Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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102. Soñar que te pisan

Doblaron a la derecha con todo el vigor que el Plymouth se podía permitir, a las dos cuadras viraron a la izquierda, otra vez a la derecha y recién entonces el veterano levantó la pata del acelerador, miró el espejito y lo vio vacío de azules o marrones que se agrandaran.

– Gracias -dijo ella.

Sin decir una palabra, Etchenaik comenzó un rodeo largo y silencioso que los dejó otra vez en Avenida Mitre, plena Avellaneda, pero lejos, al dos mil y pico. Detuvo el auto. Sin dejar de mirar para adelante agarró la valija liviana con la mano libre y la puso junto a ella.

– Tomá -dijo-. Sacá la peluca de la guantera.

Cora no se apresuró. Se la puso mirándose en el espejito. Quedaba más fea.

– No juegues a los disfrazados, piba.

– ¿Qué te pasó? ¿Te asustaste?

Se dio vuelta como para darle el sopapo. Pero ella sonreía muy limpito, sin trampas.

– Los muchachos se equivocaron con vos.

– Si fuera solamente conmigo no sería nada.

La mano de Etchenaik pasó por encima del regazo de ella y abrió la puerta.

– No me jodan. Cuidate.

Y la devolvió a la noche como se tira un pescadito al agua después de tenerlo un rato boqueando en la escollera.

Ella cruzó la avenida corriendo y tomó el colectivo que pasaba, uno cualquiera según Etchenaik.

Después que cruzó el puente, empedrado de patrulleros y carros de asalto llenos de gente con cara de enojada, el veterano supo que no sabía muy bien adonde iba. Eran las nueve cuando se bajó en Montes de Oca y California y entró a un bar. Recién después de la segunda ginebra comprendió que había entrado para emborracharse. Ahí se detuvo. Fue al teléfono y llamó a Alicia.

– Hijita mía, necesito abrigo y alimento.

– Y yo muebles nuevos. -Ya sé.

– ¿Venís a cenar?

– Voy.

Media hora después llegaba al departamento de Sarmiento y Riobamba precedido de un poderoso aliento ginebrero.

– ¿Qué te pasó? -dijo Alicia en medio del baldío del living.

– Después te cuento.

Se aflojó la ropa de a tirones, tiró el saco en una silla y se dejó caer en el sillón cortajeado como quien se arroja al mar o sobre una mujer.

– Necesito apoliyar. Estoy medio borracho… Despertame en un rato, por favor.

El último gesto, antes de cerrar los ojos, fue señalar el saco y decir:

– Ahí hay guita, Alicia. Eso es tuyo por todo este despelote.

Cuando se despertó estaba solo en la oscuridad del living. Le dolía el cuello de dormir torcido y tuvo repentinas ganas de fumar. Se sentó y vio que Alicia fumaba cerca de él, en otro sillón. El humo blanqueaba en la negrura.

– ¿Qué hacés ahí?

– Nada. Pienso. Estoy segura de que así descanso más que vos en todo ese rato que dormiste.

– ¿Qué hora es?

– Más de las diez. ¿Cómo te sentís? -Etchenaik hizo un gesto en la oscuridad que Alicia no vio-. Hiciste un lío durante el sueño… Te movías, hablabas; habrás soñado como loco.

– Sí, algo me acuerdo -dijo encendiendo su cigarrillo-. Debo haber estado bastante inquieto.

– Ronroneabas… Después me diste un susto bárbaro porque pegaste unos gritos…

– Era en el Plymouth… Soñé que me pisaban.

103. Fletes Fretes

Alicia lo miró con un poquito de ironía.

– Soñar que te pisan…

– Pero no era un gallo gigante, nena. Todo pasaba en el Plymouth. No sé cómo pero estaba con una mina -iba a decir Cora, pero lo contuvo la necesidad de hacer aclaraciones-. Yo había estacionado en una gran avenida arbolada, de día. La mina se ponía mimosa, yo le apoyaba la mano en la rodilla y empezaba a subir. Pero en eso sonaban como bocinazos fuertes y me daba vuelta. Eran dos tanques de guerra que avanzaban. La mina abría la puerta y rajaba pero yo no podía y los tipos de los tanques me apretaban. Era como si me pellizcaran el Plymouth desde atrás, me lo fueran apretando de a poco. Yo me ponía de espaldas contra el parabrisas, parado, y lo veía al tanquista que desde arriba me meaba y se reía.

– ¿Así que era pelirroja la mina?

– ¿Eso también lo deschavé?

Alicia se rió con ganas.

– No, un pelo en el saco. ¿Pasó algo, viejito?

– Nada de eso, no me pinches… Otras cosas, sí.

La hija no hizo una sola pregunta que interrumpiera el relato de un día larguísimo que terminaba en una borrachera inexplicable.

– Ahora se acabó -dijo Alicia como quien pone una tapa.

– Sí, claro.

Ella lo miró sin decir nada, sin creerlo.

– Llamó Tony. Suponía que estabas acá. Dijo que te hiciera acordar de lo que le prometiste para esta noche.

– Ah.

Encendió la luz y los dos se miraron como si comenzara el intervalo de una función de cine.

– Esperemos que la segunda sea mejor, porque con la primera película me dormí -dijo Etchenaik, restregándose los ojos.

– ¿Querés comer?

– Ahora sí. Me lavo primero.

Fue al baño, se refrescó golpeándose la cara con manotazos de agua fría. Resopló como un caballo. Regresó al living y llamó a Tony.

– Por fin -dijo el gallego-. ¿Dónde anduviste?

– Por todos lados. Pero no me olvidé lo que te prometí. ¿Vamos?

– Vamos.

– Te espero en casa de Alicia en una hora.

– Hecho. Llevo la ferretería.

– Traela.

A las once en punto sonó el portero eléctrico y Etchenaik se despidió con un beso. Tenía la barriga llena de pizza casera, su condición física era deplorable, pero tenía muchas ganas de pegar piñas y eso era lo único importante.

– Vamos a dárselas a esos dos que laburan para Huergo, los Fretes. El que yo cacé en la oficina y el hijo de puta que te hizo esto.

– Parece medio imbécil -dijo Alicia-. Pero tené cuidado, mira que la próxima vez me rompen a mí. Acá ya no queda nada.

– No abras a nadie.

El gallego lo esperaba en la puerta. Cambiaron pocas palabras. Etchenaik contó los pormenores durante el viaje mientras Tony se iba enardeciendo como quien llena una botella.

– Con los Fretes déjame moverme a mí. Son petisos -concluyó Etchenaik.

Estacionaron sobre Beruti y caminaron por la cortada hasta la casa del portón y el corralón bajo. En la puerta había un cartel de chapa con letras temblorosas: Fletes Fretes.

Una señal de Etchenaik y Tony se acercó a la puerta. Golpeó. El veterano se apoyó en la pared unos metros más lejos. Después de unos segundos el gallego volvió a golpear. Con el ruido de la puerta que se abría se soltó algo de música.

Hubo un golpeteo de chancletas, el girar de una mirilla.

– ¿Quién es?

104. Bajo la maceta

Aunque Tony no veía quién estaba detrás de la mirilla supo poner el tono casual necesario, la impostación justa:

– Necesito una mudanza para mañana temprano -dijo.

Hubo ruidos de nuevo, la puerta se entreabrió y Tony vio la cara achatada de un hombre que no alcanzó a hablar.

En el camino hacia la nariz de Fretes, el puño de Etchenaik rozó el brazo del gallego. Detrás del puño pasó el veterano, detrás Tony. La puerta se cerró a sus espaldas.

– ¿Qué tal, don Fretes? -dijo Etchenaik apretándole la cabeza con el pie contra una maceta.

Era un patio oloroso de plantas, lleno de flores. Había una hamaca de pibe, un triciclo; al fondo, la galería y una puerta abierta que tiraba luz amarilla sobre el patio, iluminando un camino de baldosas rojas y blancas muy gastadas.

– ¿Qué tal, don Fretes? ¿Cómo anda? -repitió Etchenaik apretando.

– Aaaag -dijo el otro y pataleaba.

La luz se interrumpió, se movieron las sombras.

– Tío -dijo una nena de piernas flaquitas desde la puerta iluminada.

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