
El gallego no seguía a nadie. Estaba probablemente detrás del diario que se desplegaba ante Etchenaik.
– Hasta que ellos se pudrieron y buscaron la forma de apretarlo a él, no sé muy bien cómo. Aparentemente, Nancy sabía en qué andaba Vicentito y el padre no. Así que fue una carrera a ver quién se apoderaba del pibe. Pero cuando Berardi les gana de mano, todo cambia y se hace la paz, no sé en qué condiciones.
Tony bajó el diario.
– ¿Y vos querés seguir la guerra?
– Sí.
– ¿Qué hiciste?
– Voy a hacer. Voy a armar el quilombo del siglo con las pruebas que tengo y las que voy a conseguir.
El gallego resopló decepcionado.
– Hay tipos como el Negro, que pueden hablar -prosiguió el veterano-. Y saben, por eso se los quieren sacar de encima.
Hubo un nuevo silencio.
– Esta noche apoliyo en la oficina, gallego. Esté como esté. Le voy a avisar a Macías… No quiero comprometer más a nadie.
Etchenaik se levantó y comenzó a caminar hacia la salida. Cuando estaba en la mitad del pasillo, Tony bajó el diario.
– Etche.
– ¿Qué?
– Entendeme. No te voy a acompañar a hacer boludeces. Yo te espero en Villa Luro.
– Está bien. No te pido nada.
Se fue a Clarín, habló con el Sin Cruz Schwartzman, se metió un rato en el archivo y fotocopió hasta la última firmita de los documentos. Antes de irse lo pensó mejor y puso un sobre de papel madera sobre el escritorio del amigo.
– Mejor guárdame esto, Sin Cruz. Tenémelo unos días, por cualquier cosa. Son fotocopias.
– Andá tranquilo.
– Gracias. Préstame el teléfono… Es la última.
Lo llamó a Macías pero el inspector andaba trotando calles.
– Dígale a Macías que habló Etchenaik y que esta noche me vuelvo a casa. Exactamente eso.
El oficial tomó nota, no pidió detalles. Etchenaik supuso quién era.
– ¿Habla una de las guitarras argentinas? -preguntó.
Pero los teléfonos andan muy mal en Buenos Aires y se quedó a solas con un ruido neutro y cargador.
Cuando salió, la noche había caído definitivamente después de un día agitado, como en la canción de Los Beatles.
119. La tormenta que viene
Sintió contra el parabrisas los primeros goterones de la tormenta cuando estacionaba frente a la oficina. Tuvo que moverse con cuidado para evitar que se le mojaran los papeles. Bajo los toldos y en las ochavas, tardías oficinistas compartían paraguas que servían para reírse, cacarear, despedirse a los gritos hasta mañana.
Subió a la claridad manoseada de un ascensor húmedo y quejoso esperando una guardia policial que no apareció. La oficina estaba cerrada pero con la faja judicial rota. Adentro, todo igual excepto las marcas policiales que detallaban, subrayaban las huellas de los balazos que habían reventado en la oscuridad dos noches atrás, hace miles de años.
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