Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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El veterano lo miró perderse tras los vidrios y se corrió frente al volante. Del asiento de atrás no venía ningún sonido. Se quedó mirando los árboles del Parque Lezama que cerraban la avenida, al fondo.

El gallego y dos médicos con pinta de escolares llegaron apremiados con un camillero, abrieron las puertas traseras. Tony ni lo miraba. Sólo se dio vuelta cuando lo llevaban:

– Ojalá te peguen un tiro… Y no me busques más, ¿entendiste?

Etchenaik no dijo nada. Metió el cambio y salió.

Subió la escalera escuchando sólo el ruido de sus pasos, reconociendo el teclear lejano de una solitaria máquina de escribir, los golpes regulares del carro.

Llegó a la oficina donde había estado el día anterior. Vacía. Por la ventana comprobó lo que el silencio le había anticipado: las máquinas se alineaban quietas y calladas, cubiertas como ataúdes.

Volvió al pasillo y creyó reconocer que el tipeo venía de una puerta lateral. La abrió.

– ¿Quién es usted?

La voz, sorprendida, melódica y educada, salía de una hermosa boca entreabierta, rodeada de armonías, líneas curvas, colores, formas, estrecheces y temperaturas que formaban esa hermosa morocha de veinte años. Anteojos y escritorio mediante, los ojos y las piernas parecían estar en una vidriera.

– ¿Quién es usted? -insistió la chica.

– Lo busco a Berardi. Subí porque no había nadie.

– El señor Berardi se fue ayer a Montevideo y no sé cuándo regresará.

– ¿Vos sos la nueva secretaria?

– Sí. ¿Qué desea? -las formas se irguieron mientras los anteojos quedaban sobre el escritorio.

Etchenaik midió mentalmente la distancia entre los ojos, el triángulo que formaban con la boca; imaginó el otro triángulo mayor que unía los pechos apretados bajo la blusa con el sexo sedoso bajo la pollera cortita.

La mirada habrá sido excesiva o deschavadora porque la piba hizo un gesto de impaciencia.

– ¿Y Sayago? ¿Tampoco está Sayago? -dijo el veterano como si recordara.

– Me han informado que está con licencia desde ayer.

– Con licencia…

– ¿Cómo dice?

– Nada -Etchenaik recién soltaba el picaporte-. ¿Vos sos nuevita, no?

Hubo un levísimo gesto afirmativo.

– ¿Y abajo? ¿Tampoco laburan abajo?

– Franco por desinfección hasta el lunes.

– Medio raro todo…

– No sé señor… ¿Cómo es su nombre?

– Etchenaik.

La secretaria volvió al escritorio y anotó en la agenda con letra que el veterano supuso prolija. Hasta miró el reloj en el momento de escribir.

– ¿Y vos qué esperas para cerrar todo y piantarte?

– Mi horario termina a las seis.

Etchenaik avanzó un paso y la chica levantó la mirada totalmente espantada.

– Por favor, si no necesita nada más, retírese. Le ruego…

– No te asustes. No soy el sátiro de la metalurgia.

La cara de la chica no mejoró.

– Yo no sé nada, señor Etchenaik. Soy nueva.

– Claro que no. Nada sobre nada.

El veterano ya se iba y volvió.

– ¿Tiene que venir alguien?

– No sé. A las seis cierro y me voy.

– Me imagino: ni un minuto antes; una garantía. Chau.

Al cerrar la puerta Etchenaik creyó oír el ruido que hicieron esas hermosas nalgas distendidas al fin, al caer a plomo sobre el asiento. Al rato volvió a oír el tecleo.

Pero el veterano tenía sus planes. En principio, quedarse.

116. Modales de señora

Etchenaik llegó al pie de la escalera y miró su reloj: las cinco y veinticinco. Abrió la puerta de calle y volvió a cerrarla sin salir. Buscó con la mirada un lugar y descubrió el hueco de k escalera. Sacó el pañuelo, sacudió el polvo del piso y se sentó apoyando la espalda en la pared. Por los vidrios esmerilados entraba una luz gris, arratonada.

Cuando oyó el ruido de la puerta apagó el cigarrillo y se quedó inmóvil. Miró el reloj: seis menos diez.

Alguien entró. Reconoció inmediatamente el perfume, el cuidado al poner los pies sobre los peldaños de madera. Los pasos golpearon acompasados sobre su cabeza y en seguida le llegaron los rumores de una conversación. Luego alguien apretó el interruptor y la escalera se iluminó. Alcanzó a ver las piernas finas que se perdían en la pollera tableada y cortita, la vio salir con la satisfacción del deber cumplido: seis y cinco. Diez minutos después las puertas se cerraron arriba y también se apagó la luz de la escalera. Cuando sintió que los pasos estaban exactamente sobre su cabeza, se mostró.

– Buenas tardes, señora -dijo.

Detenida así, el brazo en el pasamanos y a la luz tenue del atardecer que apenas la dibujaba, Justina Huergo de Berardi era la versión avejentada de Zully Moreno descendiendo pausadamente a encontrarse con el medio perfil de Carlos Thompson, impecable en su frac junto al teléfono blanco.

– ¿Qué hace acá? ¿Qué quiere?

– Eso que lleva en la mano, doña Justina.

Las palabras retrajeron a la señora de Berardi un escalón más arriba, los brazos contra el pecho apretando la cartera de cocodrilo y el sobre voluminoso.

– Basta, no se meta en lo que no le importa -la mujer metió la mano en la cartera-. Váyase. ¿No le alcanza con el dinero que recibió?

Etchenaik empezó a subir los primeros escalones.

– Me olvidé de ir a cobrar… Ahora quiero ese sobre. Quiero ver lo que tiene adentro.

– ¡Váyase! ¡Tome! - y sacó un puñado de billetes y los arrojó hacia adelante-. Agarre eso y váyase.

Etchenaik siguió subiendo, los ojos fijos en las manos de la mujer.

– Tome, Etchenaik -el ademán volvió a la cartera-. ¡Tome!

El revólver apareció de improviso en su mano, mientras el veterano daba dos saltos hacia ella. Doña Justina trastabilló al querer subir hacia atrás y el disparo fue al techo.

– ¡Pare, imbécil! -dijo Etchenaik cuando estuvo sobre ella, inmovilizándola con el peso de su cuerpo. Le había metido la rodilla entre las piernas y con las dos manos le sujetaba las muñecas. Estaban tendidos sobre el extremo de la escalera, las piernas superpuestas se apoyaban sobre los primeros escalones.

La cartera estaba abierta a un costado y el sobre había volado más allá, por encima de las cabezas.

– Suélteme, hijo de puta -dijo la dama.

– Vieja loca -dijo Etchenaik con odio y le apretó la muñeca un poco más-. Me podría haber matado con ese revolvito de mierda.

A ella se le encendieron los ojos y se tiró para adelante en un mordiscón brutal. Etchenaik llegó a apartar la cara, pero con el movimiento brusco ella zafó la mano izquierda y le clavó las uñas en el cuello. El veterano gritó y la golpeó fuerte con la derecha. Ahora fue ella la que dio un grito y agitó la cabeza llorando histéricamente. La señora dio una tregua y Etchenaik se tocó el cuello ensangrentado sin dejar de apretarle la muñeca.

– Suelte -dijo-. Suelte.

Ella no se resistió más. Le sangraba la nariz y lloraba con los ojos cerrados y vuelta la cabeza. Etchenaik hizo un poco más de presión y el revolvito cayó como un encendedor que se escapara de su mano.

El veterano recogió las piernas hasta quedar arrodillado a ambos lados de su cintura. Al hacerlo, la elegante pollera de seda subió más allá de la mitad de los muslos; comprobó que lo que tenía bajo su cuerpo era todavía una mujer.

Volvió a tocarse el cuello, ahora con un pañuelo y miró las manchitas de sangre. El odio le subió como una ola incontenible.

Estiró la mano y agarró la cartera abierta.

117. El sobre

El veterano metió la mano dentro de la cartera de Nancy con la avidez y el recelo de un ratón que se juega en la trampera. Hasta un escorpión podía haber allí, como en las tumbas de los faraones.

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