– Mamá me dejó -Marcelo se acomodó la colcha sobre el hombro desnudo-. ¿Es cierto que vamos a tener un juego de living nuevo? Contame cómo fue.
Etchenaik se deslizó sobre la espalda, cruzó los brazos por detrás de la nuca, lo miró sonriendo y comenzó un relato que no mentía en los hechos fundamentales pero omitía odios y rencores, disolvía fracasos y desarrollaba aspectos más o menos noveleros que hacían aceptable el presente y abrían un futuro halagüeño que empezaba ya.
– En la puerta, en un fletero, está el living nuevo -terminó.
Marcelo ya estaba parado junto al sillón cuando sonó el timbre.
– Dejá que vaya mamá -lo paró el veterano.
– Salió a hacer las compras.
– Preguntá quién es pero no abras entonces. Ponete el pantalón.
La figurita delgada corrió descalza por el pasillo.
Etchenaik escuchó la voz finita, diligente, que insistía en el quién es y qué quiere.
Volvió en cuatro saltos.
– Te busca a vos. Debe ser el que te cascaba en el sueño, abuelo.
Pero no era el ominoso Negro Sayago. Era Fretes que venía a buscar su fletero.
– Pase, Fretes -le gritó Etchenaik desde el diván-. Espere un momento que ya voy.
Al rato estaban los tres en la cocina. Etchenaik cebaba mate, Marcelo comía pan con manteca y Fretes, engominado, duro, perplejo, trataba de ordenar sus ideas.
– ¿Cómo es la cosa con Huergo, Fretes? -dijo el veterano alargándole un mate-. Deschávese, hombre, en confianza. El otro vacilaba como ante una propina generosa. -Cuentas viejas -dijo evasivo-. El Fatiga, mi hermano, trabajaba en el campo del tío de don Mariano, en Orán. Un día hubo una gresca por una cholita. Lo lastimaron y el Fatiga mató a uno de una puñalada. Tuvo que disparar. El viejo Huergo lo protegió y don Mariano le salvó las papas en el juzgado. Desde entonces lo tienen agarrado. -Suena a cosa de radionovela.
– Es cierto -enfatizó Fretes-. Es cierto. Y yo no tengo nada que ver… Mi hermano está parando en mi casa porque lo llamó el doctor, se vino hace unos días de allá. Yo, la otra noche, era la primera vez que agarraba un revólver.
– Y es probable que sea la última -dijo Etchenaik y lo miró a los ojos-. Lo de anoche no le debe haber gustado nada a don Mariano y van a tener que hamacarse.
El petiso pareció empezar a hamacarse ya, en el borde de la silla y de la ansiedad.
– No es por mí -aclaró el veterano-. Se lo digo por el trompa, el abogado. Rájese y no se le ponga a tiro. El otro lo miró muy serio y asintió.
Marcelo había amontonado pan, manteca y dulce en un rincón de la boca:
– Vamos a subir el living nuevo, abuelo. -Tenés razón. Vamos, que tengo que salir.
Y fue natural que Fretes se sacara prestamente la campera, que Marcelo ayudara, que Etchenaik se admirara de la celeridad de la operación.
En media hora terminaron el acarreo, distribuyeron los sillones y se tiraron uno en cada uno. El pequeño esfuerzo compartido, la felicidad simple de atravesar una puerta sin colisiones son cosas que alimentan una camaradería espontánea.
– Quedan bien, ¿no le parece?
No era cierto. Habría que haber cambiado la casa, no los sillones.
– Mejor que en lo del doctor -se arriesgó Fretes-. Están como nuevos. Allá… Siempre con las fundas…
– Hay gente que usa forro para todo -dijo Etchenaik confidencial-. Viven con forro.
Fretes sonrió y se aflojó en el sillón por primera vez.
– No hay como una buena grosería para acercar a la gente -dijo o pensó Etchenaik mirándolo divertido.
Cuando llegó Alicia la sorprendieron, la asustaron. Lo llevó al baño a Etchenaik «a hablarle seriamente». El padre responsable y el abuelo consciente prometieron dejar las cosas ahí, no embarrar más el asunto pero Alicia agradeció la vitrina.
Comieron amontonados, salamín con pan y vino. Al final fue Fretes el que dijo:
– Si tiene que ir a algún lado, lo acerco.
Volvieron a acomodarse en la cabina del fletero.
– Tengo que ir a Boedo. San Juan al cuatro mil.
Fretes conducía serio y Etchenaik lo miraba de reojo. Sentía que ese hombre jamás había esgrimido un revólver en la oscuridad, jamás había huido, maniatado, por una escalera llena de zancadillas. Pero no había que mezclar los tantos.
– No quiero verte más, Fretes… ¿Nunca, eh? Porque se acabó esta joda. Vos tendrías que haber quedado seco con un tiro en la nuca la otra noche. Y no había por qué chillar, ¿no?
– No -dijo Fretes.
Llegaban a San Juan, el petiso fue arrimando al cordón. Se detuvo. Etchenaik bajó y dio un portazo.
– Gracias -dijo Fretes como pudo.
Pero el veterano no lo oía, caminaba ligero hacia la cortada.
Anduvo media cuadra y entró en el edificio franqueado por la funeraria. Esta vez sí usó el ascensor sucio y ruidoso. Cuando bajó en el tercero se cruzó con una mujer llena de rulos y de bolsos. Esperó que el ascensor se la llevara. Tapó la mirilla con una curita que sacó del bolsillo y tocó timbre. Escuchó los pasos, el ruido del desplazamiento de la tapa que cubría la ranura. Hubo una pausa.
– ¿Quién es? -preguntó una voz de hombre.
– Lavadero -contestó.
Sintió que ponían la traba de la cadena de seguridad y dio dos pasos atrás. La puerta no se había desplazado un centímetro cuando se tiró con toda la violencia y el peso de su cuerpo contra la abertura, golpeando con el hombro. El marco crujió, los tornillos que retenían la cadena vacilaron. Hubo un grito adentro. Sin perder un instante, Etchenaik levantó el revólver y golpeó con todas sus fuerzas contra el enganche de la cadena tensa. Empujó y la puerta se abrió violentamente, rebotó contra la pared del pasillo. Cuando volvió ya Etchenaik estaba adentro, barriendo el ambiente con el caño amenazante, cerrando la puerta de una patada hacia atrás.
– Quieto, Esteban -dijo sin énfasis.
El muchacho lo miraba sorprendido, en calzoncillos, a medio camino hacia la puerta del otro extremo de la habitación.
Etchenaik miró esa puerta, hizo un gesto mínimo.
– No hay nadie -contestó Esteban tranquilo, como si todo no fuera para tanto.
– El de bigotes -apuró el veterano-. ¿Dónde está?
– Salió.
– ¿Cuándo vuelve?
– No sé, tarde. No dijo.
El muchacho tenía unos calzoncillos llenos de escuditos dorados sobre fondo verde, las piernas blancas, las medias bordó en las canillas. Estaba en alpargatas y los faldones de la camisa abierta le chicoteaban los muslos al agitar las manos. Tenía anteojos apoyados en la punta de la nariz.
– ¿Para qué vino, tío? -preguntó sin moverse.
– Ponete los pantalones.
– Están en la pieza.
Fueron. Esteban se sentó en la cama desordenada. La radio murmuraba apoyada en la almohada.
– No va a conseguir nada, tío -dijo el pibe con los pantalones a media asta.
– No te preocupes vos -dijo el veterano sin dejar de apuntar pero mirando para otro lado.
En ese momento se oyeron ruidos de llave en la puerta de entrada. Etchenaik revoleó el brazo y calzó exactamente a Esteban en la base del cuello. Se desplomó sin un sonido. Saltó sobre él y dio dos pasos hacía el living. En la otra habitación la puerta de calle ya estaba abierta. Se decidió.
– ¡Quieto! -gritó saltando dentro de la pieza con el revólver encañonando el pasillo.
El de bigotes había dejado una bolsa con frutas en el suelo y tenía una pistola en la mano. Disparó al instante. Etchenaik se echó a un costado y disparó, también, dos veces. El otro se dobló con un quejido y se fue de costado, sobre las naranjas. La pistola quedó junto a su mano, cómicamente apoyada en la pared. El sillón, junto a Etchenaik, estaba sucio por el revoque que había desprendido el disparo clavado a veinte centímetros de su cabeza.
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