El veterano lo miró perderse tras los vidrios y se corrió frente al volante. Del asiento de atrás no venía ningún sonido. Se quedó mirando los árboles del Parque Lezama que cerraban la avenida, al fondo.
El gallego y dos médicos con pinta de escolares llegaron apremiados con un camillero, abrieron las puertas traseras. Tony ni lo miraba. Sólo se dio vuelta cuando lo llevaban:
– Ojalá te peguen un tiro… Y no me busques más, ¿entendiste?
Etchenaik no dijo nada. Metió el cambio y salió.
Subió la escalera escuchando sólo el ruido de sus pasos, reconociendo el teclear lejano de una solitaria máquina de escribir, los golpes regulares del carro.
Llegó a la oficina donde había estado el día anterior. Vacía. Por la ventana comprobó lo que el silencio le había anticipado: las máquinas se alineaban quietas y calladas, cubiertas como ataúdes.
Volvió al pasillo y creyó reconocer que el tipeo venía de una puerta lateral. La abrió.
– ¿Quién es usted?
La voz, sorprendida, melódica y educada, salía de una hermosa boca entreabierta, rodeada de armonías, líneas curvas, colores, formas, estrecheces y temperaturas que formaban esa hermosa morocha de veinte años. Anteojos y escritorio mediante, los ojos y las piernas parecían estar en una vidriera.
– ¿Quién es usted? -insistió la chica.
– Lo busco a Berardi. Subí porque no había nadie.
– El señor Berardi se fue ayer a Montevideo y no sé cuándo regresará.
– ¿Vos sos la nueva secretaria?
– Sí. ¿Qué desea? -las formas se irguieron mientras los anteojos quedaban sobre el escritorio.
Etchenaik midió mentalmente la distancia entre los ojos, el triángulo que formaban con la boca; imaginó el otro triángulo mayor que unía los pechos apretados bajo la blusa con el sexo sedoso bajo la pollera cortita.
La mirada habrá sido excesiva o deschavadora porque la piba hizo un gesto de impaciencia.
– ¿Y Sayago? ¿Tampoco está Sayago? -dijo el veterano como si recordara.
– Me han informado que está con licencia desde ayer.
– Con licencia…
– ¿Cómo dice?
– Nada -Etchenaik recién soltaba el picaporte-. ¿Vos sos nuevita, no?
Hubo un levísimo gesto afirmativo.
– ¿Y abajo? ¿Tampoco laburan abajo?
– Franco por desinfección hasta el lunes.
– Medio raro todo…
– No sé señor… ¿Cómo es su nombre?
– Etchenaik.
La secretaria volvió al escritorio y anotó en la agenda con letra que el veterano supuso prolija. Hasta miró el reloj en el momento de escribir.
– ¿Y vos qué esperas para cerrar todo y piantarte?
– Mi horario termina a las seis.
Etchenaik avanzó un paso y la chica levantó la mirada totalmente espantada.
– Por favor, si no necesita nada más, retírese. Le ruego…
– No te asustes. No soy el sátiro de la metalurgia.
La cara de la chica no mejoró.
– Yo no sé nada, señor Etchenaik. Soy nueva.
– Claro que no. Nada sobre nada.
El veterano ya se iba y volvió.
– ¿Tiene que venir alguien?
– No sé. A las seis cierro y me voy.
– Me imagino: ni un minuto antes; una garantía. Chau.
Al cerrar la puerta Etchenaik creyó oír el ruido que hicieron esas hermosas nalgas distendidas al fin, al caer a plomo sobre el asiento. Al rato volvió a oír el tecleo.
Pero el veterano tenía sus planes. En principio, quedarse.
Etchenaik llegó al pie de la escalera y miró su reloj: las cinco y veinticinco. Abrió la puerta de calle y volvió a cerrarla sin salir. Buscó con la mirada un lugar y descubrió el hueco de k escalera. Sacó el pañuelo, sacudió el polvo del piso y se sentó apoyando la espalda en la pared. Por los vidrios esmerilados entraba una luz gris, arratonada.
Cuando oyó el ruido de la puerta apagó el cigarrillo y se quedó inmóvil. Miró el reloj: seis menos diez.
Alguien entró. Reconoció inmediatamente el perfume, el cuidado al poner los pies sobre los peldaños de madera. Los pasos golpearon acompasados sobre su cabeza y en seguida le llegaron los rumores de una conversación. Luego alguien apretó el interruptor y la escalera se iluminó. Alcanzó a ver las piernas finas que se perdían en la pollera tableada y cortita, la vio salir con la satisfacción del deber cumplido: seis y cinco. Diez minutos después las puertas se cerraron arriba y también se apagó la luz de la escalera. Cuando sintió que los pasos estaban exactamente sobre su cabeza, se mostró.
– Buenas tardes, señora -dijo.
Detenida así, el brazo en el pasamanos y a la luz tenue del atardecer que apenas la dibujaba, Justina Huergo de Berardi era la versión avejentada de Zully Moreno descendiendo pausadamente a encontrarse con el medio perfil de Carlos Thompson, impecable en su frac junto al teléfono blanco.
– ¿Qué hace acá? ¿Qué quiere?
– Eso que lleva en la mano, doña Justina.
Las palabras retrajeron a la señora de Berardi un escalón más arriba, los brazos contra el pecho apretando la cartera de cocodrilo y el sobre voluminoso.
– Basta, no se meta en lo que no le importa -la mujer metió la mano en la cartera-. Váyase. ¿No le alcanza con el dinero que recibió?
Etchenaik empezó a subir los primeros escalones.
– Me olvidé de ir a cobrar… Ahora quiero ese sobre. Quiero ver lo que tiene adentro.
– ¡Váyase! ¡Tome! - y sacó un puñado de billetes y los arrojó hacia adelante-. Agarre eso y váyase.
Etchenaik siguió subiendo, los ojos fijos en las manos de la mujer.
– Tome, Etchenaik -el ademán volvió a la cartera-. ¡Tome!
El revólver apareció de improviso en su mano, mientras el veterano daba dos saltos hacia ella. Doña Justina trastabilló al querer subir hacia atrás y el disparo fue al techo.
– ¡Pare, imbécil! -dijo Etchenaik cuando estuvo sobre ella, inmovilizándola con el peso de su cuerpo. Le había metido la rodilla entre las piernas y con las dos manos le sujetaba las muñecas. Estaban tendidos sobre el extremo de la escalera, las piernas superpuestas se apoyaban sobre los primeros escalones.
La cartera estaba abierta a un costado y el sobre había volado más allá, por encima de las cabezas.
– Suélteme, hijo de puta -dijo la dama.
– Vieja loca -dijo Etchenaik con odio y le apretó la muñeca un poco más-. Me podría haber matado con ese revolvito de mierda.
A ella se le encendieron los ojos y se tiró para adelante en un mordiscón brutal. Etchenaik llegó a apartar la cara, pero con el movimiento brusco ella zafó la mano izquierda y le clavó las uñas en el cuello. El veterano gritó y la golpeó fuerte con la derecha. Ahora fue ella la que dio un grito y agitó la cabeza llorando histéricamente. La señora dio una tregua y Etchenaik se tocó el cuello ensangrentado sin dejar de apretarle la muñeca.
– Suelte -dijo-. Suelte.
Ella no se resistió más. Le sangraba la nariz y lloraba con los ojos cerrados y vuelta la cabeza. Etchenaik hizo un poco más de presión y el revolvito cayó como un encendedor que se escapara de su mano.
El veterano recogió las piernas hasta quedar arrodillado a ambos lados de su cintura. Al hacerlo, la elegante pollera de seda subió más allá de la mitad de los muslos; comprobó que lo que tenía bajo su cuerpo era todavía una mujer.
Volvió a tocarse el cuello, ahora con un pañuelo y miró las manchitas de sangre. El odio le subió como una ola incontenible.
Estiró la mano y agarró la cartera abierta.
El veterano metió la mano dentro de la cartera de Nancy con la avidez y el recelo de un ratón que se juega en la trampera. Hasta un escorpión podía haber allí, como en las tumbas de los faraones.
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