Etchenaik fue a la ventana, la abrió y dejó que las gotas que picoteaban el balcón salpicaran adentro, puntearan las tablas del piso. Después que aireó todo se puso a trabajar. Curiosamente apurado.
Apagó la luz general y con la simple y mezquina del escritorio estuvo escribiendo a máquina durante media hora. Consultaba los documentos y escribía. Cuando terminó, corrigió las tres carillas, las firmó y metió todo en un sobre. Escribió el destinatario y lo puso como un portarretrato apoyado en el tintero viejo e inútil.
Después abrió el último cajón y sacó seis balas de una cajita cuadrada como quien elige bombones. Puso el revólver sobre el escritorio y completó la carga, tirando las cápsulas vacías al canasto. Abrió el primer cajón y dejó el revólver allí, al alcance de la mano. Y esperó. Casi con certeza de que algo pasaría, esperó largo rato. En un momento dado retomó el sobre, lo rasgó, sacó las hojas y las metió en un sobre nuevo. Agregó el nuevo destinatario, lo guardó en el último cajón.
Estaba con la botella de ginebra en la mano rumbo a la cama cuando sonó el teléfono. Casi corrió a manotear el tubo.
– Hola -dijo.
No le contestaron. Hubo ruidos, roces del otro lado.
– ¿Quién es? -insistió.
– Etchenaik -dijo una voz monocorde. Hubo más forcejeos-. Etchenaik, escuche que le van a hablar.
La pausa que siguió no estuvo vacía de sonidos. Hubo incitaciones, cuchicheos. Etchenaik se clavó el auricular en la oreja.
– ¿Quién carajo…?
– Por favor… -lo interrumpió una voz quebrada de mujer.
– ¿Qué pasa?
– Papá… Nos tienen a Marcelo y a mí. Por favor…
– ¿Qué quieren?
Volvió la voz neutra:
– Escuchá, viejo: voy a hablar una sola vez. Queremos los papeles que robaste esta tarde. Todos. A las diez tenés que estar detrás del Planetario, en Palermo. Solo, a pie, y con el sobre en la mano.
– ¿Y si no voy?
No le contestaron.
– ¿Y si no voy?
Ahora fue la voz alterada de Alicia:
– Por favor… Terminá con las locuras. Hacé lo que te dicen.
– Tranquila. Voy a estar ahí.
La comunicación pareció cortarse. El veterano agitó el tubo como si allí estuviera la suerte, en ese oscuro cubilete.
– Tenés menos de una hora, flaco. Cuidado que te seguimos. -La voz había vuelto lisa y lejana-. Solo… eh. Solito.
Colgaron.
Etchenaik quedó un momento con las manos quietas, sin atinar a soltar el teléfono. Sólo se oía la lluvia. Retomó la ginebra y le dio un largo trago que lo hizo parpadear.
– Pensar que nunca fui al Planetario, que me embola Palermo -dijo en voz alta, como para oírse.
Y luego, imprevistamente, sollozó.
***
Fue hasta la ventana. Un hombre de impermeable azul se mojaba prolijamente junto a la marquesina del grill en la vereda de enfrente. Tenía las manos en los bolsillos y cada tantos segundos levantaba la mirada hacia la ventana.
Etchenaik volvió al escritorio. Envolvió seis balas más en el pañuelo y se las puso en el bolsillo. Después metió el sobre con los documentos entre la camisa y el cinturón, colocó el revólver en la sobaquera, apagó todo y salió de la oficina. Estaba cerrando cuando el teléfono sonó otra vez. No tuvo tiempo de formular un deseo, imaginar una voz esperada.
– Hola -dijo.
– ¿Todavía estás ahí? -Eran ellos.
– ¿Qué te pasa?
– Apurate. Los muchachos se están entusiasmando con tu hija.
Tiró el tubo sobre el escritorio como si le quemara y la voz siguió murmurando sola, buscándolo en la oscuridad.
Bajó casi corriendo las escaleras y recién se detuvo en la puerta de calle, unos momentos quieto en la penumbra. Seguía lloviendo y el del impermeable azul se había corrido unos metros para guarecerse. Etchenaik miró su reloj, se levantó las solapas y salió a buen paso, bien pegado a la pared.
Los asientos del Plymouth estaban húmedos y fríos. Por el espejito verificó que el guardián había desaparecido y supo que de cualquier manera nada tenía que hacer ni tiempo que perder. Puso en marcha el motor, hizo funcionar el limpiaparabrisas. La avenida aparecía y desaparecía tras los cristales borroneados. Miró el reloj y ya era casi tarde. Tenía los pies extrañamente fríos v las manos húmedas. Salió despacio.
Inmediatamente vio el Renault verde que hacía lo mismo veinte metros más allá, con cuatro tipos arriba. Agarró Salta y, entre los colectivos, a marcha entrecortada, llegó a Córdoba.
Dobló hacia el oeste. A partir de ahí anduvo muy lento y bien tirado a la izquierda hasta Pueyrredón, obligándolos a que se acercaran. En el semáforo los tuvo finalmente allí, pegados a su paragolpes. Con luz amarilla metió marcha atrás y, al encenderse la verde, aceleró a fondo. El auto salió despedido.
Cuando se produjo el impacto, ya Etchenaik estaba con el brazo extendido hacia atrás, por encima del asiento. Disparó cuatro veces a través del vidrio trasero. Escuchó ruido de choque y vidrios rotos sin dejar de empujar y gatillar. Cuando se le acabaron los tiros, giró y se clavó en el asiento; metió la primera y salió a tondo, virando a la izquierda.
Se salvó por un pelo de que un 64 lo tocara de frente y volvió a acelerar por Pueyrredón. Cruzó Viamonte en rojo y se metió por Tucumán, dobló hacia el norte por Gallo y no respetó semáforos, viejas o niños que se le cruzaran. Recién en Plaza Italia aflojó algo. Dio la vuelta a Garibaldi y estacionó el Plymouth lleno de nuevos agujeros frente al zoológico. Se bajó.
Volvió sobre sus pasos y fue mirando los pocos autos estacionados en el lugar. En algunos había parejas. Antes de llegar a Libertador encontró un Citröen vacío. Llovía a mares y los animales hacían los ruidos más extraños. Sintió que el agua le entraba en los zapatos. Sacó el cortaplumas y rajó la lona del techo. Metió la mano y abrió la puerta.
En su llavero tenía una medialuna de posibilidades, como Alain Delon en El Samurai. Eligió y probó dos; la tercera anduvo. Puso el motor en marcha, sacó las cápsulas vacías y llenó otra vez el cargador. Sintió que lo único seco que tenía era la garganta.
Cruzó Libertador girando alrededor del Monumento a los Españoles y se metió en Palermo. El Citröen cabeceaba en los charcos y levantaba agua como una lanchita.
Cuando tuvo más o menos claro lo que pensaba hacer estaba demasiado cerca del Planetario para arrepentirse. La estructura blanca brillaba en la noche como un huevo duro con patas bajo una lluvia aceitosa, triste, solitaria y final.
Porque Etchenaik sabía de qué se trataba. Literario tal vez, pero era el final.
Estaba a dos cuadras de la mole blanca del Planetario cuando apagó las luces, se cruzó a contramano, encaró el cordón y siguió por el pasto. El autito patinaba pero no vaciló y lo llevó como pudo, bordeando el brillo del laguito hasta detrás de la arboleda. Dobló a la derecha al tanteo, sintiendo los barquinazos, a paso de hombre entre el agua y los oscuros pinos. No veía absolutamente nada. Avanzó lo que calculó una cuadra y apagó el motor.
Seguía lloviendo y adentro del auto había más agua que afuera. Los pies hacían chofchof en los zapatos. Sacó un cigarrillo y se inclinó bajo el parabrisas para encenderlo. Dio dos bocanadas largas y el humo no se movió frente a sus ojos. Lejos, pasó un tren hacia Retiro y casi simultáneamente otro para afuera. En ese momento, a la luz de los pálidos faroles y un parpadeo de relámpago, alcanzó a ver el bulto del auto claro -un Polara acaso- estacionado allí nomás, sin luces. Al volver la penumbra creyó ver también las brasas indecisas, dudosas, de los cigarrillos que lo tripulaban.
Читать дальше